Madriz, mil novecientos ochenta y pico
No quiero pensar en todos esos detalles que dicen se me dan tan bien, no quiero pensar en dos–millones–trecientos–mil–dólares, ni siquiera en un porcentaje sobre ellos –aunque el dólar esté bajo–. Mucho menos en la chica que quiere ser cantante. Por eso mientras regreso en el tren acaricio mis recuerdos. Igual te has llevado la impresión que siempre lo estoy haciendo, no es cierto, y además pienso que el culpable de que lo haga eres tú. Con tus preguntas, con tu presencia, has conseguido transformar mi vida es un jodido flashback.
–Dame pasta, Gordo.
Dice Javier, perdón Jota, el gran puto Jota. Tu héroe. Sospecho que me engañas, que desde el primer momento sabías quien era yo, que te has acercado a mí con la única intención de saber más cosas del gran artista. ¿Me equivoco?
–Dame pasta, Gordo.
Son las únicas palabras que me suele dirigir a lo largo del día. Yo siempre contesto no. Luego guardo silencio. Mi puesto de trabajo tiene un nombre muy largo que he olvidado, productor y no sé qué más. No importa soy el amo, soy el más joven de la troupe, pero soy el amo. El motivo es sencillo: soy el que tiene el dinero.
Esta producción es complicada, la estrella no es mucho de fiar. Por eso hay muchas reglas. La estrella se las salta y yo pongo más reglas. Baltazar tenía razón: Javier no retiene un duro, se fulmina el sueldo, el anticipo o como quieras llamarlo en cuanto lo pilla. Desaparece una semana, ilocalizable. Luego regresa y entonces está en poder de la productora durante el resto del mes. En mi poder. No me aprovecho, solo le obligo a seguir el planning, que puede ser un coñazo o no, según como te lo tomes. Él se lo toma mal. Yo pienso que todo el tiempo que no dedica a visitar camellos, lo considera tiempo perdido
–Acumulo experiencias, caminando por el lado oscuro –Le oigo decirle al pasillo vacío.
Lleva declamando frases por el estilo toda la semana, las suelta en cualquier momento, no es que hable solo, sino que ensaya su papel. Está línea ya se la he oído como con cien entonaciones diferentes.
–Me suena a ya escuchado –acabo por soltarle.
–Será a ya dicho. Además, nadie ha pedido tu jodida opinión.
–No es una opinión, es un hecho. En diez minutos, abajo.
–¿Dónde vamos?
– Pequeña radio local, deslúmbralos.
Lo hará, no tiene dificultad con eso. Solo tienes que conseguir que llegue a la hora y luego soltarlo. Es tan bueno cuando anda suave como cuando está áspero. Cuando no va puesto se queja de lo mal que anda el mundo, los oyentes no parecen darse cuenta de que habla de lo que es su único mundo: él. Por mi parte tengo la sensación de que llevo toda la vida haciendo esto, de una radio a otra, de una pequeña actuación a otra, no es exactamente una gira, es promoción, la productora no gana dinero, lo pierde. Jota lo gasta a una velocidad que a mí, el gran tacaño, le parece inaudita.
–Dame pasta, Gordo.
–Hoy no hay dinero.
–¿Qué coño dices?
–No hay dinero.
–¡Oye escucha: tengo que...!
Ya no le escucho. Mañana tenemos cuatro días de grabación, es mucho trabajo para mí, muchas pequeñas e invisibles tareas de esas que dicen se me dan tan bien y tengo que llamar a unos teléfonos, leerme unos papeles y mirarme planos para conseguir llevar allí a todo el equipo sin que, de entrada, me desplumen los taxistas. Soy muy joven para este trabajo, es una suerte que se hayan dejado de llevar las patillas, porque yo no me afeito más de una vez a la semana y por cumplir. Javier está frente a mí hablando, pensé que ya se habría largado, realmente tengo un don para ignorarle. Javier desde que es Jota ha cambiado, es como una estrella que se hunde sobre sí misma, quemando con más fuego que nunca. En serio, él mismo lo dice en una canción.
–Estoy hasta los mismísimos huevos de que me des la espalda, Gordo, te estás acercando al límite.
Lo dice mientras me apunta con el dedo, como si fuera un arma. ¿Sería capaz de atrapar al vuelo ese dedo que revolotea frente a mí y quebrárselo? Es el índice de la mano derecha; ¿podría sujetar la púa con el corazón y continuar tocando? Yo también he cambiado, antes no hubiese contemplado siquiera la posibilidad de un acto violento para resolver nada y menos mi propio fastidio.
–Quéjate a tu representante. Si no tengo nada para ti es que no tengo nada para ti.
–Pronto, en cuanto esto se ponga en marcha, procuraré que para quién no haya nada sea para ti.
–Seguro que se te da muy bien. Ahora nos largamos ¡a la radio!, el taxímetro ya debe estar en marcha.
No le espero, me largo empujando la barra antipánico de una puerta que da a una ciudad que no entiendo. Javier es incontrolable. Es de un egoísmo primario que le hace revolverse solo ante la idea de una rienda. Me he ganado el sueldo; estas semanas han sido un descalabro total, si las mides con los criterios de la productora y un éxito absoluto en cuanto a crecimiento del ego del artista. Jota tiene una opinión: él puede hacerlo mejor, por eso merece más. Más está hay fuera esperándolo, en unos cuantos locales donde un centenar de personas simulan no darse cuenta de que están rodeados de periodistas dispuestos a pregonar cualquier chorrada que les ocurra.
–Es culpa de los socialistas.
Baltazar Armada no es extranjero en ninguna parte. Su patria es donde esté el negocio. Él no duda que el eje del negocio gira ahora mismo sobre este lugar, tampoco duda que gira mucho más deprisa de lo normal, si es que normal es una palabra que se pueda aplicar al mundo del espectáculo.
–Primero se les ocurrió que los artistas patrios tenían que pagar impuestos como todo hijo de vecino. ¿A quién se le ocurre? Este es un país de pandereta. ¿No lo habías oído decir? Es nuestro mayor atractivo, nuestra identidad. Las tres pes, no lo olvides nunca: playa, paella, pandereta.
Pongo un poco más de licor en su vaso, me gano una expresión de recelo y luego él continúa educándome.
–Todos salieron corriendo hacia Miami. Julio fue su profeta, su Moisés, él les enseñó el camino. Eso le sentó fatal al estado, y cuando digo al estado no me refiero solo a los chicos de chaquetas de pana que gobiernan ahora, me refiero a ellos y a los otros, a todos. Después de toda la pasta que habían descargado sobre ellos durante años y años ahora cogían y se piraban. ¿Tan frescos?
–¿Qué pasta?
–¿Cómo qué que pasta? Ya en tiempos del tío Paco, santamente enterrado bajo una piedra muy, muy grande, este estado decidió que mejor no parecer tan bestia e invertir en un bonito barniz cultural.
–¿Franco promocionó la cultura?
–Protegió a los artistas, les hizo un jodido régimen laboral para ellos solos: Artistas y Toreros. Mejor trato que con los mineros y sin tener que montarse revoluciones de octubre... y cuando la cosa comienza a funcionar los jodidos pillan y se piran por patas. Es algo difícil de tragar... Échame un poquito más de ese elixir, total ya estoy borracho, así. Así. Bastante. ¿Por dónde iba?... Sí: no importa, nos gobiernan hombres jóvenes y modernos, se miraron los unos a otros, reconocieron la decisión en los rostros de sus camaradas y todos a una pensaron que si se había perdido nuestra clase artística tradicional podían salir hay afuera y encontrar otra. O al menos dar un ojo a ver que se mueve.
Baltazar Armada intento acabarse un vaso que ya estaba vacío, y con cara de decepción lo dejó muy suavemente sobre la mesa.
–Estás diciendo que es un montaje.
–¿No te lo había dicho ya? Todo es siempre un montaje, ¡joder! Esos tipos, los artistas, siempre andan por ahí sintiéndose especiales y queriendo explicar su pequeño y aburrido mundo a cualquiera que se acerque demasiado. Solo que de cuando en cuando, por algún motivo, la gente, el público, decide admitir que en realidad ese pequeño y aburrido mundo es igual al suyo y eso les libera. Este país, este estado, en este momento, necesita artistas y yo pienso darles todos los que pueda y ahora basta de charla ¿Jota? ¿Qué hace esa gran estrella? ¿Estrellarse junto a nuestro presupuesto?
¿Qué es lo que hace Javier? Promoción, escrupulosamente, no tiene más remedio. No estoy de acuerdo con Baltazar en casi nada, de entrada porque, cuando le da por empinar el codo, no entiendo la mitad de las cosas que dice. Aunque me dejan un regusto de verdad eso solo significa que tienen un cierto valor poético, pero sí estoy de acuerdo en que todo se está moviendo a cien por hora y las oportunidades están en el aire. Las radios descubren grupos con el fervor de evangelistas y la gente se comporta como si no tuviera casa a la que volver. Visto desde fuera Javier ha llegado a la masa crítica: ya no va a los sitios a ser visto, sino que un sitio existe porque él está ahí. Y Jota está en todas partes, eso es estar en todos los estrenos, en las galerías, en el café Gijón garrapateando no sé qué en una libreta de tapas blandas que le sobresale del bolsillo trasero de los tejanos –sí, una puta libreta como la mía–, en el rastro con gafas oscuras comprando discos de Karina y Antonio Molina, Esta hasta en Las Ventas con un puro apagado en la boca.
Se ha hecho una colorida corte de incondicionales, cegados a medias por su carisma y el dinero de la productora. Siempre a su alrededor hay un ambiente electrizado. Todos hablan en voz muy alta, los tipos esconden las barrigas y las chicas se ponen de puntillas a la menor oportunidad. Todo es una fiesta, o lo sería si produjera una sola nota, un solo verso. De eso se queja Baltazar. Y otros tipos serios que aparecen con él cuando menos te lo esperas, tipos cuidando una inversión.
Si alguien me preguntara diría que Jota tiene dos problemas para despegar, el primero es que no tiene una banda. ¿No hay músicos en la Villa? Los que quieras, pero por cuestiones de carácter, contratos o los que sean no cuaja ningún combo. Además, Javier es bajista, necesita un guitarra y estos siempre cuestan más en ego y pasta, ¿no te lo crees?
Los cuatro días que pasamos en el estudio son un desastre, la libreta de Javier tiene muy pocos versos y muchos teléfonos de esos que cambian cada poco. El ingeniero habla un rato sobre Londres y baterías electrónicas y después Javier le despacha. El tipo parece aliviado. Un guitarrista con el que ya se había ensayado un par de veces pide más pasta, reconocimiento y ositos de goma amarillos y es despachado. Baltazar parece aliviado. Un arreglista no tiene nada que arreglar y pasa los cuatro días, feliz de la hostia, jugando al millón en el bar de al lado. Al tercer día Baltazar se presenta con una sección rítmica –bajo batería–, extremadamente joven y con ganas. Tiene un aparte tenso con Javier durante diez minutos del que parece salir vencedor porque después Jota se cuelga del micro y el cabrón se pone a chillar Neruda por él
y encima lo hace mejor que yo.
–Esto es muy arti –dice Bum Bum el batería.
–Esto mola –dice Bam Bam el bajista.
Suena bien, no es Javier, ni Jota, ni ninguna puta personalidad más que se quiera inventar, es Gordo en estado puro, Gordo con más voz, Gordo más psicótico. Ya ni siquiera soy el Gordo original.
No soy consciente, pero es justo en ese momento cuando dentro de mí acepto que no hay ningún tipo de justicia poética allá atrás, equilibrando balanzas y decido que no voy a colaborar más con... ¿el mundo?, ¿la vida? Mi decisión parece acertada: Baltazar me sube el sueldo. Algo es algo, me digo, pero definitivamente no tengo bastante.
Los tipos de los trajes caros hacen caras escuchando la maqueta; después, mientras yo, gigante e invisible, recojo cable, les oigo murmurar entre ellos.
–Esto no va a subir muy arriba.
–A lo mejor sí. En septiembre se cumplen diez años de la muerte del poeta –o son nueve–.
–Es igual, busquemos una efeméride, siempre la hay.
–¿Cuál?
–La visita a España, el Premio Lenin.
– Busca algo mejor, no seas rojeras,.
–¿Por qué no?, si está de moda serlo.
–Sí, mucha gente se subirá al carro.
–De acuerdo.
Jota aprueba, aprueba con nota. Jota y Canción de amor desesperada (fragmento) empaquetados en un Super 45rpm, un sencillo de tamaño gigante adecuado para ser pinchado a un volumén enorme, cierra las sesiones en las discotecas. Jota es un artista serio. Jota es sensible. Jota es guapo. Jota está enfadado.
–El mundo, ahí afuera, se está expandiendo en todas direcciones, rompiendo barreras, en total enfrentamiento con el pasado. Jota es uno de los artistas que lo está haciendo.
Dice el presentador y Javier salta al escenario y les da más de lo mismo. Al público parece gustarle, a mí me parece que... ¡mierda! no sé ponerle defectos. Al rato me pregunto: ¿el mundo de ahí fuera se está expandiendo? ¿Ahora? ¿O lo ha hecho siempre? No tengo veinte años, es imposible que pueda tener una opinión, ¿con que puedo comparar el ahora si para mí todavía siempre es ahora?
Baltazar me respeta, que significa que ha descubierto o puede que siempre haya sabido que puede sacar algo de mí y luego venderlo con beneficios. Hoy me sondea, me pregunta que estoy leyendo últimamente, yo le contesto que Zipi y Zape. Al final, cuando ya se ha tomado la última copa, suelta que le gustaba más su apuesta original –no es la primera ni la segunda vez que lo dice, ya casi me lo creo y todo–, que sería más cómodo que el jodido Jota aceptase que no tiene todo, que necesita..., ¡joder!, algo que ya tenía. Ahí se queda callado, es una suerte porque me estoy cabreando, no sé si tenía se refiere a mí, al grupo o a lo que sea. ¿Me tenía? Sí, por eso me molesta tanto. Baltazar abandona su pose de maestrillo y vuelve a la de productor jefe o como se diga.
–Gordo, te han soplado un arreglo, pasa continuamente, esto solo es un negocio.
–No te quito la razón. Súbeme el sueldo.
–Ya te lo he subido. Hay que conseguir que la estrella pase más tiempo ensayando, en el estudio, Neruda solo ha sido un parche.
–Díselo, amenaza con despedirlo.
–Gordo: no puedo despedirlo, Jota funciona sin hacer nada. Tú eres testigo, le adoran al menos por ahora; necesitamos que nos dé algo, combustible para la máquina.
