A new kid in town
Ahora toca esperar. Que acabe la jornada, que Ramoncito conteste. Solo podemos quedarnos mano sobre mano y ver el tiempo pasar. Deja de sonreír, creo que ya te he calado, es en momentos como este, en que al final se acaban todas las distracciones, cuando aprovechas para preguntar.
Mis recuerdos, para mí, son importantes –todavía no he llegado al punto, ese que cuentan, en que parece más vivido el pasado que el presente o las migajas de futuro que te quedan, pero casi. Con práctica lo conseguiré, no te jode– lo que no entiendo es ¿por qué lo son para ti?
Pues eso: recuerdo que no tengo todavía dieciocho años, solo faltan unos pocos días, pero ya no importa, porque estoy subido en un tren en dirección a la capital, la corte, la villa. Como quieras llamarlo.
No creo ser un pueblerino cegado por las luces de la gran ciudad, ya he tenido mi ración de ellas y aunque repetiría parece que, por ahora, para mí el bar está cerrado. Estoy muy tranquilo, tanto como puede estarlo un niño que desconoce su propia fragilidad y confía en que tiene tiempo por delante para aprender y subsanar todos sus errores. Podría haber ido al Norte, o a Londres, o a Marruecos. No voy a Madrid porque viva un momento de explosión cultural y artística y bla bla bla, ni siquiera me he enterado de eso. Todo lo cultural y artístico que he visto de los madrileños era, más o menos, lo mismo cultural y artístico que he visto en mi ciudad. Me voy a Madrid porque tras una llamada telefónica al número escrito en una tarjeta que me dio un tipo en un lavabo, una llamada en la que no tenía, ni dejaba de tener, esperanzas he conseguido un empleo.
Soy el Gordo, desde el primer día tuve reputación de fuerza física y compromiso. Por eso creo que puedo permitirme hacer una declaración, escúchala piltrafilla: el ochenta por ciento del arte, del espectáculo, todo eso que se engloba en lo cultural, es cargar y descargar furgonetas. Si no lo crees pregúntale al Carbonero, un pilar del Rock Layetano, engendro condenado a muerte por exceso de virtuosismo. ¿Alguien recuerda a Max Suñé?
Y gracias a mi físico allí voy, en un viaje que se puede hacer largo, muy largo, como no te deja de recordar el traqueteo incesante que agita todo el vagón y cada uno de sus compartimientos en los que dos filas enfrentadas de cuatro asientos, corridos y de respaldos rectos, solo dan para acoger a pasajeros más bien raquíticos –que no es mi caso–. Sobre los asientos, enmarcadas y fijadas a las paredes, fotos en blanco y negro de temas ferroviarios roídas por el tiempo hasta ser irreconocibles. Solo cinco horas y ya estamos llegando a Zaragoza, ríete del tren bala.
Voy jugueteando con las dos tarjetas que son mi salvoconducto para el gran mundo, la de la productora madrileña que me ha contratado y la de Baltazar Armada, representante de talentos. A veces me las paso entre los dedos con la destreza del peor tahúr del mundo, otras me las meto en el calcetín y me olvido de ellas un rato, que también es una manera de tenerlas presentes. Porque sí, tengo un empleo, pero no son más de dos semanas de corre—que—te—pillo con la productora, que además de musical también resulta ser cinematográfica, rodando una película para la mayor gloria de dos cómicos costumbristas y las tetas de diferentes vedettes. No conozco mucha peña en Madrid, ni en ninguna parte, pero la tarjeta de Baltazar Armada –representante de talentos, una profesión muy especializada del ramo de la hostelería– me parece mágica, sé que él podría conseguirme algo a poco que se esforzara y no me refiero a un contrato discográfico, sino algo más prosaico –puede que unos pocos bolos–, mientras pongo en orden unas estrofas y busco unos tipos que quieran rockear sencillo y directo al corazón. Paso el rato entre estación y apeadero desierto dándole vueltas a la posibilidad, convenciéndome que ya ni siquiera tengo por qué ser la cenicienta del combo, que además de puntos flojos, tengo mis habilidades y en su momento sabré explotarlas.
Me lo repito mil veces en las siguientes semanas, mientras sorprendentemente todo me va más o menos bien. Encuentro un hostal barato y solo pernocto un día en él, a la noche siguiente ya estoy compartiendo piso con más notas de la infantería cinematográfica y eso no es tener un hogar, pero tampoco estar en la calle.
Por las noches la gente se agolpa a las puertas de los nuevos locales de moda y yo me acerco a las puertas traseras a pedir trabajo. ¿Mi presentación? Soy de Barcelona, estoy currando en el cine, mi grupo se ha disuelto, ¿no conoces Bésame?, llámame Gordo, todo el mundo lo hace.
Consigo un bolo en un garito, subo la distorsión a tope, bajo el volumen al mínimo, prácticamente recito mis canciones y alguna del noi del Poble Sec sobre un fondo saturado y ruidoso. Cosecho aplausos. La gente me paga copas que rechazo. Clavo cartelitos en tablones de anuncios: se ofrece guitarra, se busca grupo. Echo una mano montando un escenario, luego otro. Toco en otro garito, delante de una gente muy pasada que no aplaude, ni grita, ni nada y después se acercan a preguntarme si he escuchado a Suicide. Hago audiciones, doy audiciones. Voy al rastro, me compro trajes de rallas viejos, intento tener una imagen. Leo a Neruda. Toco en otro garito, la gente aplaude. Monto otro escenario. Vuelvo a trabajar en otra película, con los dos cómicos de la anterior más uno nuevo, que su número es ponerse nervioso y hablar cada vez más deprisa, hasta que no se le entiende nada, excepto alguna palabra suelta que resuena como un portazo y desata las risas.
Luego viene una mala racha, sin bolos, sin trabajos, pero tengo dinero escondido en el colchón y no me permito preocuparme. Leo a Gil de Biedma; uso como punto de libro la tarjeta de Baltazar, pienso en llamarle cada día, pero no me decido. Quienes me llaman son los del Sosiego y me proponen un bolo de relleno, un día que no sé quién ha fallado. Acepto, claro.
Hay tipos que llaman al Sosiego el Sosegón, que es el nombre de una morfina sintética que los más extremos de la noche se meten, sin saber que están liderando el comienzo de un descenso a los infiernos que ni siquiera se puede intuir. El local está de moda, en ese momento es lo más y atrae a una fauna cambiante que gira alrededor de un grupo de tipos y tipas con inquietudes artísticas, mejor o peor resueltas. Comienzo mi bolo pasadas las once de la noche, lo que me parece un poco tarde para el espectáculo que tengo montado y por eso acelero un poco el pitch de todos los temas y doy más guitarrazos. Acabo gritando a Neruda sobre un fondo de acople de guitarra y cuando pienso que me van a sacar a patadas del local la gente casi lo revienta a aplausos. Intento retirarme del escenario, pero la gente pide más. En ese momento veo al gran Baltazar Armada, representante de talentos, entrar por la puerta con un grupo de gente que no conozco excepto ¡oh! Javier. Decido que es un buen momento para tocar otro tema, lo presento.
