Aquellos tiempos no tan felices
El local debe continuar en el mismo sitio que entonces, lo que no sé es si habrá gente todavía ensayando o será un trastero o cualquier otra cosa que esté más de moda. Se accedía entonces por una puerta pequeña de hierro que aparecía a medio camino de la rampa del parking y te dejaba entrar al estomago del edificio. Por encima, a la altura de la Ronda, en los bajos del bloque, algún lumbrera había previsto montar unas pequeñas galerías comerciales. Creo que por aquella época a bastantes listos les dio por pensar que eso era una buena idea y sé de unos pocos edificios que tienen los bajos llenos de pasillos con tienduchas cerradas a un lado y al otro. En algún momento, como las galerías no tiraban, alguien descubrió que podía alquilar los almacenes del semisotano como locales de ensayo y recuperar un tanto de la inversión. Y hacía allí gravitamos todos los tipos que nos habíamos aprendido los acordes de quintas.
Ahora mismo podría bajar con los ojos cerrados la rampa, encontrar la puerta, seguir el quebrado pasillo, palpando las manijas de las puertas –rollo nevera industrial– y llegar hasta el local. Esto era básico, como la luz se iba cada dos por tres si no sabías hacerlo te encontrabas perdido. El local, el box que se dice ahora, tenía nueve metros cuadrados y como te digo estaba construido con piezas recicladas de nevera industrial como paredes y techo abierto, eso les daba un aspecto que nos parecía súper profesional por lo plástico, hasta que te enterabas de que aquellas piezas todo lo fácil que retenían el calor dejaban escapar el sonido. Cada grupo intentaba evitar que la escandalera del box contiguo no se introdujese en el suyo mediante los más variados sistemas, colchones viejos, cartones de huevos, mantas, cosas todas que se iban empapando de humo, polvo y ácaros hasta que se convertían en más o menos el infierno de un alérgico. Aun así, a todos nos parecían sitios fabulosos y el nuestro, hundido al fondo del todo y sin vecinos a los lados, el más más.
Casi todos los grupos sufrían una permanente falta de dinero para pagar el local y de material para tocar. Nosotros ara entonces éramos afortunados, estábamos al día, teníamos equipo y en lo artístico habíamos superado la guerra del volumen –guerra que ha matado muchos grupos– y ya no intentábamos que nuestro instrumento fuera el que sonara más fuerte en toda ocasión. Ya habíamos aprendido a darle aire a los otros, a mutear el acorde a tiempo para que el bajo resaltara y golpeara delicadamente el vientre de la audiencia, cuando la había. En ese momento nos considerábamos buenísimos, hasta yo comenzaba a creerme que podía echarme el grupo a la espalda y sí no, al menos no perder el ritmo.
Me miraba en el espejo y aquel chaval grueso de dedos cortos y la cara marcada de granos parecía comenzar a tener aspecto de guitarrista. Recuerdo que aquel mismo día cargaba con una canción nueva hasta el local de ensayo. Era una canción sencilla, pero estaba a punto, casi acabada, solo le faltaban gratinar un poco –dorarla por encima para que pareciera más apetitosa como decía Púas–. Hablaba de la imposibilidad de dar consejos y también de lo imposible que es a veces dar vuelta atrás en el amor. Muchos imposibles, ¿no? ¿Te suena? Trataba sobre temas de los que en realidad no sabía una mierda, ni entonces ni ahora, pero eso no es problema a la hora de escribir una canción. Puedes escribir una canción hablando de lo que no sabes, si este es el tema de fondo: ¿por qué coño no me entero de cómo va la movida? Las canciones… a veces son ellas las que tiran de ti para que la escribas y otras se quedan estreñida en tu coco y nunca salen. Son malas noticias nena, tendrás que vivir con ellas, cuando yo no esté.
Antes que Bésame comenzara a sonar en la radio teníamos un alto porcentaje de absentismo a la hora de ensayar. Esto había cambiado, Parches continuaba llegando tarde, pero eso era inevitable como la lluvia. Los trapis con sus primos habían tapado agujeros alguna vez en la infraestructura de la cosa y nadie iba a echárselo en cara, no había cojones. Además, era guay, aparecía y soltaba algo como: “¡Vaya, habéis olido la sangre antes que yo!” y nos hacía sentir, a mí al menos, que perseguía algo, algo que casi estaba a mi alcance y que tenía buenos dientes para hacerme con ello.
Hay una ley no escrita válida para todos los grupos, el peor músico llega primero, sino no dura mucho en el grupo –es el que más ha de ensayar y al que menos le interesa que el resto del combo tenga intimidad para hablar de él a sus espaldas–. Yo la cumplía a rajatabla, llegaba enchufaba y comenzaba a rasguear suavemente escuchando como las válvulas del ampli se calentaban.
No podía sacarme la última melodía de la cabeza, estaba acabada y a la vez le faltaba algo, era como muy forzada y continué con una serie de infinitas y torpes variantes. Cuando Javier llegó yo ya estaba en trance con la música, me sentía la séptima cuerda de la guitarra. Él se quedó a medio entrar, comentando no sé qué con no sé quién hasta que se despidió, fui a parar, para decir hola y tal, pero él me hizo un gesto de sigue, sigue y luego se colgó el bajo mientras echaba un vistazo a la hoja donde tenía garrapateada la letra y los acordes. Comenzó a seguirme de la manera más simple, marcando la tónica de cada acorde.
–¿Cómo cantas esto, Gordo?