¿Combustible?, ese es su segundo problema –recuerda que dije que tenía dos–, o puede que este sea el primero y todos los demás cuelguen de ahí, del consumo de tiempo y de creatividad que le provocaba la búsqueda constante de su mierda. Javier pierde mucho tiempo con su combustible, rondar por la ciudad, esperando, preguntando, se había convertido en una especie de hobby para unos cuantos, después se transformaría para muchos en una forma de vida. Una vida sencilla con objetivos claros y castigos terribles.
–No sé por qué hablas conmigo, yo solo puedo hacer que su cuerpo esté a la hora que toca en los sitios, pero yo no controlo su mente, no le puedo obligar a escribir canciones. Puedo hacerle seguir tu horario, lo tendrás en la radio que digas a la hora que sea, pero ¿componer?, sus prioridades ahora mismo son otras, está más interesado en conseguir para ponerse, ponerse, salir de marcha a demostrar lo gran estrella que es, volver a ponerse y dormir. Tan interesado que cuando no está haciéndolo está pensando en ello, y le queda muy poco tiempo para nada más.
–¿Piensas que ese es el problema?, ¿qué sus vicios le absorben?
–No te hagas el tonto conmigo. Sí, ¡joder!, es un yonki. ¡Estás intentando liarme! ¿A dónde quieres ir a parar?
–A que quizás deberíamos ponerle fácil lo de…
–¿Quieres ser camello Baltazar? Traficar con drogas es peligroso, un delito.
–No, claro, pero algo hay que hacer. Tú lo acabas de decir: es peligroso. ¿Has oído lo del poblado chabolista?, ¿De los nuevos ex-amigos de Javier?
–¿De qué me estás hablando?
Pregunto, pero en seguida me viene a la mente algo que he leído en el periódico, algo de un tiroteo con escopetas en un barrio marginal, un barrio que de siempre se ha considerado un punto de venta de drogas. Baltazar no puede estar hablando de eso, ¿no? ¿En que berenjenales te estás metiendo Javier?
–Solo te diré que faltó poco para quedarnos sin representado. Acabó metido en una situación que alguien debería preocuparse que no se volviera a reproducir.
Baltazar hace un gesto mefistofélico y se queda como esperando una respuesta por mi parte. Tardo unos segundos en comprender sus intenciones.
–¿Pretendes qué sea yo su… ¿conseguidor? ¡Nooo!. Además no sé por qué me ha de costar menos tiempo y esfuerzo a mí que a él encontrar drogas, él debe ser un experto y a mí no me interesan –al menos las mismas que a él, me callo.
–Porque como tú no las tomas, solo has de encontrarlas una vez, o dos.
–¿Estás diciendo que salga por ahí, consiga un saco de caballo y luego se lo vaya dando a cucharaditas?
–Exactamente.
–¿Exactamente? Aunque sea el puto Javier… no sé si quiero sentirme responsable de que acabe enganchado de la hostia y… mate a su abuela o algo así. Esas cosas pasan.
–No deberías sentirte responsable, el cabrón tiene su propio karma. Además, no tiene que ser eterno, solo queremos que cumpla con las fechas del programa ¿no?
–La droga mata, puede palmarla.
Baltazar por un segundo parece quedarse mirando a un pasado que no le gusta nada, antes de contestar.
–Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Si continúa dando bandazos por ahí seguro que lo hace.
–¿Tienes algo más que contarme?, ¿algo que acojone más que tiroteos entre chabolas?
–No te interesa lo que pueda contarte, en serio, vivirás más tranquilo. Solo te diré que hemos de sacarlo de las calles, ya. Eso o buscarnos un nuevo empleo. ¿Puedes intentarlo? ¿Pensar alguna manera?
Lo que me pongo a pensar es en buscarme otro curro, conozco gente en el mundillo, algo me saldría, creo. Podría enviar a la mierda a Baltazar y Javier, ya lo creo… Pienso esto pero me lo guardo como un as en la manga y lo que contesto es:
–Por poder, puedo.
–¿Cuánto dinero crees que necesitas?
Necesito ¿para qué? ¿Para mantener dócil y sedada a la estrella? ¿Para cobrarme de paso sus ninguneos?
–No tengo ni idea, pero no será barato –contesté.
No la tenía es cierto, pero para mi sorpresa lo averigüé rápido: una cantidad importante, de la que una gran tajada se podía quedar en mi bolsillo, una con tantos ceros que me olvide de mi primera intención de despedirme.
Y olvidando esto di un nuevo paso que me alejaba más de quién yo era, de quien había sido hasta aquel momento. ¿Por qué un chaval que hasta hace muy poco pensaba que la vida te devolvía tan buen rollo como tú le dabas a ella y que al final recogías tanto amor como habías sembrado aceptaba hacerse camello? Las drogas duras y el amor se excluían mutuamente.¿ Aquel chaval que decía que con la relación que fuera capaz de mantener con la música tenía bastante pago porque ahora solo pensaba en el dinero?
La distancia te de criterio, parece que sin verbalizarlo había llegado a la conclusión de que, no siendo una panacea, la única herramienta que no te debía faltar, la que nunca pesaba demasiado en tu zurrón, era el dinero, este era la única frágil defensa contra las corrientes de la vida. Ese chaval no es consciente de que eso antes solo era una pequeña parte de su filosofía y ahora es el todo. No busca escusas, no se las plantea ni delante de él mismo. Él es y no es simultáneamente consciente que también está en permanente cambio –¡mierda!, digo él, porque casi no me reconozco–, las líneas rojas que ayer le parecían tan claras se difuminan en cuanto se acerca a ellas. Las barreras morales siempre se derrumban ante el choque con la vida. Pero entonces no reflexioné sobre esto –porque sí, él era yo–, o no quería hacerlo, solo me dejé llevar por el ritmo de la época. Fue fácil yo era parte de él. Sin saberlo, sin llegar a ser consciente del todo estaba gozando de otros quince minutos de fama. Porque si donde iba Jota era donde todos querían estar, el lugar donde en ese momento era el ahora, yo era el tipo fuerte y feo que siempre estaba también ahí. Ahora me parece tan triste esa fama inesperada.
En resumen, tenía las credenciales exactas para triunfar como camello: joven y visible, conocido en la movida de la ciudad. Tenía condiciones, pero de entrada fracasé, todo el mundo decía que conocía a un tipo que conocía a un tipo con el que al final no se podía hablar porque estaba en Laos o en Carabanchel. Lo único que conseguía fueron súplicas de que si me enteraba de algo no dejara de avisar. Visto desde ahora lo más normal es que debería haber abandonado tras cinco o seis negativas, pero no lo hice. Creo que me dejé contagiar por el ambiente de ligera histeria, de deseo apenas contenido que rodeaba la historia y en vez de renunciar a ocuparme del tema comencé a perder mucho tiempo con él, ya lo he dicho: puedo ser muy cabezón, mucho. Lo cierto es que me jodía que no cuajara lo que en aquel momento me parecía un negocio redondo: el capital era de Baltazar, nadie me pedía cuentas y ya puestos no hablábamos de suministrar únicamente a Javier sino a su corte, a todo el mundo, tal era el hambre que había en la calle por el caballo, pero no creo que fuera solo eso, ni siquiera era lo primordial. Había mucho de sentirse integrado en una especie de juego clandestino limite, en el que por un motivo que se me escapaba yo deseaba triunfar.
La respuesta a ¿cómo conseguir un proveedor medianamente de fiar?, que era la pregunta en la que habían cristalizado todas mis cavilaciones, me vino a la cabeza de golpe: puedes conseguir un proveedor de fiar o uno al que ya le hubieras partido la cara. Parches –y sus primos–; si ellos no sabían nada es que no había nada que saber. El problema es que a Parches podía pesarle más las cuentas pendientes conmigo que las futuras. Dinero, dinero, sin él no se puede estar. Me decidí. Tenía que localizar a Parches.
Tenía tres teléfonos, el de su casa, el de Tresillo y el del Bar Aldana. El de su casa me daba pudor usarlo para una movida de estas, Parches no lo iba dando fácilmente y menos para trapis. Por la hora que era no valía la pena llamar a Tresillo, así que llamé al Bar Aldana, allí si no estaba podía dejar recado. Tuve suerte y le pasaron el aparato.
–¿Quién es?
–¿Todavía te duelen los morros?
Silencio. Nunca había tenido a Parches por rencoroso, pero claro nunca le había partido la boca tampoco. Eso le cambia el esquema de las cosas a un tipo.
–Gordo, cabrón, los morros no, el orgullo sí.
–¿Tengo qué vigilar mi espalda?
–Claro, siempre; pero no por mí. Soy como los gatos, bufo mucho y me aburro rápido. ¿Qué haces?
–El idiota. Para tipos más listos que yo.
–No se te ve por aquí.
–Estoy en Madrid. Conseguí un curro, como no tenía nada en Barna que no fueran problemas me abrí.
–No te hacía tan aventurero.
–Yo tampoco.
–Te has enterado rápido. No te va a salir gratis.
–No sé de qué me estás hablando.
–Mejor. ¿Tenemos qué quedar?
–Claro. Este viernes por la noche estoy en Barna. ¿dónde te va bien?
–¿A las diez en el local?
–A las diez.
Me cuelga. Ese viernes cojo el avión por primera vez en mi vida acojonado por volar y por presentar la nota de gastos a Baltazar si todo quedaba en nada, pero ¡qué coño! era productor no sé qué ejecutivo ¿no? Lo que fue el vuelo se me pasó en un suspiro, no así al hombre que se sentaba a mi lado que no dejaba de hacer ruidos de incomodidad cada vez que yo inspiraba y ocupaba un poco más del estrecho espacio. Al final me quedé mirándole fijo y el enmudeció. He pasado de ser conciliador a intimidante con tal facilidad que me hace sospechar si no será esta mi verdadera cara o la única que el resto de la gente quiere reconocerme. Por contra el viaje desde el Aeropuerto del Prat a la ciudad me pareció eterno, pero al final terminó.
Me sorprende ver que el barrio está igual. Por un momento pienso en pasarme por casa de la familia, pero se me hace terriblemente fatigoso. Es un sitio donde solo encontraré tareas pendientes y ningún apoyo, me convenzo. Bajando la rampa del parking camino del local me digo que todo está igual porque es imposible que nada haya cambiado, fue ayer prácticamente cuando me fui. Es a mí mismo al que noto distinto y no ver cambios en el exterior me choca.
Es un viernes por la noche y en el pasillo de boxes hay una cacofonía en el aire, al menos hay tres grupos diferentes ensayando y el resultado es un ruido que te entra, más que por los oídos, a través de los pies hasta el estómago. Abro la puerta del local no sin fijarme que hay no dos si no tres candados nuevos, durmiendo colgados de sólidas hembrillas de acero y ¡sorpresa!, el local está lleno de equipamiento hasta las trancas. Sentado en un taburete de batería bajo el único fluorescente Parches fuma en una posición que me recuerda al pensador y supongo compuesta en mi honor.
–¿Has montado una tienda, Parches?
–Más bien la he desmontado. ¿Cómo te has enterado? ¿Todavía quieres hacerme creer que estás en Madrid?
Me molesta la duda de Parches, ¿cree que tengo algún motivo para mentirle? De golpe no le soporto, quizás no sea tan idiota como Javier, pero todas las risillas que se ha hecho a mi costa me doy cuenta de que las tengo muy presentes. Mejor que no se le escape ninguna o a mí se me escapará una hostia y luego puede que otra, y otra. Pensar esto me pone de buen humor y le contesto con una sonrisa y abarcando el local con los brazos.
–Esto, todo esto, es una sorpresa para mí.
–¿Sorpresa?
–¿De dónde sale todo…?
Callo, me he fijado en uno de los amplis puesto en batería contra la pared, reconozco el flanco, lo reconozco como quién ve la cara de un amigo, de un familiar entre la multitud. ¡Joder con Parches! Me acerco y saco el cabezal de sobre el altavoz y aunque no tengo duda alguna examino el frontal y luego el interior desde la trasera, donde los clips artesanales que refuerzan la sujección de las válvulas de previo me acaban de confirmar su identidad.
–¡Este es mi niño!
–No del todo... temporalmente tengo la custodia.
La puerta se abre y dos chorbos entran con cara de ser muy malos y muy decididos en el local, uno lleva un cacho de cadena y el otro un palo en la mano. De entrada, me pregunto para que, hasta que me doy cuenta de que es por si yo me pongo tonto. ¿Me voy a poner tonto? El cabezal que llevo en la mano pesa sobre veinte kilos, aunque yo lo maneje como una radio de transistores, creo que podría volarle con él la cabeza al que está más cerca de mí y al otro… podría pegarle con el mismo Parches. Pensar esto me hace todavía más gracia, sonrío, decido ignorarlos y vuelvo a poner el cabezal sobre el altavoz con cariño. No puedo evitar darle una palmadita, como quién acaricia un caballo para tranquilizarlo. Me paseo lentamente por el poco espacio libre que queda ahora, palpando los cantos y los estuches que allí descansan. Es como tu cumpleaños; mejor, como el día de reyes, como todos los días de reyes juntos.
–¿Qué tienes aquí: el almacén de alguien?
–Poco más o menos.
–Nunca se me habría ocurrido. Fui a por Javier, pero se me escurrió como la víbora que es entre los dedos. También arrambló con tu batería, es cierto.
–Mi niña no estaba, no sé si se la pulió en otro lado o se la llevo con él.
–Si la tuvo ya no la tiene, no.
–¿Cómo lo sabes?
–Curro para él, miento, curro para su representante. Tengo muy claro el material que tiene y el que no.
–¿Cómo lo aguantas?
–Por dinero, macho. Por dinero. Por cierto, es de eso a lo que venía a hablarte.
–Habla.
Mi lento paseo me ha llevado cerca de él, me siento sobre un monitor, les lanzo una mirada neutra a los chorbos y me inclino cerca de la oreja de Parches y comienzo a cuchichearle. Lo hago durante mucho tiempo y luego él lo hace durante más rato todavía. Parecemos dos niñas contándonos secretitos. Al cabo de un rato descubrimos que nos entendemos muy bien.
Al poco, al gran Jota le presentan –más bien se le presenta– un tipo tan ocupado, tan sigiloso, que solo se aviene a llevarle genero donde y cuando considera que es el mejor momento, un tipo que no gusta de los disco-bares y la noche, él prefiere acercarse a los locales de ensayo, o quedar después de comer en un anónimo bar de currantes, estos horarios, estos sitios, resultan que también son los mejores para el Jota músico que parece renacer.
