Quince minutos -Capitulo II-

pacodetorres
#1 por pacodetorres el 27/05/2023
La vida desde la soledad del tercer turno

El hospital está bastante lejos de todas partes, me da pereza venir y más para ver como el Doctor Tiraboschi contempla por, lo que me parece, enésima vez las radiografías, las ecografías, y todas las demás fías que forman mi expediente; un expediente ni muy grueso ni muy delgado comparado con los otros tres o cuatro que esperan turno sobre la mesa auxiliar.
El Doctor Tiraboschi tiene el tic de morderse el labio inferior mientras observa gráficos. Eso le da aspecto de profunda concentración. Por los comentarios que he oído sobre él en la sala de espera los pacientes le adoran; aunque parece que nunca consigue curar a nadie porque todos dicen que vienen desde hace mucho, mucho tiempo.
El galeno parece volver al fin desde algún lugar muy lejano, hace un chasquido con los labios –otro tic del que no sé si es consciente– y me mira con una expresión en la que leo casi sorpresa de que yo esté aquí. Tengo la sensación de que se siente más cómodo con mi representación gráfica que con mi persona física. Como no tiene más remedio acepta mi presencia y me habla.
–La inflamación no remite, quizá debamos inmovilizar el brazo durante un tiempo. ¿Eso le permitiría trabajar?
Nos observamos en silencio. ¿Trabajar? En realidad, el trabajo que tengo –como casi todos los que he tenido y espero tendré– creo que podría hacerlo solo con un brazo, con un brazo y sin cerebro. Igual su pregunta tiene otro fin, igual piensa que soy uno de esos tipos que van intentando enganchar una baja con otra, apostando por encontrar en algún momento un tribunal médico que lo jubile prematuramente. Es una idea que se me ha pasado por la cabeza de cuando en cuando. Como a todo quisqui alguna vez cuando se entera que al cajero de su banco lo jubilan a los... dejémoslo, no nos pongamos sociales, contestemos al buen doctor.
–El trabajo no es problema, puedo apañarme, el problema es la guitarra. ¿Cuánto tiempo tendría que tener el brazo inmovilizado?
–A veces se consiguen resultados en un solo mes, a veces son necesarios dos o más.
–¿Y si no... se consiguen resultados?
El Doctor aprieta los labios por un segundo. Allá vamos, pone cara de voy a darte malas noticias, no muy malas, pero vas a tener que vivir con ellas. De la nada brota en mi cabeza algo que no es una melodía, pero casi. Son malas noticias, nena, pero tendrás que vivir con ellas, Cuando yo ya no esté. Aquí hay algo. No hace falta que me muerdan el culo unos versos para darme cuenta de que tienen... ¿potencial?, ¿chispa? Debería apuntarlos, pero como me da vergüenza interrumpir el soliloquio del doctor no saco mi libreta del bolsillo y me los repito en silencio intentando memorizarlos hasta que recuerdo que Tiraboschi estaba diciéndome algo importante y el que se ha ido –mentalmente– ahora he sido yo.
–Perdone, me lo puede repetir –pido humildemente.
–Sí, claro. A veces no se consiguen resultados, el cuerpo humano envejece, hay paliativos, analgésicos, pero con el tiempo todos tenemos que renunciar a algo. Tiene que plantearse que a lo mejor tiene que buscarse un nuevo pasatiempo.
¿Pasatiempo? Tiraboschi continua un rato más hablando de medicaciones y movimientos mientras me palpa en antebrazo –el izquierdo, del que cuelga la mano que digita– y presiona con delicadeza los puntos donde en los días buenos fluye un dolor difuso y persistente que llega hasta la yema de los dedos. Yo solo le hago un caso relativo. ¿Pasatiempo? ¿Esto es todo lo que la guitarra ha sido para mí? ¿Pasatiempo? Me repito mientras salgo de la consulta y hago la inevitable cola para conseguir una fecha para mi próxima visita ¿Pasatiempo? Me repito entre dientes a la vez que intento arrancar la moto a golpe de palanca.