Y canté aquello de:
Tío levanta, el bar ya cerró. No queda nada para ti, ya aquí hoy. Veremos mañana, no pierdas la esperanza, aunque creo –marcado– que aquello –más marcado– ya pasó –alárgalo y llévalo a suave– Sí esta también es mía. El setenta por ciento. El cincuenta y cinco. ¿Sesenta?
Jugueteamos con la melodía, Javier le puso una segunda voz, que al rato era la primera y luego volvió a ser la segunda pero susurrada por mí.
Si hicieras la lista de los diez tipos que más pasta han ganado en el negocio musical te encontrarías que hay muy pocos músicos. Si me aprietas el único que te saldría sería Paul McCartney que está hecho de una... ¡pasta especial! –me ha salido un chiste, pasta, dinero… ¿lo pillas? –. Con esto tienes que hacerte una idea de que los tipos que pululan por el negocio, no es que no regalen nada, sino que a la mínima se llevan todo lo que no está clavado. Baltazar, era, es, uno de estos. Si tuviera que dar un consejo a la gente que empieza no sería sobre equipamiento o si deben –o no– tomar drogas para abrir su mente, yo lo que les diría es que nunca firmen nada sin hablar con un abogado, con dos abogados. Es chungo descubrir que gastar pasta en un picapleitos es más importante que hacerlo, no sé, en ropa o peluquería. Desgraciadamente cuando el primer mánager entra en tu vida no sueles tener para cuerdas de guitarra y menos para asesoramiento legal. Esto lo digo ahora con la puta voz de la experiencia, esa que sueles adquirir cuando ya no sirve para nada. Yo no era muy listo, creo que hubiese firmado cualquier cosa que me pusieran por delante a cambio de promesas. Por suerte o por desgracia Baltazar no venía siguiendo mi rastro.
El local de ensayo de un grupo teóricamente es un Sancta Sanctorum donde nadie puede dejarse caer porque sí. En la práctica cuando empiezas te encanta toda esa gente que viene a echar un vistazo, porque le enrolla el mundillo y el glamour que desprende, es casi como tener fans. Desde que Bésame sonaba no había día que no se dejara caer peña a dejarse ver, echar un petardo, sacudir la cabeza al ritmo y darse pisto. ¿Qué gente? Ya sabes, tu primo, tus colegas del curro, tu camello y su novia, las amigas de la novia de tú camello, tipos de otros grupos con sus primos, sus camellos y sus etcéteras etcéteras, la hostia vamos. Ya cuando se abría la puerta ni mirábamos quién entraba. No es que nos hubiéramos acostumbrado a ser la novedad, pero teníamos que cumplir la regla: si se abre la puerta no paras, sigues. Una extensión de la regla general: nunca pares, es mejor una nota falsa que perder el ritmo.
Así que cuando el desconocido del sombrero chulo y las gafas cuadradas asomó por la puerta de nevera entornada nosotros seguimos a lo nuestro, hasta que, claro, yo me líe, Javier me fusiló con la mirada y acabamos un poco a trompicones. Baltazar nos ofreció unos pocos aplausos.
–¡Bien, bien! Creo que entiendo por donde va. ¿Es nueva?
Yo asentí y me preparaba para explicarle todo el proceso creativo de la canción como hacía con todo el mundo, me escucharan o no, pero él ya estaba estrechando la mano de Javier y presentándose en voz alta, siempre hablaba en alto, creo que entonces ya estaba un poco sordo.
–Me llamo Baltazar, Baltazar Armada, ya nos hemos visto antes. Hay un montón de tipos buscándoos por ahí, ¿lo sabéis?
–¿Buscándonos? ¿A nosotros? ¿Para qué? ¿Quién?
–Gordo, cállate, deja hablar al señor…¿Señor qué?
–Baltazar, Baltazar Armada, representante de talentos.
Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta azul de terciopelo con coderas, que ya entonces era un poco demodé –aunque yo hubiera matado por una–, de un portatarjetas saco una y se la pasó a Javier. Yo estiré la mano y como ya no podía seguir ignorándome me tendió una. Era de cartón grueso, solo tenía impreso con un ligero relieve su nombre y un teléfono de la ciudad y otro de la capital en una caligrafía elegante. Si te fijabas bien el papel no era totalmente blanco, tiraba un poco a marfil. Me quedé embobado con ella, nunca he vuelto a ver una que me parezca tan sencilla, tan concisa, elegante, es por eso que no tengo tarjetas. Además, que pondría en ella, Gordo, guarda nocturno. Gordo, invalido. Gordo, virgen a los cincuenta, bueno esto último es un chiste, por poco eso sí.
A Javier no pareció impresionarle demasiado, no creo que a Javier le impresionara nada que no fuera su cara en el espejo, rasgo una tira y la enrollo hasta hacer un filtro, se lo puso en la oreja como si fuera un lápiz y comenzó a hacerse un petardo apoyado en mí amplificador.
–¿Quién nos busca señor Baltasar? ¿Baltasar como el rey Mago?
–Llámame Baltazar, el señor sobra.
–Sí, posiblemente. ¿Quién nos busca Baltazar?
–Tipos con promesas ¿no habéis firmado nada? Desconfiar de los tipos con promesas. Sois la futura sensación... Podéis ser la futura sensación, ¿dónde está el resto? Cuando os vi en Tresillo erais cuatro. Quizás deberíamos hablar cuando lleguen; ¿van a venir?
–Supongo, deben estar al caer.
–Seguro que sí, ensayamos mucho, todos los días, nos lo tomamos muy en serio, somos muy profesionales –solté a trompicones.
–Sobre todo tú. Gordo.