–No os hagáis los locos, sabéis de que estoy hablando, seguro que sois expertos y si no ¡todo lo puede la práctica! Para vosotros: Pajas mentales.
Pajas, Pajas mentales
las que yo me hago nena
para no pensar en ti.
Mientras me imagino
con mucho dinero
arrogante, flipado, elegante
montado en un globo
cargado de diamantes
Pero eso no son más que pajas
Pajas mentales
las que yo me hago nena
para no pensar en ti
Es mi arreglo de Pajas, no tengo la voz de Javier, mi guitarra no es tan suelta como la de Púas. Pero soy un tío enorme con un traje a rallas gritándoles a todos que él tampoco sabe cuánto tiempo va a poder continuar engañándose. Y es viernes en una época en que todo parece posible, pero nadie se lo acaba de creer. La gente aplaude y salta, yo saludo y entre todas las caras veo a Javier que me está mirando y no parece muy contento de verme, nada contento.
Durante la hora siguiente, recojo el equipo, hablo con chicas y chicos de peinados increíbles, recibo palmaditas en la espalda y de reojo veo el deambular de Javier por la sala hasta que arrincona a Baltazar Armada y tiene una conversación con él no muy amistosa que acaba de sopetón cuando decide largarse acompañado de unos cuantos a otro sitio.
Baltazar demuestra un conocimiento profundo del local, se cuela por un lateral de la barra mientras intercambia unas frases con el camarero y se pierde en el office. Yo decido que es un buen momento y salgo detrás de él, sin una intención clara. Lo atrapo en el muelle de carga trasero, que el local comparte con todos los talleres y tallercitos que dan vida al barrio durante el día. Está fumando y mirando a ninguna parte con un gesto tenso en la cara. Me oye llegar y se gira, veo el reconocimiento en su cara.
–¿Señor Baltazar?
–¿Gordo?
–¿Me recuerda?
–Claro. Felicidades. Un buen espectáculo, un jodido buen espectáculo.
–¿Cree qué podría funcionar en una sala más grande?
–No.
–Yo tampoco.
–Me sorprendes. Todos los putos músicos os creéis que vuestra mierda es oro.
–No me creo capaz de cagar lingotes, soy un chaval muy normal, fíjese en mí, tengo una pinta que solo se puede clasificar como de inocentón. No lo niegue lo vi en su cara el día que me dio su tarjeta. Creo que es usted una persona con gran capacidad para reconocer el carácter de la gente con una sola mirada, aunque no se puede acertar siempre.
–¿Lo dices por ti?
–¿Por mí? No, hombre. Lo digo por Javier. Tengo una duda, no me cabe en la cabeza que a él se le ocurra de motu propio, ¿se dice así?, es igual; que se le ocurra eso de irse a registrar el nombre del grupo, canciones, apropiarse de todo ese... bagaje artístico. Apropiarse de algo no dudo que sea capaz de hacerlo, pero tanto papeleo me parece más cosa suya. ¿Me equivoco?
¿Qué coño estoy haciendo? No es así como tenía que funcionar una conversación con este tipo, yo tenía que ser más diplomático, olvidar que… ¿se alió con Javier para joderme? ¿Estás seguro de que paso eso? Igual mi subconsciente esperaba que se deshiciera en disculpas o más bien que lo negara todo o… ¡qué coño!, ni siquiera recuerdo por qué estoy aquí ahora, como no sea estirar de la lengua a este capullo antes de darle una hostia, creo. Baltazar me está mirando como más interesado.
–¿Quieres un cigarrillo? –es su respuesta.
–Paso del tabaco, no coloca, mata, tengo una voz que cuidar.
–Muy poca voz –dice, torciendo un poco la boca, en una mueca que diría quiere ser simpática.
–Me va a hacer llorar.
–Seguro, pero no por eso. Igual piensas que te debo algún tipo de explicación, yo no lo creo, pero te la voy a dar. No te mentiré: sí, yo me encargué del papeleo, yo registré ¿cómo lo has llamado?, ¿el bagaje?, pero lo que no fui es al que se le ocurrió la idea. Para mí el grupo estaba casi perfecto cuando lo descubrí, al 75% de perfección para ser exactos.
Baltazar se me queda mirando, parece que espera que diga algo, que le acuse de mentir, que me sulfure, pero yo estoy dispuesto a escucharle, se está bien aquí afuera, la temperatura es agradable y yo he recordado que nunca fue mi intención soltarle un bofetón, sino que me consiguiera trabajo. Mi tranquilidad parece agradarle así que continúa con su charla.
–No sé como ves esto, el espectáculo, la música, como quieras llamarlo, pero ante todo es un negocio. Vosotros, el grupo, erais una posibilidad de negocio y a eso es a lo que me dedico yo: a hacer negocios. Erais una perita en dulce, un idiota en alguna parte se había equivocado y antes de repasar vuestro contrato le había dado a la tecla de play en la máquina de hacer discos. Fue la casualidad la que os puso en marcha, siempre es la casualidad. Cuando os encontré solo probé a empujaros un poco, intentar que cogierais velocidad, unos os embalasteis más que otros, pero te aseguro que no en la dirección que yo había supuesto. No esperaba una competición de egos tan fuerte, que empezarais tan pronto a daros codazos.
Baltazar da una chupada al cigarrillo y sonríe, igual no la esperaba tan pronto, pero su gesto proclama que no es la primera vez que la ve.
–Te aseguro que la idea de dejarte fuera no fue mía ¿un rítmica fuerte, feo y formal, que compone cosas románticas? ¡Te llena el fondo de la foto! ¿Quién no lo querría? Cuando no apareciste, quedé un poco decepcionado.
–¿No aparecí dónde?
–En la negociación coño, la negociación. Ninguno de los dos te aviso. Nuestro amigo Jota ya sabemos como es, ¿no? Pero de… ¿Jorge?, ¿era Jorge? Sí, no me lo esperaba. Aunque él juró que simplemente se había olvidado. Puede que pensara que contigo fuera... es igual, si llego a pensar en algo no le funciono, Javier, bueno él lo quería, lo quiere todo y está dispuesto a hacer lo que él cree necesario para conseguirlo. La negociación acabó con muchos chillidos y con cada uno por su lado. A la primera, eso no lo había visto nunca.
–¿Y Parches?
–¿Quién? ¡Ah! Claro, el batería. Esto sí que fue idea mía, mi primera condición: no podía continuar en el grupo, si él no iba fuera, no había nada que hablar.
–¿Parches? ¿Por qué? Es bueno.