La maldita batería está muerta, tendría que cambiarla, pero como al final siempre acaba arrancando –muy al final–, es un gasto que siempre voy retrasando. La batería creo que también hace de filtro de corriente, si me cuelgo demasiado igual acabo cargándome algo caro de verdad, el rectificador, el alternador; no sé, algo. En el momento en que arranca la motocicleta me olvido del dilema, porque tiro del embrague para poner primera y el antebrazo me vuelve a doler.
No, no me vuelve, lo que hace es dolerme un poco más y recordarme que hay algo ahí que no va bien. Esto me cuesta un poco más olvidarlo, me enfurruño y se me van las ganas de todo. Quizá también porque anochece y es un momento en que me siento solo. Los horarios nocturnos destrozan tu vida social, eso en el caso de que la tengas. La mía ha ido dando bandazos, hasta casi extinguirse por falta de cuidados. Los pocos amigos que conservo son más bien conocidos y creo que me consideran una reliquia, un inadaptado, un niño grande. Soy el más puro ejemplo de lo que no se debe hacer, lo leo en sus miradas cautelosas cuando me ven aparecer. Soy el tipo que estuvo a punto y se quedó en nada. Peor: Soy el tipo que se cree que estuvo a punto. Puede ser cierto la realidad no es una, depende del punto de vista. Nada es verdad ni mentira, todo depende... del color del cristal con que se mira; ahora no recuerdo si esto último es un refrán o parte de una letra de canción. Hay refranes para todo, son útiles como coartadas, siempre encuentras uno para defender o negar cualquier propuesta.
Como no hay más remedio y tengo la moto en marcha resigo el perfil de la ciudad hasta llegar a la fábrica justo a tiempo para entrar a trabajar.
Este trabajo es una mierda y aun así es lo mejor que nunca conseguiré, quiero gritarle a la gran nave desierta. No lo hago porque es una frase muy larga y debo cuidar lo que me queda de cuerdas vocales, nunca han sido gran cosa, pero les tengo cariño. En la mínima iluminación del tercer turno los cientos de lucecitas de standby de las máquinas parecen componer una galaxia propia. Es bastante común que el centro de una galaxia esté ocupado por un agujero negro gigante que paciente espera tragárselo todo. No sé a qué viene esto, solo es que estoy de mal humor.
Nunca he conocido el tercer turno en marcha, La fábrica según se modernizaba fue aumentando la producción hasta que fue innecesario mantenerlo en funcionamiento. Ya por la noche no se fabrica nada, todo está en espera hasta el día siguiente y la única pieza humana que todavía corretea por los pasillos soy yo: el vigilante. Lo que vigilo se me escapa, la nave está muy en el interior de este polígono gigante, puede que haya un kilómetro desde aquí hasta la valla y lo que fabricamos no tiene ningún interés, a no ser que tengas las piezas restantes y te quieras montar tu propio coche. Fuera de cada x horas desplazarme hasta los puntos y, en los que registro electrónicamente la confirmación de que realmente estoy aquí, no tengo nada que hacer, más que dormitar en la camilla del botiquín y tocármela.
Es una suerte que no tenga nada que hacer porque no sé hacer nada, nada útil digo, nada por lo que la gente, el mercado como le dicen, esté dispuesto a pagar. Lo único que me permito creer a mí mismo que sé hacer es escribir canciones y eso, como todas las ocupaciones vocacionales, no está muy bien retribuido. Son malas noticias, nena; tendrás que vivir con ellas, cuando yo no esté. ¡Dua! ¡Duá! Me he quedado clavado aquí.