Eso me dolió, yo lo intentaba, todavía lo intento. No sé si ha quedado claro que a mí me parecía que Javier, que Púas, que Parches tenían un don y yo solo podía arrastrarme detrás de ellos y no perderles de vista a base de cabezonería. No es que me viera como un chaval frágil, pero algo de refuerzo positivo no me hubiera ido mal. Ahora pienso que el que tiene un don lo tiene y punto, eso no le hace mejor que uno, sobre todo si están refregándotelo por la cara continuamente. De hecho, yo también tenía un don: ser tres veces más grande que él, aunque yo no lo veía de esa manera. Así que como siempre me quedé callado, en vez de cogerle la cabecita con una mano y aplastar su dulce cara contra la pared mientras le recriminaba que sus huesos fueran tan blanditos, tanto como sus letras. Porque ¡mierda!, puede que dude de la calidad de mis canciones, pero los textos de las de Javier, de las que tengo la total seguridad de que son totalmente suyas, las únicas que tienen algo, son esas en que habla de la droga como si fuera un amor perdido.
¿No jodas que no habías pillado que van de eso! A veces me sorprende lo tontaina que eres. Déjalo, déjalo y atiende a Baltazar:
– Soy vuestro mayor fan, os he visto en Tresillo, en Glaciar, en las fiestas del Surtidor,... Ahora no recuerdo más. ¿En Cotilla? Yo siempre estoy rondando buscando grupos nuevos. Un píe aquí, otro en Madrid. Ya entonces me llamasteis la atención. Os vi y pensé: Aquí hay unos tipos que tienen madera de estrella.
Sonaba bien lo que decía, es lo que quieres oír, pero yo pensé que no decía toda la verdad, no es que mintiese en todo lo que largaba, puede que nos hubiera visto en todos esos sitios, igual que a otros grupos. A lo mejor solo recordaba nuestros nombres del cartel –allá abajo apretados entre mil nombres más–, porque desde luego no creo que le impresionáramos para nada. Joder, yo en las fiestas del Surtidor estuve fatal y no fui el peor del grupo. Javier estaba baboso y desfasado, y los tipos de la mesa nos arrastraron a todos a un mogollón cacofónico en que nada se entendía a base de volumen y más volumen. Sí, quizá estaba Baltazar por allí aquel día, pero yo de él me hubiera largado a casa a escuchar unos discos. En Tresillo estuvimos bien; sí que estuvimos bien y Tresillo es la oficina, la segunda casa de Parches y allí ya tocábamos Bésame. Si estuvo en Tresillo cuando comenzó a escucharse Bésame tuvo un punto de partida guay para encontrarnos. Aun así, era embriagador escucharle hablar.
Parches y Púas aparecieron juntos. Hice las presentaciones, nadie me lo agradeció, más bien me ignoraron profundamente y se continuó hablando mucho rato de lo guais que éramos, de los miles de discos –cinco mil– que estaban ya distribuidos y como la discográfica se veía obligada o a perder la inversión o a continuar dándonos empujoncitos, quizá un nuevo single de cara al verano. Al final de aquel día sin intentarnos hacer firmar nada Baltazar nos había prometido tres bolos, para como él decía, ir abriendo boca.
– Mientras tocaré algunas teclas aquí y allá. Os merecéis un buen contrato, una casa que esté dispuesta a meter pasta en promoción.
Cuando empiezas, a esa edad, supongo que todos queremos ser famosos, Hay para quién es lo más importante, para otros es un extra. Te piensas que la fama es dinero, coches y chicas. Es verdad, la fama es eso, no es lo único, pero es verdad. Mientras todas estas cosas llegan, o no, lo que más ilusión te hace es tocar y en eso sí que cumplió Baltazar Armada, representante de talentos; en tres semanas no hicimos tres sino cuatro bolos. Los recuerdo como si hubiesen sido ayer. El primero, un jueves por la noche en la sala Kubala, actuamos como teloneros en la presentación del disco de un grupo de Madrid que estaba pegando fuerte, como todo lo que venía de allí por aquel entonces. Fue decisivo para mi carrera en el mundo del espectáculo, no en la manera en que me hubiese gustado, pero mira: lo fue.
Se entraba con invitación y por eso el público que se esperaba era casi toda gente del mundillo, de la prensa musical y de propina la gente más in –los habituales de locales donde ni locos nos habrían dejado entrar–. Llegamos mucho antes y según veíamos que entraba más y más gente –la sala acabó petada–, más ansiosos estábamos por tocar, aunque yo era el que peor lo disimulaba o eso me parecía; creía que todos podían verme como lo que era: un novato total, rígido como un palo dentro del traje a rallas viejo de su abuelo, en paz descanse. Un rato después de lo que me di cuenta es que la gente no estaba por prestarme atención, al menos detrás del escenario donde parecían colapsados. Unos decían que la radio venía a grabar, pero no acababa de llegar, otros que un camión de luces tenía que haber llegado, pero tampoco lo había hecho, luego aparecieron los dos equipos a la vez, había que sacar un montón de cosas de en medio para volverlas a resituar. Vi como los tipos del montaje bajaban los brazos –la verdad es que estaban quemados–. No podía soportar quedarme quieto mirando –porque temía por nuestro equipo, por nuestra oportunidad, por todo–, me quité la chaqueta y pegué cuatro gritos mientras me lanzaba a mover lo más engorroso. Yo no era un total novato en la historia y sobre todo tenía buena disposición. Al verme los roadies parecieron despertar de su estupor y todo se puso en marcha suave y rápidamente. Justo cuando empezó a sonar la música de ambiente me volví a poner la chaqueta y fui a lavarme las manos. En el lavabo un tipo que nunca volví a ver bromeó con mi tamaño y con que, según él, no había ni sudado y me dio una tarjeta de la empresa de Madrid que montaba el bolo, la acepté, aunque en aquel momento yo me veía más en Londres, grabando en Abbey Road, que en la Villa y Corte montando embolados.