–No entiendo de técnica musical; lo que sí que entiendo es que no puedes tener un camello en el grupo. Ninguna compañía meterá pasta en algo que pueda derrumbarse a la primera redada. ¿Es tan difícil de entender? No, claro. Pues eso, incluso antes de la primera conversación en privado el batera estaba fuera. Luego caíste tú, pero insisto: yo ahí no tuve nada que ver.
–¿Por qué? –pregunto, aunque no a él, sino a mí mismo y la respuesta que me doy es que soy demasiado malo y pierdo el ritmo, por eso lo que me dice Baltazar me parece increíble.
–¡Yo qué sé! Eres demasiado grande, demasiado alto, demasiado feo, demasiado algo. ¿Quieres saber mi opinión? Demasiadas veces tienes razón, en eso que a los músicos llaman cuestiones musicales.
– No entiendo.
– ¿No entiendes? Acabas de cantar Pajas Mentales hay dentro. Sí, la recuerdo, ya lo creo. Yo quería que fuera el próximo single, un estribillo pegadizo sobre un ritmo fuerte, una canción en que un tipo proclama su inseguridad ante el mundo de una manera ligeramente obscena ¿No te parece que tiene posibilidades? ¿Recuerdas cómo era al principio? ¿Un himno de chuloputas? Eso puede tener su gracia con un combo más asentado...
Entonces me doy cuenta de que Baltazar está poniendo en palabras algo que era un pensamiento no muy elaborado en mi cabeza. Porque tú no la debes haber oído nunca, pero la letra original era: Pajas, pajas mentales, son las que tú te haces, nena, cuando piensas en mí... y mientras la tocábamos Púas y Javier jugaban a ser símbolos sexuales , intentando poner cachondo a un local de ensayo, a una platea vacía. Aunque el riff –de Púas– era, es, sencillo y poderoso a mí como canción me parecía falsa. Ninguno teníamos una corte de admiradoras, Javier tenía presencia, pero era rollo distante y místico, Púas…quizás ahora, pero entonces... No me parecía una canción para nosotros. Cuando propuse: Pajas, pajas mentales, las que yo me hago nena, para no pensar en ti... y aceptaron cambiar la persona verbal, cambiar el enfoque al del gran Gordo lloriqueando su frustración y vieron que conectaba con la del público, para ellos fue una sorpresa, habían aceptado el cambio casi como una broma. Pajas no era su favorita, para ellos era humorística, una cara B –como si tuviéramos cien discos–. Para mí era sincera, para Baltazar, para el público resultó que también.
– ¿Y me quedo fuera del grupo por tener una buena idea?
– Y por la pasta claro. Tu tanto por ciento ¿cuál iba a ser? ¿Ibas a aceptar una propinilla? ¿Comenzarías a tener opiniones propias? ¿Opiniones que pudieran tapar las de otro? ¿Justo ahora que parecía que se les habría un futuro? No creo que llegaran a pensar mucho en ello, todas las razones para prescindir de ti eran buenas razones para que Jota prescindiera de Jorge ¿no? Vamos, él no vino y me dijo: vamos a registrarlo todo, vino y me dijo: Voy a lanzar una carrera propia, haré esto y lo otro ¿me falta sellar algún papel? El grupo que había descubierto se me había deshecho entre los dedos antes de empezar. No perdí mucho tiempo llorando, tenía que elegir: un solista, la voz y la pinta o el guitarra. Jorge no está mal, pero era una apuesta más arriesgada. Mierda, todas son arriesgadas, por eso se llaman apuestas.
Hace un poco de fresco aquí afuera. Nada ha cambiado, solo conozco un poco mejor los detalles. Siempre estuve un poco acojonado con que me echaran del grupo. Al final lo hicieron.
–¿Javier se llama Jota ahora?
–No se ha calentado mucho la cabeza con el nombre, pero creo que funciona, ¿cómo lo ves?
Sobado, se de uno, no de dos, que cargan el mismo mote, pero...
–Sí funciona, además Javier siempre me deja un regusto como a cole de curas.
–¡Exacto! Jota es tan tonto... que es más personal. Gordo, también está bien, hay que ser muy... sólido para llevarlo con dignidad.
–Se hace lo que se puede.
–Con eso que estás haciendo ahora nunca llenarás salas grandes, pero hay muchas pequeñas, no creo que te falten bolos.
–Eso espero.
–Quizás pueda conseguirte algo. ¿Tienes un agente? ¿Has firmado algo?
–Nunca firmo nada. No recuerdo quién me lo enseñó.
–Ya hablaremos sobre eso. Por otra parte ¿te interesaría un trabajo?
–Un trabajo, ¿qué tipo de trabajo?
–Me tengo que inventar el nombre todavía, pero en principio es aprovechar un don que tienes.
–¿Qué don?
–Que Jota te odia y te teme a partes iguales. No acabo de comprender por qué, eres un tipo muy normal, no como él que es un jodido psicópata.
¿Javier me odia? Nunca he creído que me amara, ni siquiera que me tuviera excesiva simpatía. Vale, fui a una comisaría y le denuncié, que se joda, haber apartado sus putas manos de mi Marshall. ¿Fue personal el robo? Me robó a mí o solo robó a un cualquiera que tuvo a mano; ¿importa? Javier lo quiere todo, y lo quiere ahora, sí no lo tiene culpará a otro. Sí que es un puto psicópata. O no.
–Javier, Jota, no me odia, como mucho me desprecia.
–No me pondré a hablar sobre los sentimientos de Jota, dejémosle que lo haga él en sus canciones. No entiendo por qué, pero a la gente parece que le gusta…
Baltazar ha dicho antes que no entiende de música, ahora más o menos ha vuelto a decir los mismo. ¿No entiende por qué? Porque Javier es jodidamente bueno, y una rata, pero bueno del copón. ¿En qué exactamente?, todos los tipos que estudian música son buenos músicos, al menos mejores que yo, ¿de qué hablamos cuando decimos que es bueno?, ¿en dar la última capa?, ¿en quitar lo que sobra? Sé que es bueno en… Baltazar me está hablando y dejo estar mi intento de poner nombre al don de Javier.
– … y pienso, mientras me sea posible, potenciar esa parte de su… actividad sobre todas las demás. Gordo, Jota ahora mismo tiene un contrato. Un contrato con una compañía no consiste solo en quedarte en casa a escribir canciones y cuando estás preparado irte a un bonito estudio y grabarlas, también hay que estar disponible para gente, ir a sitios, sonreír o llorar en público y también no ir a según que sitios y no hacer según qué cosas, al menos a la vista de las cámaras.
– A Jota no se le dan muy bien los horarios.
–Pero a ti sí. ¿No, Gordo?
– Sí.
– A un artista... maduro, le daría más cuerda. Pero a Jota no. No quiero que aprenda a conducir estrellando mi coche. Le pienso poner un collar, para que no vagabundee demasiado, este collar serás tú.
–¿Collar? ¿Cómo?