Solo sé escribir canciones y ni siquiera sé si considerarlas buenas o malas. ¿Qué criterios siguen los críticos para decidirlo? Al fin y al cabo, el pop, el rock, son construcciones musicales muy sencillas, puedes reducirlas a dos o tres acordes y un ritmo vacilón, también puedes complicarlas claro, pero lo mejor es que no se note, ¿me explico? Púas siempre decía, puede que todavía lo diga, que una canción es buena cuando le gusta al público. Javier no decía nada, solo se dejaba caer más el flequillo sobre los ojos entornados, componiendo esa cara de ligero sufrimiento por causas indescifrables que tanto gustaba a las chicas y a los fotógrafos. Yo entonces, como ahora, tampoco decía nada. Ahora porque la explicación que tengo no convence a nadie, antes porque además de no tenerla pensaba que si mantenía la boca cerrada y los oídos abiertos podría aprender algo; me equivocaba. Algún tiempo después llegue a la conclusión de que en general todos los músicos son gilipollas –especialmente ellos dos–, pero para entonces ya era demasiado tarde.
Las canciones no son buenas ni son malas, son importantes o no lo son. Son importantes cuando forman parte de la banda sonora de tu vida y no lo son cuando no. Y la banda sonora de la vida no la escoges, más bien te la encuentras. Te la ponen en bandeja, te la llevan cucharada a cucharada a la boca y hacen que te la tragues. Púas tiene razón y también se equivoca: lo que le gusta al público es lo que escucha, lo que le hacen escuchar, lo que le meten por los oídos hasta transformarle los sesos en jalea, y luego le dan más y más, mientras pueda pagarlo.
Imagino, en el cerebro, la memoria musical de la peña como una cinta de casete, al principio hay mucho espacio, prácticamente lo único que tiene grabado es El patio de mi casa y Cumpleaños feliz, eso es porque todavía no saben usar los mandos de la grabadora, cuando descubran su utilidad comenzaran a grabar en ella. Un día creerán escoger un género, un sonido y durante un tiempo no pararan de llenar la cinta. ¿Con qué? No tienes que calentarte mucho el coco, tú solo dales una y otra vez la misma fórmula hasta que la aborrezcan.
No creo que el común de los mortales encuentre mucha transcendencia en la música, más allá de un suspiro de añoranza. Y en el Rock, en el Pop y toda su familia de ritmos bastardos menos. Mirad hacia otro lado si queréis, pero la historia del Rock es una historia de sobornos a pinchadiscos, pactos entre comadrejas, plagios descarados, infantilismos y cada vez más volumen y efecto de phaser, fuzz, vocoder, autotune o lo que toque para tapar la falta de creatividad.
¿Nunca hay nada profundo en una canción? No hablo de bajos que retumben en tu vientre y te hagan ir al baño, pregunto si una canción puede tener unos... valores propios, intrínsecos, que le permitan atravesar el tiempo, permanecer, para que alguien dentro de mucho tiempo, generaciones y generaciones después, encuentre un mensaje en ella, un mensaje que parezca destinado exclusivamente a él. No son preguntas para un vigilante nocturno o quizás sí; el resto de la gente no tiene tiempo, ni interés para planteárselas. Son malas noticias nena, tendrás que vivir con ellas, cuando yo no esté.
El primer turno aparece cinco minutos después de mi relevo. Si en algo soy diligente es en largarme del curro. Repito el rito de arrancar trabajosamente la moto y me vuelvo a casa.
Regreso al hogar a horas en que la gente normalmente sale a trabajar. La noche anterior –como todas–, ha sido una noche tranquila en que he acabado dormitando –como siempre– entre rondas en el botiquín de la fábrica, con un sueño intranquilo, ligero, que me agota más que me descansa, cuya única utilidad es que me ayuda a huir de mí mismo con facilidad. Llevo un tiempo en que lo que más hago es dormir, en el trabajo, en casa, en un banco del parque –si salgo a dar una vuelta–, en cualquier sitio a la mínima oportunidad. Me estoy entrenando para estar muerto. Espero que al menos eso lo sepa hacer bien.