Porque Javier decide que a la fin, él es músico, que esto es lo que le diferencia de todos los otros pavos reales que inundan las salas de la ciudad y que tiene que continuar demostrándolo. Por eso comienza a pasar mucho rato en el local de ensayo, con la libreta de tapas blandas en la mano, pidiéndoles ritmos a Bum Bum y Bam Bam, para luego quedarse mirándolos plácidamente, como si fueran algún tipo de curioso animal ruidoso, sin parecer dirigirse en ninguna dirección en particular pero dispuesto.
Se suponía que probaría un guitarra, pero le dijo a Bam Bam que la tocara él, que lo hiciera como si fuera un bajo. No entendí qué quería decir, como sonaba eso en su cabeza, hasta que comencé a escuchar los riffs inacabables que son el sello de la grabación. La guitarra suena solitaria y repetitiva. Sus armonías suenan desganadas y la voz… la voz canta a la confusión juvenil en unos timbres que van desde la desesperación a la rabieta, para acabar escupiéndonos a la cara su desprecio.
Baltazar y los tipos silenciosos dejaron de quejarse, ya tenían algo, no exactamente lo que querían, pero lo tenían y eran de la opinión que algo era mejor que nada y que el público que esperaba ahí fuera estaba dispuesto a comprar cualquier cosa que le dieras a escuchar, mientras fueras repitiendo sin cesar que aquello era nuevo, era nuevo.
A mí me hubiese encantado decir que el resultado era aborrecible, pero ya había logrado aceptar que me gustaba todo lo que hacía Javier, hasta cuando era evidente que lo que hacía era empujar adelante o atrás una idea que era mía o de otro. Tenía que haberlo detestado, pero estaba demasiado próximo a Bum Bum y Bam Bam y eso era muy cerca del punto cero desde donde surgía el sonido. Así que me juré que era capaz de distinguir entre el artista y su obra y seguí adelante con lo mío. Lo jodido es que él continuó con lo suyo. ¿Qué quiero decir con esto? No es tan complicado, ya sabemos el pie que calza tu ídolo. ¿Detalles? Vale, tu solo imagínate la parte de atrás de un estudio —no más que una pequeña nave industrial blanca, con un letrero de colorines, bueno, el letrero está al frente, aquí solo hay un contenedor de basura– y a dos tipos uno enorme y otro pequeñajo fumándose un peta y por la magia de la literatura acércate y escúchalos.
–Seco y rítmico, seco y rítmico, por ahí va lo que quiere. ¿Tú como lo ves, Gordo?
Me pregunta Bum Bum –que es el tipo pequeñajo– rodeado por una gran nube de humo blanco que parece engancharse en sus rizos.
–Sí y no, no del todo.
–¿Qué coño quieres decir?
–Joder no sé, suena como... como ladridos de un perro con tres patas –le digo yo, también rodeado de humo y puesto en modo soñador artista.
–¿Un qué?
–Un perro con tres patas, sí. Imagínate un perro ganso, viejo, todavía fuerte, lleno de cicatrices y con solo tres patas, gruñéndole a todo. No sé si me tiene que dar miedo o pena.
–Vale, y ladra la puerta de un garaje, donde hay un carro de aquellos americanos, con el capo levantado detrás.
–Y los músicos, vestidos de mecánicos, llenos de grasa están sacándole, no, metiéndole el motor al buga.
–Un motor enorme... Gordo, voy fumao.
Y nos partimos la caja un rato con la idea y con otras ocurrencias –porque Bum Bum y yo teníamos muchas ocurrencias– antes de volver al tajo. Fin de la secuencia.
Un perro con tres patas ¿te suena? Sí, es la portada del disco, bueno casi. El perro no tiene tres patas, tiene las dos delanteras tensas y fuertes mientras los cuartos traseros descansan sobre una silla de ruedas canina –que era una cosa curiosa de ver entonces–, te mira desafiante desde el centro de la portada frente a la puerta entreabierta del garaje. Un poco más atrás Jota, junto al capo levantado de un buga, se limpia las manos con un trapo y mira a ninguna parte.
A mí que el fruto de un petardo hubiese acabado materializándose me encantó, ya estaba si no acostumbrado, sí resignado a que Javier me picara las historias. A Bum Bum le molestó, le vino de nuevo. Él se pasaba el día teniendo ideas –algunas de buenas, otras de absurdas, como todo el mundo– y proclamándolas. El gran artista siempre hacía como que no le escuchaba. Creo que aquella tarde cuando se encontró con el decorado, el fotógrafo y el pobre perro, sin que nunca nadie hubiese vuelto a comentarle nada de la historia se sintió robado. Y eso que creo que nunca pensó que utilizarían la imagen. Daba por sentado que Jota o la compañía tendrían sus propias ideas, que serían ideas mejores, por eso eran los jefes ¿no?
Ideas, creo sinceramente que Javier nunca pensó que robaba una idea. Él las hacía suyas sin más. Las abrillantaba, pulía y luego las presentaba como algo muy íntimo que surgía de su interior con gran esfuerzo. Javier creía que todo era suyo, que todo se le debía y que podía cobrárselo cuando le apeteciera.
La producción, el empaque del todo que es el artista y su obra, se aceleró, un montón de fechas se cuadraron y todas las ideas que Jota había ido recogiendo y masticando por ahí quedaron fijas en cinta magnética. Era una grabación que sonaba muy plana y que debía ser remezclada por un ingeniero de lustre, –aunque yo no había oído hablar de él en mi vida–. Fueron dos semanas más de pedir taxis y llevar los bolsillos llenos de monedas para telefonear. Pero al final Jota se quitó los auriculares para anunciar al mundo que había terminado. Baltazar volvió a caminar erguido y sonriente y yo me quedé en el paro.
En realidad, me alegré. Baltazar me contrató porque pensó que yo no podía ser fascinado por Javier y eso le permitiría echar un ojo directo a sus movidas, acertó en que yo no sería alguien muy dispuesto a dejarle pasar nada. De propina soy joven, robusto y fascinado por la farándula. Un candidato perfecto a cargar y descargar furgonetas.
Pero ahora ya no quedan más furgonetas que descargar, todo se ha detenido. La industria vive pendiente de las fechas. ¿Quién saca qué cuándo? es su mantra. Después del disco se podrá girar, según como vaya el disco más fechas tendrá la gira, cuanto más se gire más se venderá el disco. Pienso en ello mientras apuro mi cena, ensalada verde y dos pescadillas que se muerden la cola.
El artista anteriormente conocido por Javier ha vuelto a casa y ha dejado huérfana a su corte y desempleados a Bum Bum y Bam Bam –más aún que a mí–. Ellos no parecen afectados, están seguros de que Jota contará con ellos cuando empiece el meneo, como no va a contar si hasta se les ve en la foto de la contraportada. Vale están al fondo y oscurecidos, pero se les reconoce, aunque más fácil sería reconocer al perro en silla de ruedas. Yo no espero ser tenido en cuenta. Javier está crecido y a poco de que vaya bien será capaz de poner condiciones y una será que yo me desvanezca en la distancia. Demasiado a menudo pienso en vez de desvanecerme en acercarme a los pisos de los militares y romperle el cuello, creo que haría un sonido muy satisfactorio.
No tengo a donde ir o puedo ir a donde quiera, es cuestión de punto de vista. Soy joven y tengo algún dinero en la caja de ahorros. Tengo más dinero escondido por ahí. Tengo una participación en ciertas movidas con Parches y sus primos. No pago vivienda, llevo mucho tiempo apalancado en casa de Bum Bum –igual que Bam Bam–. Este es el antiguo piso de alquiler de sus padres, dentro de una finca afectada, que significa que está pendiente de derribo perjudicada por una enfermedad del cemento que la hace insegura, cara de reparar y en un terreno demasiado valioso para que sigan viviendo pobres en ella. Mientras llega la ejecutiva de desalojo, que a este paso puede tardar un par de años más, es nuestro centro de operaciones. El piso contiguo ya está vacío y su puerta tapiada, pero nos hemos abierto paso con una picoleta hasta él a través de la pared del salón, que ahora es enorme y está recubierto, paredes y techo, con cartones de embalar huevos que es bueno para evitar que rebote el sonido, pero no para que no te odien los vecinos. Ensayamos continuamente para desespero de los otros últimos resistentes del edificio. Bum Bum tiene dos baterías, una en el salón/local de ensayo y otra en la que se supone es su dormitorio, como es una habitación pequeña no cabe además una cama y duerme sobre una tira de espuma estirada que luego enrolla y usa para rellenar el bombo y darle más calor al sonido, sea lo que sea que signifique esto para él. En la otra habitación hay una gran mancha de grasa en la pared justo donde toca la cama y la cabeza de Bam Bam que se declara espartano y alardea de lavarse el pelo solo con la lluvia.
Gordo, yo, ese tipo, estuvo adelgazando siguiendo el régimen más antiguo del mundo: no comer. Gordo supo que adelgazaba porque así se lo decía la báscula, aunque ni él ni nadie lo podría asegurar. Su constitución ósea continuaba haciéndole parecer una cabina telefónica especialmente grande, así que renunció definitivamente a ser modelo de bañadores y se compró más trajes viejos en el rastro, de esos que le dan el aspecto del enterrador más joven del mundo.
Baltazar no me olvida, me va consiguiendo trabajos de una o dos noches –monta, desmonta y controla las horas de esa pandilla de vagos– y algún bolo tamaño XS. Un día entro en pánico, por primera vez me doy cuenta de que la estructura que mantiene el orden de la vida de los jóvenes de mi edad no existe, no tengo trabajo y mi familia pasa tan alegremente de mí como yo de ella. ¿Como reacciono? Me vuelvo espectacularmente tacaño. Abrazo el vegetarianismo por razones económicas hasta que descubro las sardinas. Voy a las reuniones de los Hare Krishna por la comida que reparten después y por el sonido de la tabla durante. Escribo canciones. A cada recurso armónico que domino le sigue una canción que lo aplica. Son horribles estafas, todas intentan mostrar una versión falsa de mí, ni siquiera la versión que yo quisiera ser, sino la que creo que querrían los demás. Acabo hablando de recuerdos falsos y sentimientos que ni tengo ni reconozco en nadie.
–Esto suena a Jota.
Sentencia Bum Bum y yo no puedo contradecirle. Ha llegado un momento en que no puedo distinguirlas, las mías y las de él, de tanto tocarlas obligado por las suplicas de la sección rítmica que no quieren perder el toque. Me sé el repertorio completo, quizá la próxima vez que coincidamos le empuje al foso de la orquesta, donde se romperá el cuello, una desgracia para el espectáculo, hasta que surja yo de entre las bambalinas con el papel bien aprendido. Esto es de una película, seguro, ¿Bette Davis?
Es igual. Lo verdaderamente importante es mi obsesión –bueno, casi obsesión– por partirle el cuello a Javier. Es un cuello largo y elegante, no como el mío que recuerda al de un rinoceronte adulto. Compruébalo, mira ahí está en la televisión, recostado en un sillón, desde el asiento de enfrente la presentadora del espacio nocturno le sonríe bajo su maquillaje improbable. Javier está en su salsa, sus gestos son muy lentos, tranquilos. Su mirada brillante, parece ver más lejos, hacía algo que solo él puede intuir. Es un artista torturado. Cristobalito Gazmoño roquero. El existencialista que llegó del mar.
–No hablemos de lo que pasó ayer. Sí, fue estupendo, pero todo el tiempo que usamos recordando utilicémoslo para vivir ahora.
–¿Recordar no es vivir?
–Sí, pero no vivir dos veces.
Todo muy baboso, todo muy arti. Todo es un significante sin un significado real. Javier abandona el sillón y toca Ahora con la acústica. En la última estrofa parece olvidar que la lleva colgando y más que cantarla, la escupe a capela. En ese momento sus biógrafos, que los tiene, consideran que fue cuando renunció al gran público a cambio de ascender a los altares. Como dice Baltazar al teléfono un rato después.
–Uno busca un best seller, pero si se encuentra con un long seller entre las manos tampoco llora. Muchacho, ¿qué estás haciendo? ¿Te interesa un trabajo? Tengo uno de nombre larguísimo para ti. Tenemos que conseguir que la gran estrella salga de gira.
No soy nadie y mi opinión no vale una mierda, pero Javier necesita una banda y ahora la necesita ya. El tiempo de la presentación intimista acabo, el falso trío eléctrico solo funciona en estudio, el verano se intuye cerca y el verano es trabajo, es obligación. Por eso Javier y Baltazar discuten. No es novedad, Javier parece pasar mucho tiempo discutiendo con todo el mundo, es parte de la construcción de su yo, pone mucha dedicación en ello, en el real y en el artístico. Es una tarea que parece pasar inevitablemente por la destrucción del ego de los demás o al menos intentarlo. Solo parece aceptar a regañadientes lo que ya estaba en su paisaje humano primitivo y tiene tantas prevenciones contra cualquier novedad que no pueda presentar como propia que asfixia cualquier cambio antes de que llegue a enraizar. Ha acabado aceptando a Bum Bum y Bam Bam porque los ve tan aparatosamente jóvenes, tan bien dispuestos, que no parece ver en ellos ninguna competencia, ninguna posibilidad de que le hagan sombra. Pero el resto de los intentos de Baltazar por incrustar un guitarra, un teclista han fracasado. Buenos músicos de sesión, adaptables, el artista los rechaza por incompatibles, por sabihondos, por viejos. No entiendo como vuelvo a formar parte de este circo. Baltazar me lo aclara.
–Yo te quiero aquí y él... Él se siente cómodo odiándote, culpándote de todos los fallos menudos, pidiendo tu cabeza cada tres días. Él no te ve trabajar aquí, estar en esto. Él te ve como arrastrándote detrás suyo.
Prefiero no pensar en cómo me veo yo, además Baltazar calla, algo pasa por su mente, un cálculo difuso toma forma y al final con una mueca es aceptado.
–Si quiere sus juguetes viejos los tendrá.
No entiendo lo que quiere decir, tampoco me importa, tengo trabajo. Trabajos en superficie, trabajos subterráneos. Al poco me encuentro arrancando y recortando una hoja de mi libreta para darle la forma de un cuadrado con el que formar una gran papelina, el top del trabajo papirofléxico, para poder partir en dos una onza de polvo para un idiota que se ha presentado con la mitad del dinero.
–Olvídate de repetir la movida otra vez. Hay una compra mínima. ¿Entendido?
El tipo pone cara de ofendido, trece gramos le parecen una cantidad digna de respeto. Yo no respeto nada. En el trozo de papel que me ha sobrado, un trozo rectangular, se intuyen una o dos frases escritas en lápiz desvaído, solo se llega a leer una palabra, parece que ponga mañana, pero no acabo de estar seguro. ¿Cuánto tiempo llevo sin parir una canción real? Era mi manera de intentar interpretar el mundo. Ahora ya no intento hacerlo, he renunciado a encontrarle sentido, me conformo con puñaditos de billetes verdes que no gasto y que acabaré necesitando para abogados. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.