–Jota no tiene un duro Gordo, por eso tendrá que seguirte.
Y de forma desenvuelta Baltazar me habla sobre horarios, billetes de tren, hoteles y sobre todo de una bolsa que tiene el bonito nombre de gastos operativos. Una bolsa cuyos cordones estarán en mi mano y no en la de Javier.
–¿Te ves capaz Gordo?
–Joder, claro
–Me parece que voy a llamarte productor ejecutivo asociado. ¿Cómo suena?
–Como un trabajo.
Garraf
La cala, el pueblo, las casitas, todo es tan pequeño que parece de juguete, un juguete carísimo. De niño habíamos venido algunas veces, en el verano, a bañarnos. Cuando me bajo de uno de los pocos trenes que paran aquí pienso que está igual de encantador que entonces, creo que es su pequeñez lo que lo conserva así. Está tan delimitado por las rocas, los barrancos, la vía del tren y el mismo mar que aquí no parece posible nada de eso que llaman desarrollo. La dirección a la que voy no está demasiado lejos del apeadero, nada está más lejos que de un bonito paseo aquí. Llegaría en nada, si no fuera por el desnivel. Soy un hombre pesado, me lo tomo con calma.
Vista desde la calle, a través de los estrechos huecos de la valla –construida con listones individuales de hierro clavados verticales en el suelo–, la casa parece pequeña y rodeada por un jardín mineral, donde solo crecen dos pinos bajos y retorcidos, unos pocos margallones y de los huecos en las piedras algunas crasas de aquellas que de niño llamábamos uva de pastor. Pico el interfono y espero. Me pregunto si la casa es de propiedad o alquilada, por aquí los alquileres son estratosféricos; ¡joder!, vive alguna de las estrellas del primer equipo; aquí o en Sitges. Sitges mola, pero Garraf, Garraf es otra cosa, al menos para mí.
¿Púas también es una estrella?, sí, en lo suyo. si no no podría vivir aquí. ¿Qué es lo suyo? Estar aquí ahora. Vuelvo a picar el timbre y al cabo de un segundo la gran puerta doble de vehículos se abre, esto me hace consciente de que nadie espera que llegue alguien caminando hasta aquí. Siento decepcionarles. Me cuelo por la puerta abierta. Enseguida me doy cuenta de que la propiedad es más grande de lo que parece, lo que he tomado por la casa es solo su bonete, el resto se desparrama sobre la lenta curva descendente de una loma pétrea que más de cincuenta metros allá decide convertirse en acantilado.
Una chica agita la mano desde una de las terrazas perimetrales a la casa. Me hace el efecto que va desnuda y a la vez cubierta de una confusión de collares, pañuelos, pareos y todos los complementos que se te puedan ocurrir bajo una pamela de paja enorme. Me siento un mirón, pero como el sendero que tengo bajo los pies solo me da la alternativa de meterme en el garaje –que parece excavado bajo la casa–, salgo de él y cruzando las piedras emergidas del mar me dirijo hacia la Venus.
–Hola. ¿Eres Gordo?
–Lo soy. Busco a Púas.
–Se ha largado a hacer una de esas cosas tan terriblemente importantes que se pasa la vida haciendo. Volverá, ha dicho que cuide de ti; ¿a qué se refería con eso?
–Ni idea. ¿Ofrecerme una cerveza?
–Ya me gustaría, pero aquí nunca hay nada para beber. No se puede dejar nada al alcance de su sobrina malvada. Es una chica que no sabe parar cuando comienza. En realidad, sí, pero le gusta asustar a todos estos viejos.
–¿Y lo consigue? Asustarlos.
–A ratos sí. Ahora creo que ya la han calado o ella se ha aburrido de excesos. Tengo que pensarlo. ¿Quieres un zumo? ¿O una horchata? A mí me enloquece. Dame un vaso de horchata y seré tuya.
Lo dice y descansa las manos en las caderas y adelanta los pechos, bastante grandes y redondos, cubiertos de collares y pañuelos, totalmente visibles y ocultos a la vez. Cualquier otra chica haciendo eso frente a mí quedaría ridícula, pero ella debe sobrevolar bastante por encima el metro noventa y quedan a una altura que me impide mirar hacia abajo sin sentir no exactamente vergüenza, pero sí algo parecido.
Decido que está loca, con una locura desvergonzada y totalmente falsa, que no es más que un complemento a juego con su sombrero imposible. Por propia iniciativa me siento en uno de los sillones de rafia color arena que amueblan la terraza.
–¿Cómo te llamas?
–Llámame cielo o quizás cariño –contesta mientras lanza la pamela como un frisbi que aterriza en el asiento del sillón más alejado.
–No tengo bastante confianza para llamarte así.
–¿Y yo tengo qué llamarte Gordo?
–Sería lo adecuado.
–Vale, te llamaré Gordo. ¿A qué te dedicas Gordo? ¿Eres una estrella? ¿Un productor famoso? ¿Un gran tiburón de la industria?
–Boquerón de la industria, más bien un boquerón.
Ella se queda silenciosa un segundo y luego se echa a reír, puede que un poco demasiado alto y después se desploma ante mí en una chaise longue a juego con el sillón en el que estoy sentado y con todo lo que se ve por aquí, dedica un tiempo a recolocarse todos los trapos que lleva encima hasta que muestran exactamente lo que ella quiere enseñar, luego suspira satisfecha.
–Eres gracioso. Viejo, pero gracioso.
–Tu eres joven y …no se me ocurre nada más. ¿Eres algo debajo de tus disfraces?
–Retiro lo de gracioso.
–Yo lo de joven. ¿Crees que Púas tardará mucho?
–Tardar, me tiene abandonada, tirada... olvidada aquí, le avergüenzo, soy una chica muy mala, soy la peor de sus sobrinas. Aun así, tengo que estarle agradecida. No me han ido bien las cosas, necesito resetearme, ¿lo entiendes?
–Sí claro, creo. ¿A qué te dedicabas? ¿Qué es eso que te ha ido tan mal?
–Follaba por dinero.
–Me parece imposible que te fuera mal.
–Soy muy holgazana, solo tenía un cliente, un día se cansó y se fue con una más joven.
La conversación queda interrumpida por el ruido de las puertas al abrirse. Simulo quedarme hipnotizado con ello. Cuando las puertas aún no están abiertas del todo un cuatro por cuatro redondeado y brillante entra enorme y silencioso transportando a Púas en el interior.
–Mi Titojorge –Dice ella con un retintín de fastidio y es cuando comienzo a sopesar seriamente que ella sea familia de Púas–, se acabó la fiesta.
Púas encara el vehículo con la puerta del garaje y lo detiene allí. Baja de él, hace un gesto de saludo y vuelve a meter medio cuerpo dentro para salir con las manos llenas de periódicos. Oigo una puerta corredera detrás mío, cuando me doy la vuelta ella ha desaparecido.