¿Por qué me resulta tan fácil quejarme? Debería estar contento, el día de hoy me lo pagarán prácticamente por dormir y reflexionar sobre la música en general y el Rock en particular. Por otra parte, es pensar el en Rock lo que me pone triste, el Rock ha muerto, eso si realmente llegó a estar vivo, si es que no era algo más que un Frankenstein apedazado del Rhythm and Blues, un cadáver resucitado por la electricidad, un zombi acelerado y a ratos colérico. ¿No crees que el Rock esté muerto? Supongo que no lo crees, igual que en su día no lo creyeron de ella los amantes de la Zarzuela. Ellos también se miraron unos a otros incrédulos que aquellas músicas, aquellos cantantes, simplemente se fueran alejando y desapareciendo tras el velo del tiempo. Pero eso pasa con todos los géneros populares, géneros menores, alejados de la gran música, de los cánones, las academias y las subvenciones.
Llego a casa enfurruñado, deseando tener al lado alguien al que poder decirle que ponga el televisor y que mire todos esos programas de talentos, los canales de vídeo clips, que escuche todas esas canciones sobreproducidas y vea remenear el culo a todas esas bailarinas negras que enmarcan a unos tipos que se las dan de gánsteres más que de músicos. ¿Hay algo de nuevo ahí? La originalidad es una tara, la sencillez una falta de gusto. Todos piden más de lo mismo. ¿Antes era diferente? Intento refrescarme la memoria. No consigo recordarlo.
Mi casa está prácticamente vacía. Casa está mal dicho, debería decir piso o apartamento, está en un barrio casi insalubre en la periferia de una ciudad dormitorio, que a su vez está en el límite de la zona de influencia de la moderna gran ciudad, que no es tan grande, ni moderna, ni leches, como compruebas a poco que te muevas por el mundo.
No te equivoques, me gusta mi casa, tiene la colosal ventaja de que es mía, la compré en el punto más bajo de la antepenúltima crisis que nos azotó, con unos dinerillos que tenía apartados.
Me siento en el viejo y cómodo sofá de cuero y enciendo el televisor intentando decidir si me voy a acostar o si intento pasar el día con lo que he dormido en el botiquín. No tomo ninguna decisión, mientras en la pantalla la sucesión de noticias me reafirma en mi convención de que el ser humano es estúpido y me enfado hasta el punto de que debes alegrarte de que no tenga un arma.
Hay un momento en que mi cerebro decide que a la mierda todo, me levanto y comienzo a buscar en todos los rincones, en todos los bolsillos de la ropa colgada y bajo los cojines del sofá con la infundada esperanza de encontrar algún petardo olvidado, aunque es imposible, he repetido el ritual cada día de la última semana, justo desde cuando se me acabó la hierba.
Aunque no la puedo culpar en exclusiva de mi humor reconozco que tengo un problema con la hierba. Si le preguntas a Javier –tendrás que usar un tablero Ouija– o a Púas –creo que no podrás, su secretaría no le pasará tu llamada– dirán que exagero; que yo no tengo ningún problema, que ellos sí que tienen o lo han tenido con cosas que realmente causan problemas y no la mierda esta de jipi buen rollista. Que al fin y al cabo la hierba la puedes plantar en una maceta y que yo –todo el mundo lo sabe–, soy un experto en el tema y nunca tengo que tratar con paquis ni colombianos dispuestos a chuparte la sangre, real y metafóricamente. Parches te dirá que soy tan tacaño que prefiero estar sobrio a gastarme un pavo. Ya que surge lo voy a reconocer: algo de eso ahí. Nunca comprenderán lo que es ser pobre, realmente pobre, que es quién no tiene a nadie más que sí mismo en quién apoyarse.