A la libreta, que llevo en el bolsillo trasero de los pantalones, le sienta fatal esta y otras agresiones y se descuaderna. Compro otra y comienzo a pasar mis notas de una a otra la primera hora de la mañana que Púas entra por la puerta de la productora.
–Gordo, ¿qué haces aquí?
–Trabajo, Púas, trabajo. ¿De dónde sales?
–He llegado de Barna ahora mismo. Baltazar quiere engañarme, dinero y promesas.
–Coge el dinero y olvida las promesas.
–Entonces, ¿el representante de talentos?
–No está.
–Dijo que me pasara a primera hora.
–Su concepto de primera hora…
–¿Espero?
–Espera.
Púas intenta darme conversación, pero yo estoy ocupado con mi rollo y le contesto con monosílabos. Me molesta su presencia. Aunque quiero creer que todo ha cambiado –y lo ha hecho: soy el tipo de la pasta, el que tiene contactos, grande como una montaña y con un pronto raro– que esté en la misma habitación que yo me hace sentir como si volviera a ser el niño que quiere que todos sean sus amigos, el que se asusta y pierde el ritmo. Tomo aire lentamente e intento fijar mi atención en recordar que Púas se deshizo de mí cuando le convino y que yo no voy buscando amistades, solo un poco de pasta, un sitio donde caerme muerto.
–¿Vas a ignorarme para siempre? –protesta Púas.
–No tengo ningún plan, es posible.
–No lo entiendo. Estas aquí currando para Javier y te veo muy adaptado. La última vez que os vi juntos estabas a punto de soltarle una hostia de las tuyas…
–Púas, cállate. ¿Esperas alguna puta explicación? Si estoy aquí sentado ahora es por el mismo motivo que tú lo estás ahí: dinero. Y el jodido sentido del humor de Baltazar.
Púas abre la boca, pero acaba sonriendo y se calla. Púas se adapta rápido, es listo. Baltazar aparece diez minutos después.
–¡Jorge! Ya estás aquí. Puntual como un reloj, es un agradable cambio. ¿No es así, Gordo? Venga, ven, pasa al despacho. ¿Nos consigues un café, Gordo?
–No.
–Ja, Ja. Es una broma, tengo una cafetera en la oficina.
No es una broma, con una sola frase Baltazar le ha puesto claro cuál es mi posición aquí, o ha confundido más hasta donde llegan mis atribuciones. Él y Púas hablan durante media hora tras la puerta, no sé de qué, pero me supongo que de algo que joderá a Javier, o no. Cuando se abre la puerta parecen haber llegado a un acuerdo.
–Gordo, excelencia ¿nos puede conseguir un taxi?
–De inmediato ¿a dónde?
–Al local, si ya has acabado con lo que sea que hagas y por lo que te pago, acompáñanos.
Son las doce, el local está pegado a un plato, era el almacén de algo, posiblemente attrezzo, del que las productoras se negaban a desprenderse obsesionadas por sacarle rentabilidad. Es un sitio muy cómodo para ensayar, sobre todo si vienes y vas en taxi y un camello se pasa por el bar de enfrente a veces a la hora del vermut, las más después de comer. El género de ese camello... la condición principal para que lo tenga es que ha de estar a esas horas ahí. Hoy está antes y todo. Es un chaval joven, voluntarioso en la tarea de destruirse la vida, son fáciles de encontrar en la periferia de los grupos, son los peor vestidos, los que más ganas tiene de destacar, de compensar algo, vienen y van, desaparecen. Todavía no he comenzado a pensar que soy yo el que los hago desaparecer.
–Javier quiere que le fíe más –me informa.
–Pásale media ración para que no se ponga pelma. A las seis cobrará un tanto, asegúrate que la mayoría de esa pasta va a parar a tu bolsillo.
–Nuestro bolsillo.
–Me alegro de que lo veas así.
Javier llega elegantemente tarde con el convencimiento de que todos estamos plegados a su rutina –lo que es cierto–, una rutina que consiste en esperar que le recoja un taxi y le lleve a desayunar cerca del local o a cualquier otro sitio al que esté obligado ir por su condición de estrella. Es un trabajo que le gusta y además sabe hacer. No tiene que preocuparse mucho por sus vicios ocultos o públicos, estos mágicamente parecen flotar en su periferia, ni demasiado al alcance, ni demasiado lejos para distraerle. Su vida pasa en el local o saliendo por ahí, son actividades que no se pisan una a la otra, al contrario, se complementan. Cuando descubre a Púas de charla con el dúo rítmico se le tuerce el gesto.
–¡Vaya Púas! Qué agradable sorpresa. Gracias por la visita ¡Adiós!
Es lo primero que sale de su boca, no es un buen comienzo, pero Baltazar no se arruga.
–Creo que no vamos a pedirle a Jorge que se marche tan rápido. Antes podríamos pedirle que nos haga un favor o dos.
–Ya se lo pedí, en su momento, y el cabrón pasó.
–Javier, solo le ofreciste promesas, ahora podemos ser más... ¿Generosos?
–¿Generoso? Le ofrecí... le ofrecí un pasaje de primera clase hacia el cielo y lo rechazó. Púas, el gran guitarrista, tiene, tenía, una gran opinión de sí mismo y con quién se quiere mezclar y con quién no, tiene muchas ideas propias, si muchas. ¿A dónde te han llevado hasta ahora?
–Parece que ahora mismo le han llevado hasta aquí. Todos hemos llegado hasta aquí, la pregunta es ¿a dónde vamos ahora? O si te gusta más: ¿a dónde nos vas a llevar ahora?
Me quito de en medio, Baltazar tiene sus propios recursos para convencerle, de entrada ha dejado claro que Púas es un empleado e inequívocamente estará por encima de él, eso satisfará su ego. Y hasta él debe ser consciente que nada suena tanto a Jota como el puto Púas. O el puto Gordo.
Anchas son mis espaldas
Basta de flash back. Regreso del trabajo, el brazo me duele, duele de cojones, las yemas de los dedos me parecen arder. Me consuelo pensando que mañana haré fiesta. He cogido días libres que tenía colgados por ahí. Mi empleador, el jodido explotador, no parecía muy contento de que lo hiciera, lo tengo demasiado bien acostumbrado. Ha empezado a darme una charla sobre el compromiso. Me he hecho el idiota, aunque en realidad deseaba… bueno dejemos estar lo que deseaba. Necesito fumarme un petardo.
Mejor dicho: el mundo necesita que yo fume, antes de que me transforme en uno de los jinetes del Apocalipsis, solo necesito encontrar un caballo que aguante mi peso. Dejaré la equitación para después, esta tarde salimos hacia Madrid. Al final será algo que contar a mis nietos o a los tuyos.
Tengo la llave en la mano cuando mi vecina abre la puerta de mi casa desde dentro, esto comienza a desfasarse; me quedo sin habla y no porque lleve unos pantalones cortos tejanos ajustados enseñando tatuajes que no conocía y una camisa amarilla, puede que de seda, con un estampado de tucanes, atado el vuelo sobre el ombligo Tiene una mirada divertida, lo que me hace preocuparme mucho.
–¿Cómo se pone la tele?
–No se pone, la antena no está conectada.
–Necesitas ver la noticia.
–¿Qué noticia?
–Tu amigo, el que vino el otro día sale en ella. No parece que le vayan bien las cosas.
–¿Qué quieres decir?
–¡Joder! Que lo entalegan.
–No entiendo.
–Que lo enchironan, que lo ponen al fresco, lo encarcelan…
Parece que los problemas de Púas son vox populi. No pensaba que fueran tan gordos, su nombre siempre sale en las listas de los que demandan y son demandados, pero de ahí a ir a parar a la cárcel... no creía que fuera posible. Antes de saber que él estaba metido por medio solo había seguido lo de Autores de refilón y después más o menos igual. La impresión que tenía es que la movida era muy poco ética, pero para nada ilegal. Hubo un tiempo en que podías hacerte un puesto en Autores solo apareciendo por allí y era un servicio al gremio más que otra cosa o eso creíamos todos. Claro que eso era antes de que hubieran cincuenta canales de TV anhelando contenidos y obligados por ley a pagarlos.
¿Entalegan a Púas? ¿Entalegan a un amigo? ¿Tengo algún amigo? Me quedo en blanco hasta que mi vecina me hace un gesto de que la acompañe y la sigo mansamente cruzando el rellano hasta su cubículo. No he pasado del recibidor nunca, parece mucho más pequeño que el mío, cuando deberían ser iguales. Barrunto que debe ser el resultado de estar lleno, lleno de todo. Muebles, posters, cuadros, animales disecados –sí, animales en plural–, percheros, libros, más libros. Todo está limpísimo, debe pasar horas y horas quitando el polvo. Estoy a punto de comenzar a hablarle de seguros e incendios, pero me muerdo la lengua.
En la Tele hay una imagen congelada. Una toma de las amplias escaleras de un edificio público –unas escaleras de esas que siempre me recuerdan a una máquina de escribir– por donde bajan unos tipos esposados rodeados de policías con la cara cubierta por pasamontañas. De los detenidos alguno también intenta taparse la cara, otros cubrirse las esposas con las chaquetas, todos tienen pinta de vejetes robagallinas patéticos. Púas no, él es más alto y como sale de los últimos la misma escalera es su pedestal y hace que todos parezcan extras y él el centro de toda la movida. Púas sonríe lleva una chaqueta fantástica y el pelo canoso, abundante y brillante, peinado hacia atrás. Mi vecina trastea con el mando a distancia y retrocede un poco antes de poner de nuevo en marcha la imagen.
–¿Lo has grabado? ¿Cómo se te ocurrió?
–La tele lo hace sola. Más o menos una hora. ¿No lo hace la tuya?
Siempre llevo un retraso considerable en los gadgets tecnológicos. Me quedé en los amplis a válvulas. Una voz en off informa del giro de los acontecimientos en el caso de los administradores, la cúpula les llaman, y relata un tejemaneje que incluye música de cortinillas, plagios conscientes, compositores que no saben música pero sí contabilidad, y más cosas que renuncio a entender. Lo siguiente es un retrato muy favorable del heroico y joven juez que ha estirado de la manta y aceptado la demanda de prisión de una acusación particular que nadie sabe muy bien de donde sale. La noticia acaba con las imágenes de los detenidos bajando por la escalera de los juzgados, camino de las cómodas instalaciones de la recientemente ampliada cárcel de las afueras.
Púas sonríe, yergue la cabeza cuando reconoce a alguien entre el público y levanta al frente las manos esposadas como si fueran un trofeo. No se arranca con Jailhouse Rock porque no le dan tiempo. Cuando le meten en la lechera vuelve la cabeza hacia nosotros y vuelve a saludar y sonreír. Cuando se cierra la puerta y desaparece hasta la voz en off parece decepcionada. Recuerdo las palabras de Baltazar Armada, sus consejos en el pasado.
–Nunca se huye de una cámara, se ríe, se llora, te desnudas, haces lo que sea, pero nunca te escondes. Ni le pegas al operador.
He vuelto a mi piso sin ser consciente de que lo hacía, me parece espacioso y fresco. Las plantas del pequeño balcón tapan lo que no quiero ver. Me duele el brazo. Un carraspeo a mi espalda me devuelve a la tierra. Mi vecina me ha seguido.
–¿Problemas?
No tengo tiempo de contestarle, el timbre del teléfono reclama mi atención. Es un alivio.
–Diga.
–¿El señor... Gordo?
–Yo mismo
–Me llamo Vicente Torella. Soy el abogado de…
–El abogado de Púas.
–Ehm... Sí.
–¿En qué puedo ayudarle?
–Según parece tenía una cita, un bolo dice él, con usted hoy, me ruega que le pregunte si podría subir a escena igualmente, no sé si se ha enterado que a él no le va a ser posible. ¿Puede ocuparse?
¿Puedo? ¿Quiero? Claro, solo es vender una guitarra, robada, extraordinariamente cara, sobre la que, ahora que pienso, cualquiera puede cuestionar su autenticidad, a un millonario desequilibrado sudamericano, por cuenta de un famoso imputado en un caso mediático. Lo hago todos los días. Digo que sí, apunto una dirección, cojo la bolsa que tenía preparada desde ayer, salgo sonámbulo de mi casa ignorando las preguntas de la vecina –Putsy, Dutsy, algo así, siempre dice que lo pronuncio mal o con falta de entusiasmo– y preguntándome por qué he dicho que sí. Me convenzo de que no podía decir otra cosa, he sido educado para esto: para seguir el camino de la aventura. Mi cerebro ha sido moldeado por las películas de Elvis y Gary Cooper desde que era un niño y es por lo que estoy ahora luchando por arrancar la moto y al poco estoy perdido en una maraña de calles con nombres sacados de los lugares de Tierra Santa más Cecilbedemilianos, buscando el despacho de un abogado. Llego tarde pero llego y por eso salgo al poco cargado con un estuche grande y antiguo –una preciosidad en sí mismo– que contemplo reverente y de una jovencita altísima que me esperaba en el despacho, la cual vestida, de entrada, no reconocí.
Ella, la jovencita, es el motivo que renuncie a atar el estuche con un millón de pulpos a mi moto y me vea obligado a abandonarla en estos lares desconocidos y tengamos que coger un taxi.
Sentado en el asiento de atrás me parece ver en su cara un poco de miedo y luego decisión y esta se me contagia. Es entonces, solo entonces, que creo comprender que me he metido en un lío de proporciones cósmicas porque estoy cansado de no hacer nada y que este mundo pequeño y presuntamente cómodo donde me había recluido por razones que prefería olvidar ha reventado por las costuras y ahora desborda y desaparece.
El taxi es espacioso, una pequeña furgoneta adaptada para llevar mucha gente o puede que tipos en sillas de ruedas, por eso, por que hay sitio y para no tener que prestar atención a Helena de Troya abro el estuche. La guitarra parece pequeña, es lo que tiene la escala corta, pequeña y preciosa, las guitarras son como las chicas: todas son preciosas, si son a ti a quién sonríen. Aquí hay algo; ¿aquí hay algo? ¿El germen de una canción? ¿De dónde vienen las canciones? ¿Vienen de dentro de este mueble que sujeto sobre una pierna? Rasgueo sus cuerdas, tiene una voz hermosa, todas la tienen. El oído es el más adaptativo de los sentidos, quizás aún más que el corazón. La vuelvo a guardar en el estuche, no estoy decepcionado. Ha sido tal como esperaba, una guitarra más. No ha quedado ningún fantasma, ningún retazo de genio retenido entre las cuerdas. Nada traspasable. No me voy a contagiar de inspiración. Vayamos a la estación, donde un tren nos ha de llevar a la capital.