Me llamaron a escena, estaba todo listo, fue una suerte: no me dio tiempo a pensar, un, dos tres, cuatro, arrancamos y... ¡todo fue como la seda!. El sonido de fábula, por primera vez unos tipos que sabían lo que hacían cogieron el sonido de mi Marshall y lo trasladaron a las columnas sin poner ni quitar nada. Mi guitarra gruñó, susurro, fue dulce, despectiva... y si yo soné así figúrate el resto del combo. Siete temas, el público bien engrasado por las copas gratis aplaudiendo a rabiar, Bésame de bis y empujados por el chovinismo, que siempre ha tenido esta ciudad, al día siguiente nuestro nombre estaba en boca, mejor dicho, en las crónicas, de todos los gacetilleros de la ciudad.
Los otros dos bolos fueron en locales guapos, pero en comarcas. Uno fue de dos días, sábado y domingo, los payeses comenzaron tirándonos cosas y choteándose de nuestras pintas. Pero Púas teatralmente se bebió de un trago un botellín de cerveza frente al público —creo que era gaseosa en realidad— y luego eructó durante mucho tiempo frente al micro y sobre la escandalera Javier y Parches atacaron con fuerza la base rítmica de… Joder, no recuerdo de qué. Sí que me acuerdo ver a Púas riendo contra el fondo de un montón de tipos que saltaban como si estuvieran hechos de goma y solo llevábamos treinta segundos tocando. Ese día me solté, fue el que me dio por tocar como introducción del bis –Bésame, claro– una tonada popular, de aquellas que todas las niñas saben tocar con la flauta dulce, pero con tope de distorsión. Todavía puedo ver la cara de sorpresa de Javier cuando la gente comenzó a rugir.
Recuerdo también cuando ya había acabado el show, sentados sobre cajas de cerveza en el almacén del garito Púas preguntarme.
–¿Qué era eso que tocabas? Sé lo que es, lo he oído mil veces; ¿cómo se llama?, lo tengo en la punta de la lengua, pero no me sale.
–El cant dels ocells, Pau Casals, rebozado con Hendrix. ¿No es así, Gordo? –contesto en mi lugar Javier.
–¡Claro que era eso! Una buena idea, ¿tienes más de ésas? ¿Dentro de esa cabeza tan gorda?
Yo comencé a dar la murga con cambiarle la persona verbal a Pajas mentales, que por hacerla más sentida no iba a perder pegada, que si acelerar Estrellas del Rock, que si patatín, que si patatán, y más y más cosas, hasta que me quedé callado mirando las caras del grupo, sin saber que leer en ellas, como tomarme su silencio, entonces Javier soltó:
–¿ Cambiar la persona verbal? ¡Hemos creado un monstruo!
Y toda la peña se hecho a reír mientras me llamaban poeta y artista, pero me pareció que no lo hacían de mí sino conmigo. Excepto Javier, por un segundo se le notó ofendido porque la gente confundiera con un alago, lo que él había lanzado como una chota, pero se unió a la risa enseguida.
Al día siguiente parecía que se había corrido la voz, se quedó mogollón de gente en puertas, no sé si por nuestro show o que por allí no hay muchas otras cosas que hacer. No aceleramos Estrellas del Rock, pero, sí que le cambiamos la persona verbal –hubo cambio de pajillero, dijo Parches– a Pajas y funciono ya lo creo que funciono. El último bolo de aquel primer paquete fue el puto festival de marras –el del video ese–; un sonido asqueroso, el escenario pequeño, lluvia, barro. Hubiese sido para olvidar si no fuera porque allí, mientras oía quejarse a todos –absolutamente todos los que eran alguien en aquel momento– del sonido, del catering, de los camerinos sin duchas... de golpe me di cuenta de que si podíamos quejarnos de los camerinos ¡Es qué éramos casi profesionales!
Después de esta primera entrega de bolos tuvimos un pequeño parón, pero luego llego otro y otro, y más. En dos meses tocamos más que en toda nuestra vida. No es que ganáramos dinero, solo el que podíamos rebañar de lo que Baltazar nos daba para movernos, pero eso era más de lo que habíamos pillado nunca. Y como de entrada no habíamos firmado nada, todo era como de muy buena fe.
No había que ser muy listo para darse cuenta de que después de movernos, a nosotros y a el equipo, a un bar en el quinto pino, en el que solo cabían doscientas personas, mucho beneficio no podía quedar. A veces pienso que Baltazar perdía pasta y todo, pero él solo decía que teníamos que foguearnos más, que no estábamos a punto, nosotros asentíamos, corríamos a la furgoneta y venga ¡a darlo todo!
Con el sencillo funcionando fueron días de éxtasis, cuando andaba por el barrio todos los chavales me saludaban y de golpe me di cuenta de que había dejado de ser transparente para las tías. Comencé a llevar sobresaliendo del bolsillo de atrás de los tejanos una libreta y un lapicito donde iba apuntando todas las frases que se me ocurrían o que escuchaba por ahí y luego las mezclaba al buen tuntún a ver si salía algo. Era todo ojos, mirando a la gente, al mundo, inventando historias sobre la marcha, tenía la sensación de que podía apoderarme de la vida si la encapsulaba en una canción. Sí, me sentía un artista. Me duró poco.