Pero volvamos a la hierba. Siempre he reconocido que soy un drogadicto. Es lo mejor, además la gente se acaba dando cuenta y sí se lo has dicho antes se lo toman a broma. ¿Cómo coño vas a ser un drogota si ni fumas tabaco? Me dicen mientras yo relleno por enésima vez mi diminuta pipa con la hierba suficiente para dar una solitaria calada. Pues sí lo soy, la necesito desesperadamente, la hierba me hace ser mejor persona, más tolerante. Pero sobre todo me da esperanza; la mezcla de cafeína y THC al levantarme me hace sentir que todo es posible todavía. Necesito esa primera dosis tanto como el aire, como la amistad, como el sexo, más aún cuando comienzo a preguntarme si, exceptuando el aire, tengo algo de todo eso. Llevo tanto tiempo saliendo con Mari Jane que no soy yo sin ella. Que no puedo recordar quién era yo sin ella. Me digo que es por eso que he dejado extinguir mi plantación cíclica, que es por eso que no germiné nuevos cañamones sobre algodón, como hacíamos con las lentejas en el colegio, despinché mis focos –de la línea pinchada de los gitanos del bajo– dejé de preocuparme con la cantidad de espectro rojo y azul que debían recibir los tiestos y me fumé sin pensar en el mañana todas mis reservas, hasta llegar al día de hoy en que no tengo nada de nada y levanto los cojines del sofá periódicamente buscando olvidos.
En un momento de enajenación llamé a teléfonos antiguos, pregunté por ahí, me di vueltas por el barrio viejo con el único resultado que comprender que el que está viejo soy yo, además de totalmente fuera de onda y que todos los camellos que pude conocer han desaparecido para siempre. Excepto Parches, pero claro, ahora es pastor evangelista y su forma de querer solucionarme el problema no me va.
¿Soy un pelma? ¿He dejado de ponerme y pienso que eso me da derecho a comerte el coco? Mira, si no te enrolla lo que cuento cierra el libro de golpe –qué haga un ruido guapo: ¡plash!–, pon una mueca de desagrado en el careto, devuélvelo a la estantería, o al agujero de bookcrossing, entre todos los tomos sueltos de enciclopedias que nunca nadie volverá a leer y a otra cosa. No me vas a ofender, seguro que estas páginas apestan a humedad y fracaso.
¡Oh mierda! Podría intentar ser sincero. Vale que el cuento de dejo de ponerme hasta la bola porque no recuerdo quién soy suena bien, no lo suficiente para una canción pero vamos, suena; pero es mentira: siempre he sabido que no sabía quién soy, –¿sabes tú quién eres?– La razón por la que he dejado de fumar es porque soy un gilipollas masoquista y desde que me duele el brazo –y cada vez me es más difícil tocar– estoy llevando a un altar imaginario ofrendas, las pocas cosas que me quedaban en la vida que me importaban, como sacrificios a un Dios silencioso, para que me devuelva... algo que en realidad no he tenido nunca: mi identidad de guitarrista. Luego critico a Parches y a sus Adventistas del Séptimo día.
Sentado en el sofá en esta casa tan vacía y a la vez de un gusto tan impecable, mi cabeza falta del freno de mano que ha sido la droga durante tantos y tantos años hace conexiones inversemblantes –¿existe la palabra?– y destapa recuerdos que no es que no supiese que estaban ahí, sino que uno se pregunta para qué coño los guarde, a no ser que previese una situación como esta. Ahora mismo están poniendo una reposición en la tele y ¡qué coño! recuerdo haber visto este episodio de Perry Mason. Sí, mierda, el abogado de la silla de ruedas, ¿lo recuerdas? Si no es igual: abogado, silla de ruedas. Los guionistas de la tele de los setenta eran tan horrorosos como los de ahora, te puedes imaginar las putas mil temporadas sin mi ayuda.
El episodio, vamos a ello: el letrado conseguirá salvar a su defendido descubriendo al auténtico culpable –súper original ¿no?–, casi todos los episodios eran así, por eso cuando tratas con un abogado en la vida real te decepciona tanto. La diferencia en este con el desarrollo estándar de cualquier otro episodio es que el verdadero criminal es un fumador de hierba. El bueno de Perry a partir de los siguientes datos: Uno, el tipo es joven. Dos, Lleva el pelo largo. Tres, le ha encontrado un papel de fumar, lo presiona en la sala de juicios y el tipo se derrumba en el estrado y punto. Justicia 1, Los malos 0.