–¿Hace mucho qué llegaste? –se interesa educado Púas mientras se derrumba justo donde hace un segundo estaba la Diosa del Amor, Amor con mayúscula.
–Diez minutos.
–¿Te han violentado?
–No demasiado, sí que me han asustado un poco.
–Es lo que mejor hace: asustar. A todo el mundo. Desde pequeña. Mi hermana no puede con ella. Su futuro ex–marido lloraba cada noche bajo su balcón, ella a cambio le tiraba macetas. Ahora está aquí asustando a los vecinos, apedreando a los gatos y paseándose en pelotas por el borde del acantilado, al final provocará un naufragio. Estoy harto, pero la familia es la familia. ¿Éramos así de jóvenes?
–Así o parecidos.
–¿Y al final se nos pasa?
–No lo sé.
Púas parece sopesar mi declaración, deseando rebatirla, Seguro que puede hacerlo, mi filosofía está basada en letras de canciones y claro es muy subjetiva. Igual la suya se basa en lo que lee en los periódicos, medía docena de ellos descansan sobre la mesa baja entre nosotros. Los señalo.
–¿No tienes internet? Hasta yo tengo internet.
–Odio leer en una pantalla, prefiero el papel.
–¿Los lees todos?
–No siempre, ahora hay asuntos que prefiero seguir de cerca.
Supongo que se refiere a la sucesión de demandas cruzadas entre algunos autores, la sociedad que debería defender sus derechos y los diferentes grupos del interior de la sociedad que se acusan unos a otros de pecadillos contables y trato de favor. No me importa Autores, siempre ha sido algo lejano para mí, al contrario que para Púas, y hasta para Javier –cuya capilla ardiente estuvo en los salones de la sociedad y fue más visitada que la de Franco o al menos eso parecía por la tele.
Púas se ha estado removiendo en la chaise longue durante toda la conversación, pero al fin parece haber encontrado una posición cómoda y se frota los dedos de una mano contra los de la otra. Es un gesto que le he visto hacer de siempre, calentar los dedos justo antes de tocar, pero ahora lo que hace es pedirme cuentas.
–Explícate Gordo.
–Creo que tengo un comprador, un posible comprador. Querrá examinar la guitarra.
–¿Quién es?
–Alguien que alguien conoce. Eché un vistazo en internet, tiene una treintena de vídeos colgados, un poco de todo, fiestas, presentaciones, actuaciones, famosos, el gran mundo. Es un potentado, hijo y nieto de potentados, parece que se puede permitir cualquier capricho.
–Veámoslo –dice levantándose y haciéndome el gesto de que le siga al interior de su choza.
Al frente de la casa, en la fachada que da al mar, un salón muy amplio casi totalmente acristalado resigue el largo de una piscina cuyo borde más alejado intenta confundirse con el horizonte. Hay un esbelto escritorio en un lateral, Púas, me ofrece el asiento a juego antes de que a petición de sus dedos la mesa escupa un monitor. La silla es estrecha para mí y mis codos tropiezan con los reposabrazos mientras tecleo y consigo que las aventuras de Ramoncito llenen la pantalla.
–Yo a este tipo lo tengo visto –asegura Púas.
–¿De dónde?
–Ahora no sabría decírtelo.
Pasamos la hora siguiente resiguiendo la huella digital de Ramoncito en internet, hasta que se nos hace conocida la cara ancha y morena y su sonrisa, en la que parecen haber más dientes de los necesarios. Le acompañamos en los más diferentes saraos posibles a lo largo y ancho del mundo. Asistimos, entre otras cosas, al unpacking de su McLaren. Me choca que tenga más de mil amigos en las redes sociales, yo no tengo ninguno. Soy un ser de otra época. Acepto que nunca he tenido demasiados amigos, pero que mil tipos se interesen por con qué o con quién me emborraché anoche me parece ligeramente obsceno.
La chica vuelve a aparecer, camina al otro lado de los ventanales iluminada por el sol. Ahora lleva un quimono sencillo, se ha pintado mucho los ojos y luego ha debido usar un espray de agua para que todo el maquillaje se corra como si hubiera llorado, estaría fantástica en la portada de un LP. Púas sorprende mi mirada.
–Muy artística –digo.
–Sí, no lo hace mal, le prometí que podría quedarse contigo, cuando acabáramos.
–¿Quedarse conmigo!
–Sí hombre, escríbele un par de temas, hazla gritar un poco.
–¿Por qué yo?
–¿Sinceramente?
–Claro.
–Le prometí que le presentaría a alguien que la ayudaría a hacerse un repertorio y a su madre que le quitaría de la cabeza la historia. Creo que contigo cumplo con las dos. Además ¿crees que estoy en un momento en que nadie me vaya a hacer un favor? ¿Conoces alguien más barato? Además, está loca, loca a tu estilo.
–¿Mi estilo?
–Tu estilo.
–¿Cuál es mi estilo?
–Sufro mucho, soy muy sincero, os abriré mi alma y luego os mataré lentamente.
–Lo has clavado.
–Claro.
Ramoncito se ríe de nosotros en la pantalla y luego se bebe una cerveza con ¡el puto Ted Nugent! Mi segundo facha favorito. Los dos nos quedamos sin habla. Hasta que Púas da una palmada, obliga a que el escritorio se trague la pantalla y desaparece el encantamiento.
–Lo acepto, tiene la pasta y las ganas. ¿Gordo, por qué vives en esa mierda de piso, en esa mierda de barrio, si en veinticuatro horas te presentas con... inversores como este bajo el brazo?
–No es una mierda de piso, el barrio es mejor que nuestro antiguo barrio. Tiene una gran ventaja: nadie te demanda, si acaso solo intentan apuñalarte, pero bueno, eso pasa en todas las familias ¿no?
–Sí. ¿Tenemos una oferta?
–No, no lo sé. Cuando hablé con él le dije que era una subasta, él no ofreció nada, pidió las fotos, y ahora tengo una llamada perdida suya. Tengo una llamada perdida por qué no le cogí el teléfono. Él querrá verla. ¿Estás preparado para eso, Púas?
–Lo estoy. Cuando quiera, donde quiera. Llámale.
–¿Ahora?
Púas no tienen dudas, nunca las tiene. Yo cada vez tengo más, cada paso que doy en esta historia me cuesta más que el anterior. Hay mucho dinero en juego y donde lo hay siempre hay más posibilidades de cabrear a alguien a quien no se deba cabrear.
–Podemos probar, pero Púas: yo me voy a tener que echar a un lado más pronto que tarde y esto se transformará en tu baile.
–Si así lo quieres. Ahora llama, veamos qué le parece.
Marco el número largo de nuevo, espero mientras la señal atraviesa capas de silencio y suena el timbre al otro lado de un vacío eléctrico.
Suena un timbre
Al otro lado de un vacío eléctrico
Espero, soy bueno esperando
Como malo soy olvidando
No sirve de nada negarlo
¿Son malas noticias nena?