El local debe continuar en el mismo sitio que entonces, lo que no sé es si habrá gente todavía ensayando o será un trastero o cualquier otra cosa que esté más de moda. Se accedía entonces por una puerta pequeña de hierro que aparecía a medio camino de la rampa del parking y te dejaba entrar al estomago del edificio. Por encima, a la altura de la Ronda, en los bajos del bloque, algún lumbrera había previsto montar unas pequeñas galerías comerciales. Creo que por aquella época a bastantes listos les dio por pensar que eso era una buena idea y sé de unos pocos edificios que tienen los bajos llenos de pasillos con tienduchas cerradas a un lado y al otro. En algún momento, como las galerías no tiraban, alguien descubrió que podía alquilar los almacenes del semisotano como locales de ensayo y recuperar un tanto de la inversión. Y hacía allí gravitamos todos los tipos que nos habíamos aprendido los acordes de quintas.
Ahora mismo podría bajar con los ojos cerrados la rampa, encontrar la puerta, seguir el quebrado pasillo, palpando las manijas de las puertas –rollo nevera industrial– y llegar hasta el local. Esto era básico, como la luz se iba cada dos por tres si no sabías hacerlo te encontrabas perdido. El local, el box que se dice ahora, tenía nueve metros cuadrados y como te digo estaba construido con piezas recicladas de nevera industrial como paredes y techo abierto, eso les daba un aspecto que nos parecía súper profesional por lo plástico, hasta que te enterabas de que aquellas piezas todo lo fácil que retenían el calor dejaban escapar el sonido. Cada grupo intentaba evitar que la escandalera del box contiguo no se introdujese en el suyo mediante los más variados sistemas, colchones viejos, cartones de huevos, mantas, cosas todas que se iban empapando de humo, polvo y ácaros hasta que se convertían en más o menos el infierno de un alérgico. Aun así, a todos nos parecían sitios fabulosos y el nuestro, hundido al fondo del todo y sin vecinos a los lados, el más más.
Casi todos los grupos sufrían una permanente falta de dinero para pagar el local y de material para tocar. Nosotros ara entonces éramos afortunados, estábamos al día, teníamos equipo y en lo artístico habíamos superado la guerra del volumen –guerra que ha matado muchos grupos– y ya no intentábamos que nuestro instrumento fuera el que sonara más fuerte en toda ocasión. Ya habíamos aprendido a darle aire a los otros, a mutear el acorde a tiempo para que el bajo resaltara y golpeara delicadamente el vientre de la audiencia, cuando la había. En ese momento nos considerábamos buenísimos, hasta yo comenzaba a creerme que podía echarme el grupo a la espalda y sí no, al menos no perder el ritmo.
Me miraba en el espejo y aquel chaval grueso de dedos cortos y la cara marcada de granos parecía comenzar a tener aspecto de guitarrista. Recuerdo que aquel mismo día cargaba con una canción nueva hasta el local de ensayo. Era una canción sencilla, pero estaba a punto, casi acabada, solo le faltaban gratinar un poco –dorarla por encima para que pareciera más apetitosa como decía Púas–. Hablaba de la imposibilidad de dar consejos y también de lo imposible que es a veces dar vuelta atrás en el amor. Muchos imposibles, ¿no? ¿Te suena? Trataba sobre temas de los que en realidad no sabía una mierda, ni entonces ni ahora, pero eso no es problema a la hora de escribir una canción. Puedes escribir una canción hablando de lo que no sabes, si este es el tema de fondo: ¿por qué coño no me entero de cómo va la movida? Las canciones… a veces son ellas las que tiran de ti para que la escribas y otras se quedan estreñida en tu coco y nunca salen. Son malas noticias nena, tendrás que vivir con ellas, cuando yo no esté.
Antes que Bésame comenzara a sonar en la radio teníamos un alto porcentaje de absentismo a la hora de ensayar. Esto había cambiado, Parches continuaba llegando tarde, pero eso era inevitable como la lluvia. Los trapis con sus primos habían tapado agujeros alguna vez en la infraestructura de la cosa y nadie iba a echárselo en cara, no había cojones. Además, era guay, aparecía y soltaba algo como: “¡Vaya, habéis olido la sangre antes que yo!” y nos hacía sentir, a mí al menos, que perseguía algo, algo que casi estaba a mi alcance y que tenía buenos dientes para hacerme con ello.
Hay una ley no escrita válida para todos los grupos, el peor músico llega primero, sino no dura mucho en el grupo –es el que más ha de ensayar y al que menos le interesa que el resto del combo tenga intimidad para hablar de él a sus espaldas–. Yo la cumplía a rajatabla, llegaba enchufaba y comenzaba a rasguear suavemente escuchando como las válvulas del ampli se calentaban.
No podía sacarme la última melodía de la cabeza, estaba acabada y a la vez le faltaba algo, era como muy forzada y continué con una serie de infinitas y torpes variantes. Cuando Javier llegó yo ya estaba en trance con la música, me sentía la séptima cuerda de la guitarra. Él se quedó a medio entrar, comentando no sé qué con no sé quién hasta que se despidió, fui a parar, para decir hola y tal, pero él me hizo un gesto de sigue, sigue y luego se colgó el bajo mientras echaba un vistazo a la hoja donde tenía garrapateada la letra y los acordes. Comenzó a seguirme de la manera más simple, marcando la tónica de cada acorde.
–¿Cómo cantas esto, Gordo?