No quiero pensar en todos esos detalles que dicen se me dan tan bien, no quiero pensar en dos–millones–trecientos–mil–dólares, ni siquiera en un porcentaje sobre ellos –aunque el dólar esté bajo–. Mucho menos en la chica que quiere ser cantante. Por eso mientras regreso en el tren acaricio mis recuerdos. Igual te has llevado la impresión que siempre lo estoy haciendo, no es cierto, y además pienso que el culpable de que lo haga eres tú. Con tus preguntas, con tu presencia, has conseguido transformar mi vida es un jodido flashback.
–Dame pasta, Gordo.
Dice Javier, perdón Jota, el gran puto Jota. Tu héroe. Sospecho que me engañas, que desde el primer momento sabías quien era yo, que te has acercado a mí con la única intención de saber más cosas del gran artista. ¿Me equivoco?
–Dame pasta, Gordo.
Son las únicas palabras que me suele dirigir a lo largo del día. Yo siempre contesto no. Luego guardo silencio. Mi puesto de trabajo tiene un nombre muy largo que he olvidado, productor y no sé qué más. No importa soy el amo, soy el más joven de la troupe, pero soy el amo. El motivo es sencillo: soy el que tiene el dinero.
Esta producción es complicada, la estrella no es mucho de fiar. Por eso hay muchas reglas. La estrella se las salta y yo pongo más reglas. Baltazar tenía razón: Javier no retiene un duro, se fulmina el sueldo, el anticipo o como quieras llamarlo en cuanto lo pilla. Desaparece una semana, ilocalizable. Luego regresa y entonces está en poder de la productora durante el resto del mes. En mi poder. No me aprovecho, solo le obligo a seguir el planning, que puede ser un coñazo o no, según como te lo tomes. Él se lo toma mal. Yo pienso que todo el tiempo que no dedica a visitar camellos, lo considera tiempo perdido
–Acumulo experiencias, caminando por el lado oscuro –Le oigo decirle al pasillo vacío.
Lleva declamando frases por el estilo toda la semana, las suelta en cualquier momento, no es que hable solo, sino que ensaya su papel. Está línea ya se la he oído como con cien entonaciones diferentes.
–Me suena a ya escuchado –acabo por soltarle.
–Será a ya dicho. Además, nadie ha pedido tu jodida opinión.
–No es una opinión, es un hecho. En diez minutos, abajo.
–¿Dónde vamos?
– Pequeña radio local, deslúmbralos.
Lo hará, no tiene dificultad con eso. Solo tienes que conseguir que llegue a la hora y luego soltarlo. Es tan bueno cuando anda suave como cuando está áspero. Cuando no va puesto se queja de lo mal que anda el mundo, los oyentes no parecen darse cuenta de que habla de lo que es su único mundo: él. Por mi parte tengo la sensación de que llevo toda la vida haciendo esto, de una radio a otra, de una pequeña actuación a otra, no es exactamente una gira, es promoción, la productora no gana dinero, lo pierde. Jota lo gasta a una velocidad que a mí, el gran tacaño, le parece inaudita.
–Dame pasta, Gordo.
–Hoy no hay dinero.
–¿Qué coño dices?
–No hay dinero.
–¡Oye escucha: tengo que...!
Ya no le escucho. Mañana tenemos cuatro días de grabación, es mucho trabajo para mí, muchas pequeñas e invisibles tareas de esas que dicen se me dan tan bien y tengo que llamar a unos teléfonos, leerme unos papeles y mirarme planos para conseguir llevar allí a todo el equipo sin que, de entrada, me desplumen los taxistas. Soy muy joven para este trabajo, es una suerte que se hayan dejado de llevar las patillas, porque yo no me afeito más de una vez a la semana y por cumplir. Javier está frente a mí hablando, pensé que ya se habría largado, realmente tengo un don para ignorarle. Javier desde que es Jota ha cambiado, es como una estrella que se hunde sobre sí misma, quemando con más fuego que nunca. En serio, él mismo lo dice en una canción.
–Estoy hasta los mismísimos huevos de que me des la espalda, Gordo, te estás acercando al límite.
Lo dice mientras me apunta con el dedo, como si fuera un arma. ¿Sería capaz de atrapar al vuelo ese dedo que revolotea frente a mí y quebrárselo? Es el índice de la mano derecha; ¿podría sujetar la púa con el corazón y continuar tocando? Yo también he cambiado, antes no hubiese contemplado siquiera la posibilidad de un acto violento para resolver nada y menos mi propio fastidio.
–Quéjate a tu representante. Si no tengo nada para ti es que no tengo nada para ti.
–Pronto, en cuanto esto se ponga en marcha, procuraré que para quién no haya nada sea para ti.
–Seguro que se te da muy bien. Ahora nos largamos ¡a la radio!, el taxímetro ya debe estar en marcha.
No le espero, me largo empujando la barra antipánico de una puerta que da a una ciudad que no entiendo. Javier es incontrolable. Es de un egoísmo primario que le hace revolverse solo ante la idea de una rienda. Me he ganado el sueldo; estas semanas han sido un descalabro total, si las mides con los criterios de la productora y un éxito absoluto en cuanto a crecimiento del ego del artista. Jota tiene una opinión: él puede hacerlo mejor, por eso merece más. Más está hay fuera esperándolo, en unos cuantos locales donde un centenar de personas simulan no darse cuenta de que están rodeados de periodistas dispuestos a pregonar cualquier chorrada que les ocurra.
–Es culpa de los socialistas.
Baltazar Armada no es extranjero en ninguna parte. Su patria es donde esté el negocio. Él no duda que el eje del negocio gira ahora mismo sobre este lugar, tampoco duda que gira mucho más deprisa de lo normal, si es que normal es una palabra que se pueda aplicar al mundo del espectáculo.
–Primero se les ocurrió que los artistas patrios tenían que pagar impuestos como todo hijo de vecino. ¿A quién se le ocurre? Este es un país de pandereta. ¿No lo habías oído decir? Es nuestro mayor atractivo, nuestra identidad. Las tres pes, no lo olvides nunca: playa, paella, pandereta.
Pongo un poco más de licor en su vaso, me gano una expresión de recelo y luego él continúa educándome.
–Todos salieron corriendo hacia Miami. Julio fue su profeta, su Moisés, él les enseñó el camino. Eso le sentó fatal al estado, y cuando digo al estado no me refiero solo a los chicos de chaquetas de pana que gobiernan ahora, me refiero a ellos y a los otros, a todos. Después de toda la pasta que habían descargado sobre ellos durante años y años ahora cogían y se piraban. ¿Tan frescos?
–¿Qué pasta?
–¿Cómo qué que pasta? Ya en tiempos del tío Paco, santamente enterrado bajo una piedra muy, muy grande, este estado decidió que mejor no parecer tan bestia e invertir en un bonito barniz cultural.
–¿Franco promocionó la cultura?
–Protegió a los artistas, les hizo un jodido régimen laboral para ellos solos: Artistas y Toreros. Mejor trato que con los mineros y sin tener que montarse revoluciones de octubre... y cuando la cosa comienza a funcionar los jodidos pillan y se piran por patas. Es algo difícil de tragar... Échame un poquito más de ese elixir, total ya estoy borracho, así. Así. Bastante. ¿Por dónde iba?... Sí: no importa, nos gobiernan hombres jóvenes y modernos, se miraron los unos a otros, reconocieron la decisión en los rostros de sus camaradas y todos a una pensaron que si se había perdido nuestra clase artística tradicional podían salir hay afuera y encontrar otra. O al menos dar un ojo a ver que se mueve.
Baltazar Armada intento acabarse un vaso que ya estaba vacío, y con cara de decepción lo dejó muy suavemente sobre la mesa.
–Estás diciendo que es un montaje.
–¿No te lo había dicho ya? Todo es siempre un montaje, ¡joder! Esos tipos, los artistas, siempre andan por ahí sintiéndose especiales y queriendo explicar su pequeño y aburrido mundo a cualquiera que se acerque demasiado. Solo que de cuando en cuando, por algún motivo, la gente, el público, decide admitir que en realidad ese pequeño y aburrido mundo es igual al suyo y eso les libera. Este país, este estado, en este momento, necesita artistas y yo pienso darles todos los que pueda y ahora basta de charla ¿Jota? ¿Qué hace esa gran estrella? ¿Estrellarse junto a nuestro presupuesto?
¿Qué es lo que hace Javier? Promoción, escrupulosamente, no tiene más remedio. No estoy de acuerdo con Baltazar en casi nada, de entrada porque, cuando le da por empinar el codo, no entiendo la mitad de las cosas que dice. Aunque me dejan un regusto de verdad eso solo significa que tienen un cierto valor poético, pero sí estoy de acuerdo en que todo se está moviendo a cien por hora y las oportunidades están en el aire. Las radios descubren grupos con el fervor de evangelistas y la gente se comporta como si no tuviera casa a la que volver. Visto desde fuera Javier ha llegado a la masa crítica: ya no va a los sitios a ser visto, sino que un sitio existe porque él está ahí. Y Jota está en todas partes, eso es estar en todos los estrenos, en las galerías, en el café Gijón garrapateando no sé qué en una libreta de tapas blandas que le sobresale del bolsillo trasero de los tejanos –sí, una puta libreta como la mía–, en el rastro con gafas oscuras comprando discos de Karina y Antonio Molina, Esta hasta en Las Ventas con un puro apagado en la boca.
Se ha hecho una colorida corte de incondicionales, cegados a medias por su carisma y el dinero de la productora. Siempre a su alrededor hay un ambiente electrizado. Todos hablan en voz muy alta, los tipos esconden las barrigas y las chicas se ponen de puntillas a la menor oportunidad. Todo es una fiesta, o lo sería si produjera una sola nota, un solo verso. De eso se queja Baltazar. Y otros tipos serios que aparecen con él cuando menos te lo esperas, tipos cuidando una inversión.
Si alguien me preguntara diría que Jota tiene dos problemas para despegar, el primero es que no tiene una banda. ¿No hay músicos en la Villa? Los que quieras, pero por cuestiones de carácter, contratos o los que sean no cuaja ningún combo. Además, Javier es bajista, necesita un guitarra y estos siempre cuestan más en ego y pasta, ¿no te lo crees?
Los cuatro días que pasamos en el estudio son un desastre, la libreta de Javier tiene muy pocos versos y muchos teléfonos de esos que cambian cada poco. El ingeniero habla un rato sobre Londres y baterías electrónicas y después Javier le despacha. El tipo parece aliviado. Un guitarrista con el que ya se había ensayado un par de veces pide más pasta, reconocimiento y ositos de goma amarillos y es despachado. Baltazar parece aliviado. Un arreglista no tiene nada que arreglar y pasa los cuatro días, feliz de la hostia, jugando al millón en el bar de al lado. Al tercer día Baltazar se presenta con una sección rítmica –bajo batería–, extremadamente joven y con ganas. Tiene un aparte tenso con Javier durante diez minutos del que parece salir vencedor porque después Jota se cuelga del micro y el cabrón se pone a chillar Neruda por él
y encima lo hace mejor que yo.
–Esto es muy arti –dice Bum Bum el batería.
–Esto mola –dice Bam Bam el bajista.
Suena bien, no es Javier, ni Jota, ni ninguna puta personalidad más que se quiera inventar, es Gordo en estado puro, Gordo con más voz, Gordo más psicótico. Ya ni siquiera soy el Gordo original.
No soy consciente, pero es justo en ese momento cuando dentro de mí acepto que no hay ningún tipo de justicia poética allá atrás, equilibrando balanzas y decido que no voy a colaborar más con... ¿el mundo?, ¿la vida? Mi decisión parece acertada: Baltazar me sube el sueldo. Algo es algo, me digo, pero definitivamente no tengo bastante.
Los tipos de los trajes caros hacen caras escuchando la maqueta; después, mientras yo, gigante e invisible, recojo cable, les oigo murmurar entre ellos.
–Esto no va a subir muy arriba.
–A lo mejor sí. En septiembre se cumplen diez años de la muerte del poeta –o son nueve–.
–Es igual, busquemos una efeméride, siempre la hay.
–¿Cuál?
–La visita a España, el Premio Lenin.
– Busca algo mejor, no seas rojeras,.
–¿Por qué no?, si está de moda serlo.
–Sí, mucha gente se subirá al carro.
–De acuerdo.
Jota aprueba, aprueba con nota. Jota y Canción de amor desesperada (fragmento) empaquetados en un Super 45rpm, un sencillo de tamaño gigante adecuado para ser pinchado a un volumén enorme, cierra las sesiones en las discotecas. Jota es un artista serio. Jota es sensible. Jota es guapo. Jota está enfadado.
–El mundo, ahí afuera, se está expandiendo en todas direcciones, rompiendo barreras, en total enfrentamiento con el pasado. Jota es uno de los artistas que lo está haciendo.
Dice el presentador y Javier salta al escenario y les da más de lo mismo. Al público parece gustarle, a mí me parece que... ¡mierda! no sé ponerle defectos. Al rato me pregunto: ¿el mundo de ahí fuera se está expandiendo? ¿Ahora? ¿O lo ha hecho siempre? No tengo veinte años, es imposible que pueda tener una opinión, ¿con que puedo comparar el ahora si para mí todavía siempre es ahora?
Baltazar me respeta, que significa que ha descubierto o puede que siempre haya sabido que puede sacar algo de mí y luego venderlo con beneficios. Hoy me sondea, me pregunta que estoy leyendo últimamente, yo le contesto que Zipi y Zape. Al final, cuando ya se ha tomado la última copa, suelta que le gustaba más su apuesta original –no es la primera ni la segunda vez que lo dice, ya casi me lo creo y todo–, que sería más cómodo que el jodido Jota aceptase que no tiene todo, que necesita..., ¡joder!, algo que ya tenía. Ahí se queda callado, es una suerte porque me estoy cabreando, no sé si tenía se refiere a mí, al grupo o a lo que sea. ¿Me tenía? Sí, por eso me molesta tanto. Baltazar abandona su pose de maestrillo y vuelve a la de productor jefe o como se diga.
–Gordo, te han soplado un arreglo, pasa continuamente, esto solo es un negocio.
–No te quito la razón. Súbeme el sueldo.
–Ya te lo he subido. Hay que conseguir que la estrella pase más tiempo ensayando, en el estudio, Neruda solo ha sido un parche.
–Díselo, amenaza con despedirlo.
–Gordo: no puedo despedirlo, Jota funciona sin hacer nada. Tú eres testigo, le adoran al menos por ahora; necesitamos que nos dé algo, combustible para la máquina.