Tendré que vivir con ellas
Cuando ya no estés.
–¿Aló?– Es la misma voz que la otra vez.
–¿Me pone con Ramoncito, por favor?
–Enseguida, espera su llamada, Señor Gordon.
La voz me ha aceptado en su mundo. No he de ser rencoroso, seguramente solo hace su trabajo, filtrar las llamadas del gran jefe.¿Gordon?, no es mal apodo, nombre de ginebra. Podría hacerme llamar Señor Gordon y tocar cosas de Elvis, acompañado solo con el bajo, seguro que alguien ya lo ha hecho. Una voz interrumpe mis flipadas.
– Vi las fotos un bonito decorado, llevo desde entonces salivando. ¿Sabes qué tengo una hermana que lo sabe todo, todo, sobre el papel?
–No sabía que tenías una hermana, no sé quién eres, solo un teléfono apuntado en el dorso de una tarjeta.
Silencio, no sé si he dicho algo inapropiado, o dice algo ya o colgaré y pensaré otra cosa, como volver a la ciudad y comprar una batería para la moto. Me interrumpe un bufido.
–Me he quedado sin aire. Hoy estoy fatal, pata ¿Sabes de quien es ahora el Hoffner?
–¿Qué Hoffner?
–Ya sabes que Hoffner, todo el mundo sabe qué Hoffner. Tú has visto una foto… pero yo sé quién lo tiene ahora, te daré una pista: no es el Maca. Conseguiré una muestra del bonito papelote que lleva pegado, la tendré mañana o pasado a más tardar. ¿Quieres seguir en el juego o te han entrado las cagarrinas?
Miro a Púas, su cara es de total inocencia, eso me debería aterrorizar. Hace una seña de adelante.
–Sigo en el juego. Debería decir seguimos en el juego.
Silencio otra vez, no sé cómo me apaño, pero sé que le estoy pisando algún callo sin proponérmelo. Esta vez no dejo que el silencio se prolongue.
–No hay ningún problema, pero es un asunto delicado, Sé que tiene que examinar cuidadosamente el género. Solo tenemos que cuadrar fechas, comprenderá que hay más gente …
–¡Más gente! ¡Comprender! No quiero comprender nada. Yo solo quiero ver la jodida guitarra. Si la autentifico es mía. Te daré lo mismo que dio el ruso por la P36.
Se me seca la boca. La P36. Dos millones trecientos mil dólares, en una subasta, hace tres o cuatro años. Una Gibson, muy redondeada, con una P90 pegada justo al taco del mástil. En las fotos de la época colgada de él o de su colega –el místico, no cara de niña–, que tenía otra igual, parece casi Jumbo, enorme. Aunque no lo es tanto, todos eran bastante canijos, niños de posguerra, por eso lo parece. Una guitarra que también le robaron, desaparecida durante un chorro de años. ¿La diferencia? El robo prescribió, no estaba asegurada.
–Es un precio interesante –acierto a balbucear.
–Es un precio que nadie te dará. ¡Rafael! ¿Qué día estamos en Madrid... ¿Eso es el sábado? Tráela este sábado, antes del vermut, me habéis enganchado al vermut. En el hotel, el sábado. A la una. Rafael dile que puto hotel es.
Se escuchan unos cuantos golpes mientras el teléfono rebota sobre algo hasta que alguien lo atrapa.
–¿Sr. Gordon?
–¿Rafael?
–En Madrid nos alojamos en el Hotel Villa Magna, en la Castellana, pero claro usted ya debe conocerlo. Dadas las múltiples ocupaciones del Señor le sugiero que me llame sobre las once para confirmar la cita.
–Así lo haré. Gracias.
–No se merecen.
Púas está impertérrito, yo como un flan, debe mover millones cada día, eso o se ha muerto de la impresión.
–Dos millones trescientos mil dólares –silabeo.
Púas parece despertar, arruga un pelo la nariz y el muy capullo suelta:
–Un porcentaje sobre dos millones trescientos mil dólares y el dólar está bajo.
Como no sigo el mercado de divisas –aunque recuerdo que el tipo de la cara de mono, el otro día en la tele, dijo que era el más grande del mundo– no se lo discuto, lo que le digo es:
–Sé dónde está ese hotel, van tipos importantes. Tendrás que ir a Madrid, ¿cómo lo tienes?
–Iremos, no lo dudes.
Púas se levanta y desaparece tras una puerta, por la que regresa en menos de un minuto, lleva un sobre de papel de estraza, lo abre y comienza a contar billetes de cincuenta me tiende un puñado.
–Busca transporte, ida... ¿Regreso, abierto? Hotel, no el mismo, pero cerca. Que cojones, ocúpate de los detalles. Siempre se te han dado bien, ¿salimos el viernes para estar allí el sábado frescos? El viernes por la mañana voy al juzgado, a las nueve…
Habla y habla, no suele hacerlo, así no. Le brilla la mirada ¿Porcentajes? Parece que ahora él vive para esto de los porcentajes. Debe necesitar la pasta, igual que yo. Miro a través de los ventanales, la chica del quimono ensaya escalas y poses junto a la piscina. Me parecen desmayos o momentos mortis. Ahora está probando, bajito, diferentes chillidos de horror, creo. Me he olvidado de Púas. Salgo al exterior, me acerco a escuchar sus grititos. Son bastante musicales. Al final no puedo contenerme y le digo, por decir algo.
– ¡Eh! Eso está bastante bien. Muy sentido. Suenas muy asustada.
Ella me mira, de golpe parece muy enfadada. ¿Por qué he planteado la posibilidad de que algo pueda asustarla? Creo que sopesa la posibilidad de empujarme a la piscina y doy un paso atrás alejándome del borde, por si acaso. Ella debe darse cuenta de lo que pienso, porque se echa a reír antes de darse la vuelta y regresar hacia la casa llevándose con ella mi corazón. Son malas noticias nena, tendré que vivir con ellas, cuando no estés.
Ahora toca esperar. Que acabe la jornada, que Ramoncito conteste. Solo podemos quedarnos mano sobre mano y ver el tiempo pasar. Deja de sonreír, creo que ya te he calado, es en momentos como este, en que al final se acaban todas las distracciones, cuando aprovechas para preguntar.
Mis recuerdos, para mí, son importantes –todavía no he llegado al punto, ese que cuentan, en que parece más vivido el pasado que el presente o las migajas de futuro que te quedan, pero casi. Con práctica lo conseguiré, no te jode– lo que no entiendo es ¿por qué lo son para ti?
Pues eso: recuerdo que no tengo todavía dieciocho años, solo faltan unos pocos días, pero ya no importa, porque estoy subido en un tren en dirección a la capital, la corte, la villa. Como quieras llamarlo.