Y canté aquello de:
Tío levanta, el bar ya cerró. No queda nada para ti, ya aquí hoy. Veremos mañana, no pierdas la esperanza, aunque creo –marcado– que aquello –más marcado– ya pasó –alárgalo y llévalo a suave– Sí esta también es mía. El setenta por ciento. El cincuenta y cinco. ¿Sesenta?
Jugueteamos con la melodía, Javier le puso una segunda voz, que al rato era la primera y luego volvió a ser la segunda pero susurrada por mí.
Si hicieras la lista de los diez tipos que más pasta han ganado en el negocio musical te encontrarías que hay muy pocos músicos. Si me aprietas el único que te saldría sería Paul McCartney que está hecho de una... ¡pasta especial! –me ha salido un chiste, pasta, dinero… ¿lo pillas? –. Con esto tienes que hacerte una idea de que los tipos que pululan por el negocio, no es que no regalen nada, sino que a la mínima se llevan todo lo que no está clavado. Baltazar, era, es, uno de estos. Si tuviera que dar un consejo a la gente que empieza no sería sobre equipamiento o si deben –o no– tomar drogas para abrir su mente, yo lo que les diría es que nunca firmen nada sin hablar con un abogado, con dos abogados. Es chungo descubrir que gastar pasta en un picapleitos es más importante que hacerlo, no sé, en ropa o peluquería. Desgraciadamente cuando el primer mánager entra en tu vida no sueles tener para cuerdas de guitarra y menos para asesoramiento legal. Esto lo digo ahora con la puta voz de la experiencia, esa que sueles adquirir cuando ya no sirve para nada. Yo no era muy listo, creo que hubiese firmado cualquier cosa que me pusieran por delante a cambio de promesas. Por suerte o por desgracia Baltazar no venía siguiendo mi rastro.
El local de ensayo de un grupo teóricamente es un Sancta Sanctorum donde nadie puede dejarse caer porque sí. En la práctica cuando empiezas te encanta toda esa gente que viene a echar un vistazo, porque le enrolla el mundillo y el glamour que desprende, es casi como tener fans. Desde que Bésame sonaba no había día que no se dejara caer peña a dejarse ver, echar un petardo, sacudir la cabeza al ritmo y darse pisto. ¿Qué gente? Ya sabes, tu primo, tus colegas del curro, tu camello y su novia, las amigas de la novia de tú camello, tipos de otros grupos con sus primos, sus camellos y sus etcéteras etcéteras, la hostia vamos. Ya cuando se abría la puerta ni mirábamos quién entraba. No es que nos hubiéramos acostumbrado a ser la novedad, pero teníamos que cumplir la regla: si se abre la puerta no paras, sigues. Una extensión de la regla general: nunca pares, es mejor una nota falsa que perder el ritmo.
Así que cuando el desconocido del sombrero chulo y las gafas cuadradas asomó por la puerta de nevera entornada nosotros seguimos a lo nuestro, hasta que, claro, yo me líe, Javier me fusiló con la mirada y acabamos un poco a trompicones. Baltazar nos ofreció unos pocos aplausos.
–¡Bien, bien! Creo que entiendo por donde va. ¿Es nueva?
Yo asentí y me preparaba para explicarle todo el proceso creativo de la canción como hacía con todo el mundo, me escucharan o no, pero él ya estaba estrechando la mano de Javier y presentándose en voz alta, siempre hablaba en alto, creo que entonces ya estaba un poco sordo.
–Me llamo Baltazar, Baltazar Armada, ya nos hemos visto antes. Hay un montón de tipos buscándoos por ahí, ¿lo sabéis?
–¿Buscándonos? ¿A nosotros? ¿Para qué? ¿Quién?
–Gordo, cállate, deja hablar al señor…¿Señor qué?
–Baltazar, Baltazar Armada, representante de talentos.
Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta azul de terciopelo con coderas, que ya entonces era un poco demodé –aunque yo hubiera matado por una–, de un portatarjetas saco una y se la pasó a Javier. Yo estiré la mano y como ya no podía seguir ignorándome me tendió una. Era de cartón grueso, solo tenía impreso con un ligero relieve su nombre y un teléfono de la ciudad y otro de la capital en una caligrafía elegante. Si te fijabas bien el papel no era totalmente blanco, tiraba un poco a marfil. Me quedé embobado con ella, nunca he vuelto a ver una que me parezca tan sencilla, tan concisa, elegante, es por eso que no tengo tarjetas. Además, que pondría en ella, Gordo, guarda nocturno. Gordo, invalido. Gordo, virgen a los cincuenta, bueno esto último es un chiste, por poco eso sí.
A Javier no pareció impresionarle demasiado, no creo que a Javier le impresionara nada que no fuera su cara en el espejo, rasgo una tira y la enrollo hasta hacer un filtro, se lo puso en la oreja como si fuera un lápiz y comenzó a hacerse un petardo apoyado en mí amplificador.
–¿Quién nos busca señor Baltasar? ¿Baltasar como el rey Mago?
–Llámame Baltazar, el señor sobra.
–Sí, posiblemente. ¿Quién nos busca Baltazar?
–Tipos con promesas ¿no habéis firmado nada? Desconfiar de los tipos con promesas. Sois la futura sensación... Podéis ser la futura sensación, ¿dónde está el resto? Cuando os vi en Tresillo erais cuatro. Quizás deberíamos hablar cuando lleguen; ¿van a venir?
–Supongo, deben estar al caer.
–Seguro que sí, ensayamos mucho, todos los días, nos lo tomamos muy en serio, somos muy profesionales –solté a trompicones.
–Sobre todo tú. Gordo.