¿Combustible?, ese es su segundo problema –recuerda que dije que tenía dos–, o puede que este sea el primero y todos los demás cuelguen de ahí, del consumo de tiempo y de creatividad que le provocaba la búsqueda constante de su mierda. Javier pierde mucho tiempo con su combustible, rondar por la ciudad, esperando, preguntando, se había convertido en una especie de hobby para unos cuantos, después se transformaría para muchos en una forma de vida. Una vida sencilla con objetivos claros y castigos terribles.
–No sé por qué hablas conmigo, yo solo puedo hacer que su cuerpo esté a la hora que toca en los sitios, pero yo no controlo su mente, no le puedo obligar a escribir canciones. Puedo hacerle seguir tu horario, lo tendrás en la radio que digas a la hora que sea, pero ¿componer?, sus prioridades ahora mismo son otras, está más interesado en conseguir para ponerse, ponerse, salir de marcha a demostrar lo gran estrella que es, volver a ponerse y dormir. Tan interesado que cuando no está haciéndolo está pensando en ello, y le queda muy poco tiempo para nada más.
–¿Piensas que ese es el problema?, ¿qué sus vicios le absorben?
–No te hagas el tonto conmigo. Sí, ¡joder!, es un yonki. ¡Estás intentando liarme! ¿A dónde quieres ir a parar?
–A que quizás deberíamos ponerle fácil lo de…
–¿Quieres ser camello Baltazar? Traficar con drogas es peligroso, un delito.
–No, claro, pero algo hay que hacer. Tú lo acabas de decir: es peligroso. ¿Has oído lo del poblado chabolista?, ¿De los nuevos ex-amigos de Javier?
–¿De qué me estás hablando?
Pregunto, pero en seguida me viene a la mente algo que he leído en el periódico, algo de un tiroteo con escopetas en un barrio marginal, un barrio que de siempre se ha considerado un punto de venta de drogas. Baltazar no puede estar hablando de eso, ¿no? ¿En que berenjenales te estás metiendo Javier?
–Solo te diré que faltó poco para quedarnos sin representado. Acabó metido en una situación que alguien debería preocuparse que no se volviera a reproducir.
Baltazar hace un gesto mefistofélico y se queda como esperando una respuesta por mi parte. Tardo unos segundos en comprender sus intenciones.
–¿Pretendes qué sea yo su… ¿conseguidor? ¡Nooo!. Además no sé por qué me ha de costar menos tiempo y esfuerzo a mí que a él encontrar drogas, él debe ser un experto y a mí no me interesan –al menos las mismas que a él, me callo.
–Porque como tú no las tomas, solo has de encontrarlas una vez, o dos.
–¿Estás diciendo que salga por ahí, consiga un saco de caballo y luego se lo vaya dando a cucharaditas?
–Exactamente.
–¿Exactamente? Aunque sea el puto Javier… no sé si quiero sentirme responsable de que acabe enganchado de la hostia y… mate a su abuela o algo así. Esas cosas pasan.
–No deberías sentirte responsable, el cabrón tiene su propio karma. Además, no tiene que ser eterno, solo queremos que cumpla con las fechas del programa ¿no?
–La droga mata, puede palmarla.
Baltazar por un segundo parece quedarse mirando a un pasado que no le gusta nada, antes de contestar.
–Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Si continúa dando bandazos por ahí seguro que lo hace.
–¿Tienes algo más que contarme?, ¿algo que acojone más que tiroteos entre chabolas?
–No te interesa lo que pueda contarte, en serio, vivirás más tranquilo. Solo te diré que hemos de sacarlo de las calles, ya. Eso o buscarnos un nuevo empleo. ¿Puedes intentarlo? ¿Pensar alguna manera?
Lo que me pongo a pensar es en buscarme otro curro, conozco gente en el mundillo, algo me saldría, creo. Podría enviar a la mierda a Baltazar y Javier, ya lo creo… Pienso esto pero me lo guardo como un as en la manga y lo que contesto es:
–Por poder, puedo.
–¿Cuánto dinero crees que necesitas?
Necesito ¿para qué? ¿Para mantener dócil y sedada a la estrella? ¿Para cobrarme de paso sus ninguneos?
–No tengo ni idea, pero no será barato –contesté.
No la tenía es cierto, pero para mi sorpresa lo averigüé rápido: una cantidad importante, de la que una gran tajada se podía quedar en mi bolsillo, una con tantos ceros que me olvide de mi primera intención de despedirme.
Y olvidando esto di un nuevo paso que me alejaba más de quién yo era, de quien había sido hasta aquel momento. ¿Por qué un chaval que hasta hace muy poco pensaba que la vida te devolvía tan buen rollo como tú le dabas a ella y que al final recogías tanto amor como habías sembrado aceptaba hacerse camello? Las drogas duras y el amor se excluían mutuamente.¿ Aquel chaval que decía que con la relación que fuera capaz de mantener con la música tenía bastante pago porque ahora solo pensaba en el dinero?
La distancia te de criterio, parece que sin verbalizarlo había llegado a la conclusión de que, no siendo una panacea, la única herramienta que no te debía faltar, la que nunca pesaba demasiado en tu zurrón, era el dinero, este era la única frágil defensa contra las corrientes de la vida. Ese chaval no es consciente de que eso antes solo era una pequeña parte de su filosofía y ahora es el todo. No busca escusas, no se las plantea ni delante de él mismo. Él es y no es simultáneamente consciente que también está en permanente cambio –¡mierda!, digo él, porque casi no me reconozco–, las líneas rojas que ayer le parecían tan claras se difuminan en cuanto se acerca a ellas. Las barreras morales siempre se derrumban ante el choque con la vida. Pero entonces no reflexioné sobre esto –porque sí, él era yo–, o no quería hacerlo, solo me dejé llevar por el ritmo de la época. Fue fácil yo era parte de él. Sin saberlo, sin llegar a ser consciente del todo estaba gozando de otros quince minutos de fama. Porque si donde iba Jota era donde todos querían estar, el lugar donde en ese momento era el ahora, yo era el tipo fuerte y feo que siempre estaba también ahí. Ahora me parece tan triste esa fama inesperada.
En resumen, tenía las credenciales exactas para triunfar como camello: joven y visible, conocido en la movida de la ciudad. Tenía condiciones, pero de entrada fracasé, todo el mundo decía que conocía a un tipo que conocía a un tipo con el que al final no se podía hablar porque estaba en Laos o en Carabanchel. Lo único que conseguía fueron súplicas de que si me enteraba de algo no dejara de avisar. Visto desde ahora lo más normal es que debería haber abandonado tras cinco o seis negativas, pero no lo hice. Creo que me dejé contagiar por el ambiente de ligera histeria, de deseo apenas contenido que rodeaba la historia y en vez de renunciar a ocuparme del tema comencé a perder mucho tiempo con él, ya lo he dicho: puedo ser muy cabezón, mucho. Lo cierto es que me jodía que no cuajara lo que en aquel momento me parecía un negocio redondo: el capital era de Baltazar, nadie me pedía cuentas y ya puestos no hablábamos de suministrar únicamente a Javier sino a su corte, a todo el mundo, tal era el hambre que había en la calle por el caballo, pero no creo que fuera solo eso, ni siquiera era lo primordial. Había mucho de sentirse integrado en una especie de juego clandestino limite, en el que por un motivo que se me escapaba yo deseaba triunfar.
La respuesta a ¿cómo conseguir un proveedor medianamente de fiar?, que era la pregunta en la que habían cristalizado todas mis cavilaciones, me vino a la cabeza de golpe: puedes conseguir un proveedor de fiar o uno al que ya le hubieras partido la cara. Parches –y sus primos–; si ellos no sabían nada es que no había nada que saber. El problema es que a Parches podía pesarle más las cuentas pendientes conmigo que las futuras. Dinero, dinero, sin él no se puede estar. Me decidí. Tenía que localizar a Parches.
Tenía tres teléfonos, el de su casa, el de Tresillo y el del Bar Aldana. El de su casa me daba pudor usarlo para una movida de estas, Parches no lo iba dando fácilmente y menos para trapis. Por la hora que era no valía la pena llamar a Tresillo, así que llamé al Bar Aldana, allí si no estaba podía dejar recado. Tuve suerte y le pasaron el aparato.
–¿Quién es?
–¿Todavía te duelen los morros?
Silencio. Nunca había tenido a Parches por rencoroso, pero claro nunca le había partido la boca tampoco. Eso le cambia el esquema de las cosas a un tipo.
–Gordo, cabrón, los morros no, el orgullo sí.
–¿Tengo qué vigilar mi espalda?
–Claro, siempre; pero no por mí. Soy como los gatos, bufo mucho y me aburro rápido. ¿Qué haces?
–El idiota. Para tipos más listos que yo.
–No se te ve por aquí.
–Estoy en Madrid. Conseguí un curro, como no tenía nada en Barna que no fueran problemas me abrí.
–No te hacía tan aventurero.
–Yo tampoco.
–Te has enterado rápido. No te va a salir gratis.
–No sé de qué me estás hablando.
–Mejor. ¿Tenemos qué quedar?
–Claro. Este viernes por la noche estoy en Barna. ¿dónde te va bien?
–¿A las diez en el local?
–A las diez.
Me cuelga. Ese viernes cojo el avión por primera vez en mi vida acojonado por volar y por presentar la nota de gastos a Baltazar si todo quedaba en nada, pero ¡qué coño! era productor no sé qué ejecutivo ¿no? Lo que fue el vuelo se me pasó en un suspiro, no así al hombre que se sentaba a mi lado que no dejaba de hacer ruidos de incomodidad cada vez que yo inspiraba y ocupaba un poco más del estrecho espacio. Al final me quedé mirándole fijo y el enmudeció. He pasado de ser conciliador a intimidante con tal facilidad que me hace sospechar si no será esta mi verdadera cara o la única que el resto de la gente quiere reconocerme. Por contra el viaje desde el Aeropuerto del Prat a la ciudad me pareció eterno, pero al final terminó.
Me sorprende ver que el barrio está igual. Por un momento pienso en pasarme por casa de la familia, pero se me hace terriblemente fatigoso. Es un sitio donde solo encontraré tareas pendientes y ningún apoyo, me convenzo. Bajando la rampa del parking camino del local me digo que todo está igual porque es imposible que nada haya cambiado, fue ayer prácticamente cuando me fui. Es a mí mismo al que noto distinto y no ver cambios en el exterior me choca.
Es un viernes por la noche y en el pasillo de boxes hay una cacofonía en el aire, al menos hay tres grupos diferentes ensayando y el resultado es un ruido que te entra, más que por los oídos, a través de los pies hasta el estómago. Abro la puerta del local no sin fijarme que hay no dos si no tres candados nuevos, durmiendo colgados de sólidas hembrillas de acero y ¡sorpresa!, el local está lleno de equipamiento hasta las trancas. Sentado en un taburete de batería bajo el único fluorescente Parches fuma en una posición que me recuerda al pensador y supongo compuesta en mi honor.
–¿Has montado una tienda, Parches?
–Más bien la he desmontado. ¿Cómo te has enterado? ¿Todavía quieres hacerme creer que estás en Madrid?
Me molesta la duda de Parches, ¿cree que tengo algún motivo para mentirle? De golpe no le soporto, quizás no sea tan idiota como Javier, pero todas las risillas que se ha hecho a mi costa me doy cuenta de que las tengo muy presentes. Mejor que no se le escape ninguna o a mí se me escapará una hostia y luego puede que otra, y otra. Pensar esto me pone de buen humor y le contesto con una sonrisa y abarcando el local con los brazos.
–Esto, todo esto, es una sorpresa para mí.
–¿Sorpresa?
–¿De dónde sale todo…?
Callo, me he fijado en uno de los amplis puesto en batería contra la pared, reconozco el flanco, lo reconozco como quién ve la cara de un amigo, de un familiar entre la multitud. ¡Joder con Parches! Me acerco y saco el cabezal de sobre el altavoz y aunque no tengo duda alguna examino el frontal y luego el interior desde la trasera, donde los clips artesanales que refuerzan la sujección de las válvulas de previo me acaban de confirmar su identidad.
–¡Este es mi niño!
–No del todo... temporalmente tengo la custodia.
La puerta se abre y dos chorbos entran con cara de ser muy malos y muy decididos en el local, uno lleva un cacho de cadena y el otro un palo en la mano. De entrada, me pregunto para que, hasta que me doy cuenta de que es por si yo me pongo tonto. ¿Me voy a poner tonto? El cabezal que llevo en la mano pesa sobre veinte kilos, aunque yo lo maneje como una radio de transistores, creo que podría volarle con él la cabeza al que está más cerca de mí y al otro… podría pegarle con el mismo Parches. Pensar esto me hace todavía más gracia, sonrío, decido ignorarlos y vuelvo a poner el cabezal sobre el altavoz con cariño. No puedo evitar darle una palmadita, como quién acaricia un caballo para tranquilizarlo. Me paseo lentamente por el poco espacio libre que queda ahora, palpando los cantos y los estuches que allí descansan. Es como tu cumpleaños; mejor, como el día de reyes, como todos los días de reyes juntos.
–¿Qué tienes aquí: el almacén de alguien?
–Poco más o menos.
–Nunca se me habría ocurrido. Fui a por Javier, pero se me escurrió como la víbora que es entre los dedos. También arrambló con tu batería, es cierto.
–Mi niña no estaba, no sé si se la pulió en otro lado o se la llevo con él.
–Si la tuvo ya no la tiene, no.
–¿Cómo lo sabes?
–Curro para él, miento, curro para su representante. Tengo muy claro el material que tiene y el que no.
–¿Cómo lo aguantas?
–Por dinero, macho. Por dinero. Por cierto, es de eso a lo que venía a hablarte.
–Habla.
Mi lento paseo me ha llevado cerca de él, me siento sobre un monitor, les lanzo una mirada neutra a los chorbos y me inclino cerca de la oreja de Parches y comienzo a cuchichearle. Lo hago durante mucho tiempo y luego él lo hace durante más rato todavía. Parecemos dos niñas contándonos secretitos. Al cabo de un rato descubrimos que nos entendemos muy bien.
Al poco, al gran Jota le presentan –más bien se le presenta– un tipo tan ocupado, tan sigiloso, que solo se aviene a llevarle genero donde y cuando considera que es el mejor momento, un tipo que no gusta de los disco-bares y la noche, él prefiere acercarse a los locales de ensayo, o quedar después de comer en un anónimo bar de currantes, estos horarios, estos sitios, resultan que también son los mejores para el Jota músico que parece renacer.
Porque Javier decide que a la fin, él es músico, que esto es lo que le diferencia de todos los otros pavos reales que inundan las salas de la ciudad y que tiene que continuar demostrándolo. Por eso comienza a pasar mucho rato en el local de ensayo, con la libreta de tapas blandas en la mano, pidiéndoles ritmos a Bum Bum y Bam Bam, para luego quedarse mirándolos plácidamente, como si fueran algún tipo de curioso animal ruidoso, sin parecer dirigirse en ninguna dirección en particular pero dispuesto.