Eso pasará dentro de un rato, no he tenido paciencia para esperar a verlo, he apagado la caja tonta y he vuelto a desconectarle el cable de la antena. En su día cuando lo vi –hace la hostia, hablamos de Perry Mason– me jodió cantidad esa fácil asociación entre hierba y violencia. Realmente me indigno –ya te debes haber dado cuenta que tengo tendencia a la indignación– que se considerase a cualquiera que se fumase un Joe un mataviejas en potencia. Yo entonces y hasta hace unos días era un creyente más de la ideología rasta, que identifica al fumador de ganja con la no violencia, con la tolerancia y con las camisas fardonas de colores. Mi lema podía haber sido: a mal karma fuma más ganja. Había otro refrán – jodidos refranes–, una sura moral, no sé cómo nombrarlo, pero iba de que si insultas a un bebedor te meterá una puñalada, si insultabas a un rasta... él volvería a su casa, fumaría grifa y solo afilaría la faca. Con el tiempo he comprendido que esto puede que sea cierto, pero hay una tercera posibilidad que no contempla ¿qué pasa si insultas a un fumador al que no le queda mota?
¿Quieres una respuesta? Contémplame caminando arriba y abajo del pasillo, royendo viejas y nuevas ofensas, en un episodio de furia difícil de comprender. Reaccionando intempestivamente a cosas que normalmente simulo que me resbalan. No me reconoceríais. Yo tampoco quiero hacerlo. ¿Es este mi yo real? ¿O el real es cuando el elixir verde corre por mis venas? Posiblemente uno entre los dos. ¿En qué punto? Cuando lo averigüe te lo diré.
Descartado Perry Mason y por extensión la televisión, en un ataque de masoquismo miro en la red una antigua entrevista en televisión de Javier. El reproductor lleva un contador de las visitas que ha recibido, es un número de cinco cifras, casi seis. Hay cientos de comentarios que van desde lo ñoño a lo baboso, todo el mundo opina unánimemente que sin duda Javier era un genio y meaba agua de colonia.
Javier, los ojos entrecerrados, el flequillo anárquico tapándole la frente, tirándose el rollo de muchacho hipersensible, de artista en ciernes. Él sin duda tuvo sus quince minutos, más que eso, dos años, tres, los suficientes para matarlo. Los medios se enamoraron de él, nunca ninguno le buscó las cosquillas, nadie palpó su rostro para comprobar si era humano. El país entero le amó un tiempo, ignoró sus desplantes, sus desapariciones, como haría una jovencita inexperta y luego le lloró.
Exagero, hablamos de este país, hablamos de Pop Rock, la mayoría no llegó ni a enterarse de que existía. A veces pienso que ahora que todos, aquella generación, no podemos pretender de ninguna manera que todavía somos jóvenes, miramos al pasado, reconstruimos nuestros iconos y pretendemos ahora que son más de lo que fueron nunca. Ante el vacío actual hemos girado la mirada hacia entonces, algunos buscando héroes, otros buscando villanos. Hay de todo para escoger.
Javier en el monitor entrevistado por una joven de cabello crepado, maquillaje fantasioso y hombreras enormes. Se oculta tras el humo de los cigarrillos franceses que enciende y olvida entre sus dedos. Me resulta extraño ver gente fumar en la pantalla. Le da un toque de realidad a la filmación, es el adecuado attrezzo. Recuerdo haber visto parcialmente en su día la entrevista, pensar que todas son, eran iguales: ¿qué has hecho?, ¿qué haces?, ¿qué harás? Y que Javier contestaba las mentiras que producción le había escrito para la ocasión. Solo era una suposición, a mí nunca nadie me escribió respuestas, no llegué a ese nivel de promoción, nunca fui el entrevistado, como máximo una cara sonriente lateral y al fondo. Sobre todo al principio renegaba de toda esta parte del negocio. Alardeaba de pureza sin que nadie me hiciera el menor caso, ni intentara corromperla. Tenía ocurrencias, recuerdo decir, afirmar, un día en el local de ensayo, con la lengua más suelta que de costumbre por el hatchís, que yo no quería ser músico, que yo solo quería hacer música. Recuerdo la cara de extrañeza de Púas.