Eso me dolió, yo lo intentaba, todavía lo intento. No sé si ha quedado claro que a mí me parecía que Javier, que Púas, que Parches tenían un don y yo solo podía arrastrarme detrás de ellos y no perderles de vista a base de cabezonería. No es que me viera como un chaval frágil, pero algo de refuerzo positivo no me hubiera ido mal. Ahora pienso que el que tiene un don lo tiene y punto, eso no le hace mejor que uno, sobre todo si están refregándotelo por la cara continuamente. De hecho, yo también tenía un don: ser tres veces más grande que él, aunque yo no lo veía de esa manera. Así que como siempre me quedé callado, en vez de cogerle la cabecita con una mano y aplastar su dulce cara contra la pared mientras le recriminaba que sus huesos fueran tan blanditos, tanto como sus letras. Porque ¡mierda!, puede que dude de la calidad de mis canciones, pero los textos de las de Javier, de las que tengo la total seguridad de que son totalmente suyas, las únicas que tienen algo, son esas en que habla de la droga como si fuera un amor perdido.
¿No jodas que no habías pillado que van de eso! A veces me sorprende lo tontaina que eres. Déjalo, déjalo y atiende a Baltazar:
– Soy vuestro mayor fan, os he visto en Tresillo, en Glaciar, en las fiestas del Surtidor,... Ahora no recuerdo más. ¿En Cotilla? Yo siempre estoy rondando buscando grupos nuevos. Un píe aquí, otro en Madrid. Ya entonces me llamasteis la atención. Os vi y pensé: Aquí hay unos tipos que tienen madera de estrella.
Sonaba bien lo que decía, es lo que quieres oír, pero yo pensé que no decía toda la verdad, no es que mintiese en todo lo que largaba, puede que nos hubiera visto en todos esos sitios, igual que a otros grupos. A lo mejor solo recordaba nuestros nombres del cartel –allá abajo apretados entre mil nombres más–, porque desde luego no creo que le impresionáramos para nada. Joder, yo en las fiestas del Surtidor estuve fatal y no fui el peor del grupo. Javier estaba baboso y desfasado, y los tipos de la mesa nos arrastraron a todos a un mogollón cacofónico en que nada se entendía a base de volumen y más volumen. Sí, quizá estaba Baltazar por allí aquel día, pero yo de él me hubiera largado a casa a escuchar unos discos. En Tresillo estuvimos bien; sí que estuvimos bien y Tresillo es la oficina, la segunda casa de Parches y allí ya tocábamos Bésame. Si estuvo en Tresillo cuando comenzó a escucharse Bésame tuvo un punto de partida guay para encontrarnos. Aun así, era embriagador escucharle hablar.
Parches y Púas aparecieron juntos. Hice las presentaciones, nadie me lo agradeció, más bien me ignoraron profundamente y se continuó hablando mucho rato de lo guais que éramos, de los miles de discos –cinco mil– que estaban ya distribuidos y como la discográfica se veía obligada o a perder la inversión o a continuar dándonos empujoncitos, quizá un nuevo single de cara al verano. Al final de aquel día sin intentarnos hacer firmar nada Baltazar nos había prometido tres bolos, para como él decía, ir abriendo boca.
– Mientras tocaré algunas teclas aquí y allá. Os merecéis un buen contrato, una casa que esté dispuesta a meter pasta en promoción.
Cuando empiezas, a esa edad, supongo que todos queremos ser famosos, Hay para quién es lo más importante, para otros es un extra. Te piensas que la fama es dinero, coches y chicas. Es verdad, la fama es eso, no es lo único, pero es verdad. Mientras todas estas cosas llegan, o no, lo que más ilusión te hace es tocar y en eso sí que cumplió Baltazar Armada, representante de talentos; en tres semanas no hicimos tres sino cuatro bolos. Los recuerdo como si hubiesen sido ayer. El primero, un jueves por la noche en la sala Kubala, actuamos como teloneros en la presentación del disco de un grupo de Madrid que estaba pegando fuerte, como todo lo que venía de allí por aquel entonces. Fue decisivo para mi carrera en el mundo del espectáculo, no en la manera en que me hubiese gustado, pero mira: lo fue.
Se entraba con invitación y por eso el público que se esperaba era casi toda gente del mundillo, de la prensa musical y de propina la gente más in –los habituales de locales donde ni locos nos habrían dejado entrar–. Llegamos mucho antes y según veíamos que entraba más y más gente –la sala acabó petada–, más ansiosos estábamos por tocar, aunque yo era el que peor lo disimulaba o eso me parecía; creía que todos podían verme como lo que era: un novato total, rígido como un palo dentro del traje a rallas viejo de su abuelo, en paz descanse. Un rato después de lo que me di cuenta es que la gente no estaba por prestarme atención, al menos detrás del escenario donde parecían colapsados. Unos decían que la radio venía a grabar, pero no acababa de llegar, otros que un camión de luces tenía que haber llegado, pero tampoco lo había hecho, luego aparecieron los dos equipos a la vez, había que sacar un montón de cosas de en medio para volverlas a resituar. Vi como los tipos del montaje bajaban los brazos –la verdad es que estaban quemados–. No podía soportar quedarme quieto mirando –porque temía por nuestro equipo, por nuestra oportunidad, por todo–, me quité la chaqueta y pegué cuatro gritos mientras me lanzaba a mover lo más engorroso. Yo no era un total novato en la historia y sobre todo tenía buena disposición. Al verme los roadies parecieron despertar de su estupor y todo se puso en marcha suave y rápidamente. Justo cuando empezó a sonar la música de ambiente me volví a poner la chaqueta y fui a lavarme las manos. En el lavabo un tipo que nunca volví a ver bromeó con mi tamaño y con que, según él, no había ni sudado y me dio una tarjeta de la empresa de Madrid que montaba el bolo, la acepté, aunque en aquel momento yo me veía más en Londres, grabando en Abbey Road, que en la Villa y Corte montando embolados.