No creo ser un pueblerino cegado por las luces de la gran ciudad, ya he tenido mi ración de ellas y aunque repetiría parece que, por ahora, para mí el bar está cerrado. Estoy muy tranquilo, tanto como puede estarlo un niño que desconoce su propia fragilidad y confía en que tiene tiempo por delante para aprender y subsanar todos sus errores. Podría haber ido al Norte, o a Londres, o a Marruecos. No voy a Madrid porque viva un momento de explosión cultural y artística y bla bla bla, ni siquiera me he enterado de eso. Todo lo cultural y artístico que he visto de los madrileños era, más o menos, lo mismo cultural y artístico que he visto en mi ciudad. Me voy a Madrid porque tras una llamada telefónica al número escrito en una tarjeta que me dio un tipo en un lavabo, una llamada en la que no tenía, ni dejaba de tener, esperanzas he conseguido un empleo.
Soy el Gordo, desde el primer día tuve reputación de fuerza física y compromiso. Por eso creo que puedo permitirme hacer una declaración, escúchala piltrafilla: el ochenta por ciento del arte, del espectáculo, todo eso que se engloba en lo cultural, es cargar y descargar furgonetas. Si no lo crees pregúntale al Carbonero, un pilar del Rock Layetano, engendro condenado a muerte por exceso de virtuosismo. ¿Alguien recuerda a Max Suñé?
Y gracias a mi físico allí voy, en un viaje que se puede hacer largo, muy largo, como no te deja de recordar el traqueteo incesante que agita todo el vagón y cada uno de sus compartimientos en los que dos filas enfrentadas de cuatro asientos, corridos y de respaldos rectos, solo dan para acoger a pasajeros más bien raquíticos –que no es mi caso–. Sobre los asientos, enmarcadas y fijadas a las paredes, fotos en blanco y negro de temas ferroviarios roídas por el tiempo hasta ser irreconocibles. Solo cinco horas y ya estamos llegando a Zaragoza, ríete del tren bala.
Voy jugueteando con las dos tarjetas que son mi salvoconducto para el gran mundo, la de la productora madrileña que me ha contratado y la de Baltazar Armada, representante de talentos. A veces me las paso entre los dedos con la destreza del peor tahúr del mundo, otras me las meto en el calcetín y me olvido de ellas un rato, que también es una manera de tenerlas presentes. Porque sí, tengo un empleo, pero no son más de dos semanas de corre—que—te—pillo con la productora, que además de musical también resulta ser cinematográfica, rodando una película para la mayor gloria de dos cómicos costumbristas y las tetas de diferentes vedettes. No conozco mucha peña en Madrid, ni en ninguna parte, pero la tarjeta de Baltazar Armada –representante de talentos, una profesión muy especializada del ramo de la hostelería– me parece mágica, sé que él podría conseguirme algo a poco que se esforzara y no me refiero a un contrato discográfico, sino algo más prosaico –puede que unos pocos bolos–, mientras pongo en orden unas estrofas y busco unos tipos que quieran rockear sencillo y directo al corazón. Paso el rato entre estación y apeadero desierto dándole vueltas a la posibilidad, convenciéndome que ya ni siquiera tengo por qué ser la cenicienta del combo, que además de puntos flojos, tengo mis habilidades y en su momento sabré explotarlas.
Me lo repito mil veces en las siguientes semanas, mientras sorprendentemente todo me va más o menos bien. Encuentro un hostal barato y solo pernocto un día en él, a la noche siguiente ya estoy compartiendo piso con más notas de la infantería cinematográfica y eso no es tener un hogar, pero tampoco estar en la calle.
Por las noches la gente se agolpa a las puertas de los nuevos locales de moda y yo me acerco a las puertas traseras a pedir trabajo. ¿Mi presentación? Soy de Barcelona, estoy currando en el cine, mi grupo se ha disuelto, ¿no conoces Bésame?, llámame Gordo, todo el mundo lo hace.
Consigo un bolo en un garito, subo la distorsión a tope, bajo el volumen al mínimo, prácticamente recito mis canciones y alguna del noi del Poble Sec sobre un fondo saturado y ruidoso. Cosecho aplausos. La gente me paga copas que rechazo. Clavo cartelitos en tablones de anuncios: se ofrece guitarra, se busca grupo. Echo una mano montando un escenario, luego otro. Toco en otro garito, delante de una gente muy pasada que no aplaude, ni grita, ni nada y después se acercan a preguntarme si he escuchado a Suicide. Hago audiciones, doy audiciones. Voy al rastro, me compro trajes de rallas viejos, intento tener una imagen. Leo a Neruda. Toco en otro garito, la gente aplaude. Monto otro escenario. Vuelvo a trabajar en otra película, con los dos cómicos de la anterior más uno nuevo, que su número es ponerse nervioso y hablar cada vez más deprisa, hasta que no se le entiende nada, excepto alguna palabra suelta que resuena como un portazo y desata las risas.
Luego viene una mala racha, sin bolos, sin trabajos, pero tengo dinero escondido en el colchón y no me permito preocuparme. Leo a Gil de Biedma; uso como punto de libro la tarjeta de Baltazar, pienso en llamarle cada día, pero no me decido. Quienes me llaman son los del Sosiego y me proponen un bolo de relleno, un día que no sé quién ha fallado. Acepto, claro.
Hay tipos que llaman al Sosiego el Sosegón, que es el nombre de una morfina sintética que los más extremos de la noche se meten, sin saber que están liderando el comienzo de un descenso a los infiernos que ni siquiera se puede intuir. El local está de moda, en ese momento es lo más y atrae a una fauna cambiante que gira alrededor de un grupo de tipos y tipas con inquietudes artísticas, mejor o peor resueltas. Comienzo mi bolo pasadas las once de la noche, lo que me parece un poco tarde para el espectáculo que tengo montado y por eso acelero un poco el pitch de todos los temas y doy más guitarrazos. Acabo gritando a Neruda sobre un fondo de acople de guitarra y cuando pienso que me van a sacar a patadas del local la gente casi lo revienta a aplausos. Intento retirarme del escenario, pero la gente pide más. En ese momento veo al gran Baltazar Armada, representante de talentos, entrar por la puerta con un grupo de gente que no conozco excepto ¡oh! Javier. Decido que es un buen momento para tocar otro tema, lo presento.
–No os hagáis los locos, sabéis de que estoy hablando, seguro que sois expertos y si no ¡todo lo puede la práctica! Para vosotros: Pajas mentales.
Pajas, Pajas mentales
las que yo me hago nena
para no pensar en ti.
Mientras me imagino
con mucho dinero
arrogante, flipado, elegante
montado en un globo
cargado de diamantes
Pero eso no son más que pajas
Pajas mentales
las que yo me hago nena
para no pensar en ti
Es mi arreglo de Pajas, no tengo la voz de Javier, mi guitarra no es tan suelta como la de Púas. Pero soy un tío enorme con un traje a rallas gritándoles a todos que él tampoco sabe cuánto tiempo va a poder continuar engañándose. Y es viernes en una época en que todo parece posible, pero nadie se lo acaba de creer. La gente aplaude y salta, yo saludo y entre todas las caras veo a Javier que me está mirando y no parece muy contento de verme, nada contento.