Se suponía que probaría un guitarra, pero le dijo a Bam Bam que la tocara él, que lo hiciera como si fuera un bajo. No entendí qué quería decir, como sonaba eso en su cabeza, hasta que comencé a escuchar los riffs inacabables que son el sello de la grabación. La guitarra suena solitaria y repetitiva. Sus armonías suenan desganadas y la voz… la voz canta a la confusión juvenil en unos timbres que van desde la desesperación a la rabieta, para acabar escupiéndonos a la cara su desprecio.
Baltazar y los tipos silenciosos dejaron de quejarse, ya tenían algo, no exactamente lo que querían, pero lo tenían y eran de la opinión que algo era mejor que nada y que el público que esperaba ahí fuera estaba dispuesto a comprar cualquier cosa que le dieras a escuchar, mientras fueras repitiendo sin cesar que aquello era nuevo, era nuevo.
A mí me hubiese encantado decir que el resultado era aborrecible, pero ya había logrado aceptar que me gustaba todo lo que hacía Javier, hasta cuando era evidente que lo que hacía era empujar adelante o atrás una idea que era mía o de otro. Tenía que haberlo detestado, pero estaba demasiado próximo a Bum Bum y Bam Bam y eso era muy cerca del punto cero desde donde surgía el sonido. Así que me juré que era capaz de distinguir entre el artista y su obra y seguí adelante con lo mío. Lo jodido es que él continuó con lo suyo. ¿Qué quiero decir con esto? No es tan complicado, ya sabemos el pie que calza tu ídolo. ¿Detalles? Vale, tu solo imagínate la parte de atrás de un estudio —no más que una pequeña nave industrial blanca, con un letrero de colorines, bueno, el letrero está al frente, aquí solo hay un contenedor de basura– y a dos tipos uno enorme y otro pequeñajo fumándose un peta y por la magia de la literatura acércate y escúchalos.
–Seco y rítmico, seco y rítmico, por ahí va lo que quiere. ¿Tú como lo ves, Gordo?
Me pregunta Bum Bum –que es el tipo pequeñajo– rodeado por una gran nube de humo blanco que parece engancharse en sus rizos.
–Sí y no, no del todo.
–¿Qué coño quieres decir?
–Joder no sé, suena como... como ladridos de un perro con tres patas –le digo yo, también rodeado de humo y puesto en modo soñador artista.
–¿Un qué?
–Un perro con tres patas, sí. Imagínate un perro ganso, viejo, todavía fuerte, lleno de cicatrices y con solo tres patas, gruñéndole a todo. No sé si me tiene que dar miedo o pena.
–Vale, y ladra la puerta de un garaje, donde hay un carro de aquellos americanos, con el capo levantado detrás.
–Y los músicos, vestidos de mecánicos, llenos de grasa están sacándole, no, metiéndole el motor al buga.
–Un motor enorme... Gordo, voy fumao.
Y nos partimos la caja un rato con la idea y con otras ocurrencias –porque Bum Bum y yo teníamos muchas ocurrencias– antes de volver al tajo. Fin de la secuencia.
Un perro con tres patas ¿te suena? Sí, es la portada del disco, bueno casi. El perro no tiene tres patas, tiene las dos delanteras tensas y fuertes mientras los cuartos traseros descansan sobre una silla de ruedas canina –que era una cosa curiosa de ver entonces–, te mira desafiante desde el centro de la portada frente a la puerta entreabierta del garaje. Un poco más atrás Jota, junto al capo levantado de un buga, se limpia las manos con un trapo y mira a ninguna parte.
A mí que el fruto de un petardo hubiese acabado materializándose me encantó, ya estaba si no acostumbrado, sí resignado a que Javier me picara las historias. A Bum Bum le molestó, le vino de nuevo. Él se pasaba el día teniendo ideas –algunas de buenas, otras de absurdas, como todo el mundo– y proclamándolas. El gran artista siempre hacía como que no le escuchaba. Creo que aquella tarde cuando se encontró con el decorado, el fotógrafo y el pobre perro, sin que nunca nadie hubiese vuelto a comentarle nada de la historia se sintió robado. Y eso que creo que nunca pensó que utilizarían la imagen. Daba por sentado que Jota o la compañía tendrían sus propias ideas, que serían ideas mejores, por eso eran los jefes ¿no?
Ideas, creo sinceramente que Javier nunca pensó que robaba una idea. Él las hacía suyas sin más. Las abrillantaba, pulía y luego las presentaba como algo muy íntimo que surgía de su interior con gran esfuerzo. Javier creía que todo era suyo, que todo se le debía y que podía cobrárselo cuando le apeteciera.
La producción, el empaque del todo que es el artista y su obra, se aceleró, un montón de fechas se cuadraron y todas las ideas que Jota había ido recogiendo y masticando por ahí quedaron fijas en cinta magnética. Era una grabación que sonaba muy plana y que debía ser remezclada por un ingeniero de lustre, –aunque yo no había oído hablar de él en mi vida–. Fueron dos semanas más de pedir taxis y llevar los bolsillos llenos de monedas para telefonear. Pero al final Jota se quitó los auriculares para anunciar al mundo que había terminado. Baltazar volvió a caminar erguido y sonriente y yo me quedé en el paro.
En realidad, me alegré. Baltazar me contrató porque pensó que yo no podía ser fascinado por Javier y eso le permitiría echar un ojo directo a sus movidas, acertó en que yo no sería alguien muy dispuesto a dejarle pasar nada. De propina soy joven, robusto y fascinado por la farándula. Un candidato perfecto a cargar y descargar furgonetas.
Pero ahora ya no quedan más furgonetas que descargar, todo se ha detenido. La industria vive pendiente de las fechas. ¿Quién saca qué cuándo? es su mantra. Después del disco se podrá girar, según como vaya el disco más fechas tendrá la gira, cuanto más se gire más se venderá el disco. Pienso en ello mientras apuro mi cena, ensalada verde y dos pescadillas que se muerden la cola.
El artista anteriormente conocido por Javier ha vuelto a casa y ha dejado huérfana a su corte y desempleados a Bum Bum y Bam Bam –más aún que a mí–. Ellos no parecen afectados, están seguros de que Jota contará con ellos cuando empiece el meneo, como no va a contar si hasta se les ve en la foto de la contraportada. Vale están al fondo y oscurecidos, pero se les reconoce, aunque más fácil sería reconocer al perro en silla de ruedas. Yo no espero ser tenido en cuenta. Javier está crecido y a poco de que vaya bien será capaz de poner condiciones y una será que yo me desvanezca en la distancia. Demasiado a menudo pienso en vez de desvanecerme en acercarme a los pisos de los militares y romperle el cuello, creo que haría un sonido muy satisfactorio.
No tengo a donde ir o puedo ir a donde quiera, es cuestión de punto de vista. Soy joven y tengo algún dinero en la caja de ahorros. Tengo más dinero escondido por ahí. Tengo una participación en ciertas movidas con Parches y sus primos. No pago vivienda, llevo mucho tiempo apalancado en casa de Bum Bum –igual que Bam Bam–. Este es el antiguo piso de alquiler de sus padres, dentro de una finca afectada, que significa que está pendiente de derribo perjudicada por una enfermedad del cemento que la hace insegura, cara de reparar y en un terreno demasiado valioso para que sigan viviendo pobres en ella. Mientras llega la ejecutiva de desalojo, que a este paso puede tardar un par de años más, es nuestro centro de operaciones. El piso contiguo ya está vacío y su puerta tapiada, pero nos hemos abierto paso con una picoleta hasta él a través de la pared del salón, que ahora es enorme y está recubierto, paredes y techo, con cartones de embalar huevos que es bueno para evitar que rebote el sonido, pero no para que no te odien los vecinos. Ensayamos continuamente para desespero de los otros últimos resistentes del edificio. Bum Bum tiene dos baterías, una en el salón/local de ensayo y otra en la que se supone es su dormitorio, como es una habitación pequeña no cabe además una cama y duerme sobre una tira de espuma estirada que luego enrolla y usa para rellenar el bombo y darle más calor al sonido, sea lo que sea que signifique esto para él. En la otra habitación hay una gran mancha de grasa en la pared justo donde toca la cama y la cabeza de Bam Bam que se declara espartano y alardea de lavarse el pelo solo con la lluvia.
Gordo, yo, ese tipo, estuvo adelgazando siguiendo el régimen más antiguo del mundo: no comer. Gordo supo que adelgazaba porque así se lo decía la báscula, aunque ni él ni nadie lo podría asegurar. Su constitución ósea continuaba haciéndole parecer una cabina telefónica especialmente grande, así que renunció definitivamente a ser modelo de bañadores y se compró más trajes viejos en el rastro, de esos que le dan el aspecto del enterrador más joven del mundo.
Baltazar no me olvida, me va consiguiendo trabajos de una o dos noches –monta, desmonta y controla las horas de esa pandilla de vagos– y algún bolo tamaño XS. Un día entro en pánico, por primera vez me doy cuenta de que la estructura que mantiene el orden de la vida de los jóvenes de mi edad no existe, no tengo trabajo y mi familia pasa tan alegremente de mí como yo de ella. ¿Como reacciono? Me vuelvo espectacularmente tacaño. Abrazo el vegetarianismo por razones económicas hasta que descubro las sardinas. Voy a las reuniones de los Hare Krishna por la comida que reparten después y por el sonido de la tabla durante. Escribo canciones. A cada recurso armónico que domino le sigue una canción que lo aplica. Son horribles estafas, todas intentan mostrar una versión falsa de mí, ni siquiera la versión que yo quisiera ser, sino la que creo que querrían los demás. Acabo hablando de recuerdos falsos y sentimientos que ni tengo ni reconozco en nadie.
–Esto suena a Jota.
Sentencia Bum Bum y yo no puedo contradecirle. Ha llegado un momento en que no puedo distinguirlas, las mías y las de él, de tanto tocarlas obligado por las suplicas de la sección rítmica que no quieren perder el toque. Me sé el repertorio completo, quizá la próxima vez que coincidamos le empuje al foso de la orquesta, donde se romperá el cuello, una desgracia para el espectáculo, hasta que surja yo de entre las bambalinas con el papel bien aprendido. Esto es de una película, seguro, ¿Bette Davis?
Es igual. Lo verdaderamente importante es mi obsesión –bueno, casi obsesión– por partirle el cuello a Javier. Es un cuello largo y elegante, no como el mío que recuerda al de un rinoceronte adulto. Compruébalo, mira ahí está en la televisión, recostado en un sillón, desde el asiento de enfrente la presentadora del espacio nocturno le sonríe bajo su maquillaje improbable. Javier está en su salsa, sus gestos son muy lentos, tranquilos. Su mirada brillante, parece ver más lejos, hacía algo que solo él puede intuir. Es un artista torturado. Cristobalito Gazmoño roquero. El existencialista que llegó del mar.
–No hablemos de lo que pasó ayer. Sí, fue estupendo, pero todo el tiempo que usamos recordando utilicémoslo para vivir ahora.
–¿Recordar no es vivir?
–Sí, pero no vivir dos veces.
Todo muy baboso, todo muy arti. Todo es un significante sin un significado real. Javier abandona el sillón y toca Ahora con la acústica. En la última estrofa parece olvidar que la lleva colgando y más que cantarla, la escupe a capela. En ese momento sus biógrafos, que los tiene, consideran que fue cuando renunció al gran público a cambio de ascender a los altares. Como dice Baltazar al teléfono un rato después.
–Uno busca un best seller, pero si se encuentra con un long seller entre las manos tampoco llora. Muchacho, ¿qué estás haciendo? ¿Te interesa un trabajo? Tengo uno de nombre larguísimo para ti. Tenemos que conseguir que la gran estrella salga de gira.
No soy nadie y mi opinión no vale una mierda, pero Javier necesita una banda y ahora la necesita ya. El tiempo de la presentación intimista acabo, el falso trío eléctrico solo funciona en estudio, el verano se intuye cerca y el verano es trabajo, es obligación. Por eso Javier y Baltazar discuten. No es novedad, Javier parece pasar mucho tiempo discutiendo con todo el mundo, es parte de la construcción de su yo, pone mucha dedicación en ello, en el real y en el artístico. Es una tarea que parece pasar inevitablemente por la destrucción del ego de los demás o al menos intentarlo. Solo parece aceptar a regañadientes lo que ya estaba en su paisaje humano primitivo y tiene tantas prevenciones contra cualquier novedad que no pueda presentar como propia que asfixia cualquier cambio antes de que llegue a enraizar. Ha acabado aceptando a Bum Bum y Bam Bam porque los ve tan aparatosamente jóvenes, tan bien dispuestos, que no parece ver en ellos ninguna competencia, ninguna posibilidad de que le hagan sombra. Pero el resto de los intentos de Baltazar por incrustar un guitarra, un teclista han fracasado. Buenos músicos de sesión, adaptables, el artista los rechaza por incompatibles, por sabihondos, por viejos. No entiendo como vuelvo a formar parte de este circo. Baltazar me lo aclara.
–Yo te quiero aquí y él... Él se siente cómodo odiándote, culpándote de todos los fallos menudos, pidiendo tu cabeza cada tres días. Él no te ve trabajar aquí, estar en esto. Él te ve como arrastrándote detrás suyo.
Prefiero no pensar en cómo me veo yo, además Baltazar calla, algo pasa por su mente, un cálculo difuso toma forma y al final con una mueca es aceptado.
–Si quiere sus juguetes viejos los tendrá.
No entiendo lo que quiere decir, tampoco me importa, tengo trabajo. Trabajos en superficie, trabajos subterráneos. Al poco me encuentro arrancando y recortando una hoja de mi libreta para darle la forma de un cuadrado con el que formar una gran papelina, el top del trabajo papirofléxico, para poder partir en dos una onza de polvo para un idiota que se ha presentado con la mitad del dinero.
–Olvídate de repetir la movida otra vez. Hay una compra mínima. ¿Entendido?
El tipo pone cara de ofendido, trece gramos le parecen una cantidad digna de respeto. Yo no respeto nada. En el trozo de papel que me ha sobrado, un trozo rectangular, se intuyen una o dos frases escritas en lápiz desvaído, solo se llega a leer una palabra, parece que ponga mañana, pero no acabo de estar seguro. ¿Cuánto tiempo llevo sin parir una canción real? Era mi manera de intentar interpretar el mundo. Ahora ya no intento hacerlo, he renunciado a encontrarle sentido, me conformo con puñaditos de billetes verdes que no gasto y que acabaré necesitando para abogados. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.