Me llamaron a escena, estaba todo listo, fue una suerte: no me dio tiempo a pensar, un, dos tres, cuatro, arrancamos y... ¡todo fue como la seda!. El sonido de fábula, por primera vez unos tipos que sabían lo que hacían cogieron el sonido de mi Marshall y lo trasladaron a las columnas sin poner ni quitar nada. Mi guitarra gruñó, susurro, fue dulce, despectiva... y si yo soné así figúrate el resto del combo. Siete temas, el público bien engrasado por las copas gratis aplaudiendo a rabiar, Bésame de bis y empujados por el chovinismo, que siempre ha tenido esta ciudad, al día siguiente nuestro nombre estaba en boca, mejor dicho, en las crónicas, de todos los gacetilleros de la ciudad.
Los otros dos bolos fueron en locales guapos, pero en comarcas. Uno fue de dos días, sábado y domingo, los payeses comenzaron tirándonos cosas y choteándose de nuestras pintas. Pero Púas teatralmente se bebió de un trago un botellín de cerveza frente al público —creo que era gaseosa en realidad— y luego eructó durante mucho tiempo frente al micro y sobre la escandalera Javier y Parches atacaron con fuerza la base rítmica de… Joder, no recuerdo de qué. Sí que me acuerdo ver a Púas riendo contra el fondo de un montón de tipos que saltaban como si estuvieran hechos de goma y solo llevábamos treinta segundos tocando. Ese día me solté, fue el que me dio por tocar como introducción del bis –Bésame, claro– una tonada popular, de aquellas que todas las niñas saben tocar con la flauta dulce, pero con tope de distorsión. Todavía puedo ver la cara de sorpresa de Javier cuando la gente comenzó a rugir.
Recuerdo también cuando ya había acabado el show, sentados sobre cajas de cerveza en el almacén del garito Púas preguntarme.
–¿Qué era eso que tocabas? Sé lo que es, lo he oído mil veces; ¿cómo se llama?, lo tengo en la punta de la lengua, pero no me sale.
–El cant dels ocells, Pau Casals, rebozado con Hendrix. ¿No es así, Gordo? –contesto en mi lugar Javier.
–¡Claro que era eso! Una buena idea, ¿tienes más de ésas? ¿Dentro de esa cabeza tan gorda?
Yo comencé a dar la murga con cambiarle la persona verbal a Pajas mentales, que por hacerla más sentida no iba a perder pegada, que si acelerar Estrellas del Rock, que si patatín, que si patatán, y más y más cosas, hasta que me quedé callado mirando las caras del grupo, sin saber que leer en ellas, como tomarme su silencio, entonces Javier soltó:
–¿ Cambiar la persona verbal? ¡Hemos creado un monstruo!
Y toda la peña se hecho a reír mientras me llamaban poeta y artista, pero me pareció que no lo hacían de mí sino conmigo. Excepto Javier, por un segundo se le notó ofendido porque la gente confundiera con un alago, lo que él había lanzado como una chota, pero se unió a la risa enseguida.
Al día siguiente parecía que se había corrido la voz, se quedó mogollón de gente en puertas, no sé si por nuestro show o que por allí no hay muchas otras cosas que hacer. No aceleramos Estrellas del Rock, pero, sí que le cambiamos la persona verbal –hubo cambio de pajillero, dijo Parches– a Pajas y funciono ya lo creo que funciono. El último bolo de aquel primer paquete fue el puto festival de marras –el del video ese–; un sonido asqueroso, el escenario pequeño, lluvia, barro. Hubiese sido para olvidar si no fuera porque allí, mientras oía quejarse a todos –absolutamente todos los que eran alguien en aquel momento– del sonido, del catering, de los camerinos sin duchas... de golpe me di cuenta de que si podíamos quejarnos de los camerinos ¡Es qué éramos casi profesionales!
Después de esta primera entrega de bolos tuvimos un pequeño parón, pero luego llego otro y otro, y más. En dos meses tocamos más que en toda nuestra vida. No es que ganáramos dinero, solo el que podíamos rebañar de lo que Baltazar nos daba para movernos, pero eso era más de lo que habíamos pillado nunca. Y como de entrada no habíamos firmado nada, todo era como de muy buena fe.
No había que ser muy listo para darse cuenta de que después de movernos, a nosotros y a el equipo, a un bar en el quinto pino, en el que solo cabían doscientas personas, mucho beneficio no podía quedar. A veces pienso que Baltazar perdía pasta y todo, pero él solo decía que teníamos que foguearnos más, que no estábamos a punto, nosotros asentíamos, corríamos a la furgoneta y venga ¡a darlo todo!
Con el sencillo funcionando fueron días de éxtasis, cuando andaba por el barrio todos los chavales me saludaban y de golpe me di cuenta de que había dejado de ser transparente para las tías. Comencé a llevar sobresaliendo del bolsillo de atrás de los tejanos una libreta y un lapicito donde iba apuntando todas las frases que se me ocurrían o que escuchaba por ahí y luego las mezclaba al buen tuntún a ver si salía algo. Era todo ojos, mirando a la gente, al mundo, inventando historias sobre la marcha, tenía la sensación de que podía apoderarme de la vida si la encapsulaba en una canción. Sí, me sentía un artista. Me duró poco.