–Eso es imposible Gordo, si haces música eres músico. No hay otra.
–Para ser músico, para que la peña te vea como músico hay que hacer más cosas que música.
–Cargar la furgoneta una y otra vez.
–Cargar las cosas del batera en la furgoneta, una y otra vez.
–Eso mismo y entrevistas, tirarte el rollo delante de la peña de lo guay que eres y querer ser guay siempre es... cambiarte, darle a la gente lo que espera y tal, eso no me va. No creo que ser guay sea más importante que la música.
–No te preocupes por eso, tú no eres guay ni sabrías serlo.
–Me daría igual que no sea guay si no perdiese el ritmo. Y si no fuera un idiota.
Esta última opinión es de Javier, la dirige a los otros, a veces hablan como si yo no estuviese presente. Era cierto, eran los primeros tiempos, era muy joven y muy malo y solo estaba en el grupo por casualidad, por casualidad y por los dos canales de 100 Watios a tubos de mi amplificador Marshall. Lo había comprado con lo que gané recogiendo uva en Francia, ir a la vendimia en aquel tiempo era un rito de paso de la pubertad al mundo adulto. En serio el segundo nombre de todas las guitarras del país debería ser Pinot Noir. Javier como que había regresado del paraíso opiáceo, en el que sospecho ya entonces residía todo el tiempo que podía, continuó pinchándome.
–¿Qué hay que hacer entonces Gordo? ¿Cómo consigues que la gente escuche tu música? ¿Cómo consigues ganarte unos verdes para poder seguir tocando?
Eran buenas preguntas, yo –todos más o menos, creo–, estábamos cegados por algo llamado autenticidad. Se suponía que ante todo había que ser auténtico, No me preguntes que es ser auténtico, ahora no sabría contestarte, entonces tampoco. Tenía que ver algo con no dejarse llevar por cantos de sirena y ser fiel a ti mismo, lo que era difícil teniendo en cuenta que éramos niñatos y nuestras opiniones cambiaban como el viento. Para mí tenía bastante que ver con la sinceridad y sinceridad era algo parecido a contestar lo primero que me viniera a la cabeza.
–No lo sé. Lo que sé es que me gusta hacer música, cuando te conectas con ella, cuando la cabalgas. ¡Vale!, mola que haya gente escuchando, compartiéndolo, y me molaría tener un castillo y un Rolls Royce y cien guitarras, pero lo que más mola es... ese algo que consigues entre la música y tú mismo, creo que con eso tendría bastante.
–Dime Gordo ¿te gustan las tías? O con eso que consigues contigo mismo y tú tienes bastante.
Todos ríen, yo me pongo colorado, callo, este suele ser el final de todas nuestras conversaciones. No hablamos demasiado. Existe la superstición de que los componentes de un grupo están unidos por la amistad, eso no es cierto; están unidos por la música o por la carencia de ella, o por el ego, o por la ambición. La amistad suele ser el menor de los motivos.
Javier en la pantalla, al fin recuerda que lleva un cigarrillo en la mano e inhala de él, retiene el humo unos segundos en los pulmones y expulsa una nube de humo que sé azul, tras la cual frunce los labios que una generación quiso besar y se confiesa.
–Sé que tengo que estar agradecido a la gente que me sigue, a todos los que están interesados por mi trabajo, pero no puedo engañaros –con naturalidad deja de mirar a la entrevistadora y se dirige a la cámara, a nosotros–, nunca voy a intentar agradaros, lo más importante es y será la música. Esto es una historia entre ella y yo. Me debo a ella, es mi gran amor.
La presentadora se derrumba fascinada ante él, tan flaco y canalla, tan sensible, tan tramposo, reordenando las ideas de otros y escupiéndolas con la misma facilidad con la que les juraba a los camellos que les pagaría mañana, en cuanto pillara la pasta del próximo bolo que tenía entre manos.
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