A la libreta, que llevo en el bolsillo trasero de los pantalones, le sienta fatal esta y otras agresiones y se descuaderna. Compro otra y comienzo a pasar mis notas de una a otra la primera hora de la mañana que Púas entra por la puerta de la productora.
–Gordo, ¿qué haces aquí?
–Trabajo, Púas, trabajo. ¿De dónde sales?
–He llegado de Barna ahora mismo. Baltazar quiere engañarme, dinero y promesas.
–Coge el dinero y olvida las promesas.
–Entonces, ¿el representante de talentos?
–No está.
–Dijo que me pasara a primera hora.
–Su concepto de primera hora…
–¿Espero?
–Espera.
Púas intenta darme conversación, pero yo estoy ocupado con mi rollo y le contesto con monosílabos. Me molesta su presencia. Aunque quiero creer que todo ha cambiado –y lo ha hecho: soy el tipo de la pasta, el que tiene contactos, grande como una montaña y con un pronto raro– que esté en la misma habitación que yo me hace sentir como si volviera a ser el niño que quiere que todos sean sus amigos, el que se asusta y pierde el ritmo. Tomo aire lentamente e intento fijar mi atención en recordar que Púas se deshizo de mí cuando le convino y que yo no voy buscando amistades, solo un poco de pasta, un sitio donde caerme muerto.
–¿Vas a ignorarme para siempre? –protesta Púas.
–No tengo ningún plan, es posible.
–No lo entiendo. Estas aquí currando para Javier y te veo muy adaptado. La última vez que os vi juntos estabas a punto de soltarle una hostia de las tuyas…
–Púas, cállate. ¿Esperas alguna puta explicación? Si estoy aquí sentado ahora es por el mismo motivo que tú lo estás ahí: dinero. Y el jodido sentido del humor de Baltazar.
Púas abre la boca, pero acaba sonriendo y se calla. Púas se adapta rápido, es listo. Baltazar aparece diez minutos después.
–¡Jorge! Ya estás aquí. Puntual como un reloj, es un agradable cambio. ¿No es así, Gordo? Venga, ven, pasa al despacho. ¿Nos consigues un café, Gordo?
–No.
–Ja, Ja. Es una broma, tengo una cafetera en la oficina.
No es una broma, con una sola frase Baltazar le ha puesto claro cuál es mi posición aquí, o ha confundido más hasta donde llegan mis atribuciones. Él y Púas hablan durante media hora tras la puerta, no sé de qué, pero me supongo que de algo que joderá a Javier, o no. Cuando se abre la puerta parecen haber llegado a un acuerdo.
–Gordo, excelencia ¿nos puede conseguir un taxi?
–De inmediato ¿a dónde?
–Al local, si ya has acabado con lo que sea que hagas y por lo que te pago, acompáñanos.
Son las doce, el local está pegado a un plato, era el almacén de algo, posiblemente attrezzo, del que las productoras se negaban a desprenderse obsesionadas por sacarle rentabilidad. Es un sitio muy cómodo para ensayar, sobre todo si vienes y vas en taxi y un camello se pasa por el bar de enfrente a veces a la hora del vermut, las más después de comer. El género de ese camello... la condición principal para que lo tenga es que ha de estar a esas horas ahí. Hoy está antes y todo. Es un chaval joven, voluntarioso en la tarea de destruirse la vida, son fáciles de encontrar en la periferia de los grupos, son los peor vestidos, los que más ganas tiene de destacar, de compensar algo, vienen y van, desaparecen. Todavía no he comenzado a pensar que soy yo el que los hago desaparecer.
–Javier quiere que le fíe más –me informa.
–Pásale media ración para que no se ponga pelma. A las seis cobrará un tanto, asegúrate que la mayoría de esa pasta va a parar a tu bolsillo.
–Nuestro bolsillo.
–Me alegro de que lo veas así.
Javier llega elegantemente tarde con el convencimiento de que todos estamos plegados a su rutina –lo que es cierto–, una rutina que consiste en esperar que le recoja un taxi y le lleve a desayunar cerca del local o a cualquier otro sitio al que esté obligado ir por su condición de estrella. Es un trabajo que le gusta y además sabe hacer. No tiene que preocuparse mucho por sus vicios ocultos o públicos, estos mágicamente parecen flotar en su periferia, ni demasiado al alcance, ni demasiado lejos para distraerle. Su vida pasa en el local o saliendo por ahí, son actividades que no se pisan una a la otra, al contrario, se complementan. Cuando descubre a Púas de charla con el dúo rítmico se le tuerce el gesto.
–¡Vaya Púas! Qué agradable sorpresa. Gracias por la visita ¡Adiós!
Es lo primero que sale de su boca, no es un buen comienzo, pero Baltazar no se arruga.
–Creo que no vamos a pedirle a Jorge que se marche tan rápido. Antes podríamos pedirle que nos haga un favor o dos.
–Ya se lo pedí, en su momento, y el cabrón pasó.
–Javier, solo le ofreciste promesas, ahora podemos ser más... ¿Generosos?
–¿Generoso? Le ofrecí... le ofrecí un pasaje de primera clase hacia el cielo y lo rechazó. Púas, el gran guitarrista, tiene, tenía, una gran opinión de sí mismo y con quién se quiere mezclar y con quién no, tiene muchas ideas propias, si muchas. ¿A dónde te han llevado hasta ahora?
–Parece que ahora mismo le han llevado hasta aquí. Todos hemos llegado hasta aquí, la pregunta es ¿a dónde vamos ahora? O si te gusta más: ¿a dónde nos vas a llevar ahora?
Me quito de en medio, Baltazar tiene sus propios recursos para convencerle, de entrada ha dejado claro que Púas es un empleado e inequívocamente estará por encima de él, eso satisfará su ego. Y hasta él debe ser consciente que nada suena tanto a Jota como el puto Púas. O el puto Gordo.
Anchas son mis espaldas
Basta de flash back. Regreso del trabajo, el brazo me duele, duele de cojones, las yemas de los dedos me parecen arder. Me consuelo pensando que mañana haré fiesta. He cogido días libres que tenía colgados por ahí. Mi empleador, el jodido explotador, no parecía muy contento de que lo hiciera, lo tengo demasiado bien acostumbrado. Ha empezado a darme una charla sobre el compromiso. Me he hecho el idiota, aunque en realidad deseaba… bueno dejemos estar lo que deseaba. Necesito fumarme un petardo.
Mejor dicho: el mundo necesita que yo fume, antes de que me transforme en uno de los jinetes del Apocalipsis, solo necesito encontrar un caballo que aguante mi peso. Dejaré la equitación para después, esta tarde salimos hacia Madrid. Al final será algo que contar a mis nietos o a los tuyos.
Tengo la llave en la mano cuando mi vecina abre la puerta de mi casa desde dentro, esto comienza a desfasarse; me quedo sin habla y no porque lleve unos pantalones cortos tejanos ajustados enseñando tatuajes que no conocía y una camisa amarilla, puede que de seda, con un estampado de tucanes, atado el vuelo sobre el ombligo Tiene una mirada divertida, lo que me hace preocuparme mucho.
–¿Cómo se pone la tele?
–No se pone, la antena no está conectada.
–Necesitas ver la noticia.
–¿Qué noticia?
–Tu amigo, el que vino el otro día sale en ella. No parece que le vayan bien las cosas.
–¿Qué quieres decir?
–¡Joder! Que lo entalegan.
–No entiendo.
–Que lo enchironan, que lo ponen al fresco, lo encarcelan…
Parece que los problemas de Púas son vox populi. No pensaba que fueran tan gordos, su nombre siempre sale en las listas de los que demandan y son demandados, pero de ahí a ir a parar a la cárcel... no creía que fuera posible. Antes de saber que él estaba metido por medio solo había seguido lo de Autores de refilón y después más o menos igual. La impresión que tenía es que la movida era muy poco ética, pero para nada ilegal. Hubo un tiempo en que podías hacerte un puesto en Autores solo apareciendo por allí y era un servicio al gremio más que otra cosa o eso creíamos todos. Claro que eso era antes de que hubieran cincuenta canales de TV anhelando contenidos y obligados por ley a pagarlos.
¿Entalegan a Púas? ¿Entalegan a un amigo? ¿Tengo algún amigo? Me quedo en blanco hasta que mi vecina me hace un gesto de que la acompañe y la sigo mansamente cruzando el rellano hasta su cubículo. No he pasado del recibidor nunca, parece mucho más pequeño que el mío, cuando deberían ser iguales. Barrunto que debe ser el resultado de estar lleno, lleno de todo. Muebles, posters, cuadros, animales disecados –sí, animales en plural–, percheros, libros, más libros. Todo está limpísimo, debe pasar horas y horas quitando el polvo. Estoy a punto de comenzar a hablarle de seguros e incendios, pero me muerdo la lengua.
En la Tele hay una imagen congelada. Una toma de las amplias escaleras de un edificio público –unas escaleras de esas que siempre me recuerdan a una máquina de escribir– por donde bajan unos tipos esposados rodeados de policías con la cara cubierta por pasamontañas. De los detenidos alguno también intenta taparse la cara, otros cubrirse las esposas con las chaquetas, todos tienen pinta de vejetes robagallinas patéticos. Púas no, él es más alto y como sale de los últimos la misma escalera es su pedestal y hace que todos parezcan extras y él el centro de toda la movida. Púas sonríe lleva una chaqueta fantástica y el pelo canoso, abundante y brillante, peinado hacia atrás. Mi vecina trastea con el mando a distancia y retrocede un poco antes de poner de nuevo en marcha la imagen.
–¿Lo has grabado? ¿Cómo se te ocurrió?
–La tele lo hace sola. Más o menos una hora. ¿No lo hace la tuya?
Siempre llevo un retraso considerable en los gadgets tecnológicos. Me quedé en los amplis a válvulas. Una voz en off informa del giro de los acontecimientos en el caso de los administradores, la cúpula les llaman, y relata un tejemaneje que incluye música de cortinillas, plagios conscientes, compositores que no saben música pero sí contabilidad, y más cosas que renuncio a entender. Lo siguiente es un retrato muy favorable del heroico y joven juez que ha estirado de la manta y aceptado la demanda de prisión de una acusación particular que nadie sabe muy bien de donde sale. La noticia acaba con las imágenes de los detenidos bajando por la escalera de los juzgados, camino de las cómodas instalaciones de la recientemente ampliada cárcel de las afueras.
Púas sonríe, yergue la cabeza cuando reconoce a alguien entre el público y levanta al frente las manos esposadas como si fueran un trofeo. No se arranca con Jailhouse Rock porque no le dan tiempo. Cuando le meten en la lechera vuelve la cabeza hacia nosotros y vuelve a saludar y sonreír. Cuando se cierra la puerta y desaparece hasta la voz en off parece decepcionada. Recuerdo las palabras de Baltazar Armada, sus consejos en el pasado.
–Nunca se huye de una cámara, se ríe, se llora, te desnudas, haces lo que sea, pero nunca te escondes. Ni le pegas al operador.
He vuelto a mi piso sin ser consciente de que lo hacía, me parece espacioso y fresco. Las plantas del pequeño balcón tapan lo que no quiero ver. Me duele el brazo. Un carraspeo a mi espalda me devuelve a la tierra. Mi vecina me ha seguido.
–¿Problemas?
No tengo tiempo de contestarle, el timbre del teléfono reclama mi atención. Es un alivio.
–Diga.
–¿El señor... Gordo?
–Yo mismo
–Me llamo Vicente Torella. Soy el abogado de…
–El abogado de Púas.
–Ehm... Sí.
–¿En qué puedo ayudarle?
–Según parece tenía una cita, un bolo dice él, con usted hoy, me ruega que le pregunte si podría subir a escena igualmente, no sé si se ha enterado que a él no le va a ser posible. ¿Puede ocuparse?
¿Puedo? ¿Quiero? Claro, solo es vender una guitarra, robada, extraordinariamente cara, sobre la que, ahora que pienso, cualquiera puede cuestionar su autenticidad, a un millonario desequilibrado sudamericano, por cuenta de un famoso imputado en un caso mediático. Lo hago todos los días. Digo que sí, apunto una dirección, cojo la bolsa que tenía preparada desde ayer, salgo sonámbulo de mi casa ignorando las preguntas de la vecina –Putsy, Dutsy, algo así, siempre dice que lo pronuncio mal o con falta de entusiasmo– y preguntándome por qué he dicho que sí. Me convenzo de que no podía decir otra cosa, he sido educado para esto: para seguir el camino de la aventura. Mi cerebro ha sido moldeado por las películas de Elvis y Gary Cooper desde que era un niño y es por lo que estoy ahora luchando por arrancar la moto y al poco estoy perdido en una maraña de calles con nombres sacados de los lugares de Tierra Santa más Cecilbedemilianos, buscando el despacho de un abogado. Llego tarde pero llego y por eso salgo al poco cargado con un estuche grande y antiguo –una preciosidad en sí mismo– que contemplo reverente y de una jovencita altísima que me esperaba en el despacho, la cual vestida, de entrada, no reconocí.
Ella, la jovencita, es el motivo que renuncie a atar el estuche con un millón de pulpos a mi moto y me vea obligado a abandonarla en estos lares desconocidos y tengamos que coger un taxi.
Sentado en el asiento de atrás me parece ver en su cara un poco de miedo y luego decisión y esta se me contagia. Es entonces, solo entonces, que creo comprender que me he metido en un lío de proporciones cósmicas porque estoy cansado de no hacer nada y que este mundo pequeño y presuntamente cómodo donde me había recluido por razones que prefería olvidar ha reventado por las costuras y ahora desborda y desaparece.
El taxi es espacioso, una pequeña furgoneta adaptada para llevar mucha gente o puede que tipos en sillas de ruedas, por eso, por que hay sitio y para no tener que prestar atención a Helena de Troya abro el estuche. La guitarra parece pequeña, es lo que tiene la escala corta, pequeña y preciosa, las guitarras son como las chicas: todas son preciosas, si son a ti a quién sonríen. Aquí hay algo; ¿aquí hay algo? ¿El germen de una canción? ¿De dónde vienen las canciones? ¿Vienen de dentro de este mueble que sujeto sobre una pierna? Rasgueo sus cuerdas, tiene una voz hermosa, todas la tienen. El oído es el más adaptativo de los sentidos, quizás aún más que el corazón. La vuelvo a guardar en el estuche, no estoy decepcionado. Ha sido tal como esperaba, una guitarra más. No ha quedado ningún fantasma, ningún retazo de genio retenido entre las cuerdas. Nada traspasable. No me voy a contagiar de inspiración. Vayamos a la estación, donde un tren nos ha de llevar a la capital.