Durante la hora siguiente, recojo el equipo, hablo con chicas y chicos de peinados increíbles, recibo palmaditas en la espalda y de reojo veo el deambular de Javier por la sala hasta que arrincona a Baltazar Armada y tiene una conversación con él no muy amistosa que acaba de sopetón cuando decide largarse acompañado de unos cuantos a otro sitio.
Baltazar demuestra un conocimiento profundo del local, se cuela por un lateral de la barra mientras intercambia unas frases con el camarero y se pierde en el office. Yo decido que es un buen momento y salgo detrás de él, sin una intención clara. Lo atrapo en el muelle de carga trasero, que el local comparte con todos los talleres y tallercitos que dan vida al barrio durante el día. Está fumando y mirando a ninguna parte con un gesto tenso en la cara. Me oye llegar y se gira, veo el reconocimiento en su cara.
–¿Señor Baltazar?
–¿Gordo?
–¿Me recuerda?
–Claro. Felicidades. Un buen espectáculo, un jodido buen espectáculo.
–¿Cree qué podría funcionar en una sala más grande?
–No.
–Yo tampoco.
–Me sorprendes. Todos los putos músicos os creéis que vuestra mierda es oro.
–No me creo capaz de cagar lingotes, soy un chaval muy normal, fíjese en mí, tengo una pinta que solo se puede clasificar como de inocentón. No lo niegue lo vi en su cara el día que me dio su tarjeta. Creo que es usted una persona con gran capacidad para reconocer el carácter de la gente con una sola mirada, aunque no se puede acertar siempre.
–¿Lo dices por ti?
–¿Por mí? No, hombre. Lo digo por Javier. Tengo una duda, no me cabe en la cabeza que a él se le ocurra de motu propio, ¿se dice así?, es igual; que se le ocurra eso de irse a registrar el nombre del grupo, canciones, apropiarse de todo ese... bagaje artístico. Apropiarse de algo no dudo que sea capaz de hacerlo, pero tanto papeleo me parece más cosa suya. ¿Me equivoco?
¿Qué coño estoy haciendo? No es así como tenía que funcionar una conversación con este tipo, yo tenía que ser más diplomático, olvidar que… ¿se alió con Javier para joderme? ¿Estás seguro de que paso eso? Igual mi subconsciente esperaba que se deshiciera en disculpas o más bien que lo negara todo o… ¡qué coño!, ni siquiera recuerdo por qué estoy aquí ahora, como no sea estirar de la lengua a este capullo antes de darle una hostia, creo. Baltazar me está mirando como más interesado.
–¿Quieres un cigarrillo? –es su respuesta.
–Paso del tabaco, no coloca, mata, tengo una voz que cuidar.
–Muy poca voz –dice, torciendo un poco la boca, en una mueca que diría quiere ser simpática.
–Me va a hacer llorar.
–Seguro, pero no por eso. Igual piensas que te debo algún tipo de explicación, yo no lo creo, pero te la voy a dar. No te mentiré: sí, yo me encargué del papeleo, yo registré ¿cómo lo has llamado?, ¿el bagaje?, pero lo que no fui es al que se le ocurrió la idea. Para mí el grupo estaba casi perfecto cuando lo descubrí, al 75% de perfección para ser exactos.
Baltazar se me queda mirando, parece que espera que diga algo, que le acuse de mentir, que me sulfure, pero yo estoy dispuesto a escucharle, se está bien aquí afuera, la temperatura es agradable y yo he recordado que nunca fue mi intención soltarle un bofetón, sino que me consiguiera trabajo. Mi tranquilidad parece agradarle así que continúa con su charla.
–No sé como ves esto, el espectáculo, la música, como quieras llamarlo, pero ante todo es un negocio. Vosotros, el grupo, erais una posibilidad de negocio y a eso es a lo que me dedico yo: a hacer negocios. Erais una perita en dulce, un idiota en alguna parte se había equivocado y antes de repasar vuestro contrato le había dado a la tecla de play en la máquina de hacer discos. Fue la casualidad la que os puso en marcha, siempre es la casualidad. Cuando os encontré solo probé a empujaros un poco, intentar que cogierais velocidad, unos os embalasteis más que otros, pero te aseguro que no en la dirección que yo había supuesto. No esperaba una competición de egos tan fuerte, que empezarais tan pronto a daros codazos.
Baltazar da una chupada al cigarrillo y sonríe, igual no la esperaba tan pronto, pero su gesto proclama que no es la primera vez que la ve.
–Te aseguro que la idea de dejarte fuera no fue mía ¿un rítmica fuerte, feo y formal, que compone cosas románticas? ¡Te llena el fondo de la foto! ¿Quién no lo querría? Cuando no apareciste, quedé un poco decepcionado.
–¿No aparecí dónde?
–En la negociación coño, la negociación. Ninguno de los dos te aviso. Nuestro amigo Jota ya sabemos como es, ¿no? Pero de… ¿Jorge?, ¿era Jorge? Sí, no me lo esperaba. Aunque él juró que simplemente se había olvidado. Puede que pensara que contigo fuera... es igual, si llego a pensar en algo no le funciono, Javier, bueno él lo quería, lo quiere todo y está dispuesto a hacer lo que él cree necesario para conseguirlo. La negociación acabó con muchos chillidos y con cada uno por su lado. A la primera, eso no lo había visto nunca.
–¿Y Parches?
–¿Quién? ¡Ah! Claro, el batería. Esto sí que fue idea mía, mi primera condición: no podía continuar en el grupo, si él no iba fuera, no había nada que hablar.
–¿Parches? ¿Por qué? Es bueno.
–No entiendo de técnica musical; lo que sí que entiendo es que no puedes tener un camello en el grupo. Ninguna compañía meterá pasta en algo que pueda derrumbarse a la primera redada. ¿Es tan difícil de entender? No, claro. Pues eso, incluso antes de la primera conversación en privado el batera estaba fuera. Luego caíste tú, pero insisto: yo ahí no tuve nada que ver.
–¿Por qué? –pregunto, aunque no a él, sino a mí mismo y la respuesta que me doy es que soy demasiado malo y pierdo el ritmo, por eso lo que me dice Baltazar me parece increíble.
–¡Yo qué sé! Eres demasiado grande, demasiado alto, demasiado feo, demasiado algo. ¿Quieres saber mi opinión? Demasiadas veces tienes razón, en eso que a los músicos llaman cuestiones musicales.
– No entiendo.
– ¿No entiendes? Acabas de cantar Pajas Mentales hay dentro. Sí, la recuerdo, ya lo creo. Yo quería que fuera el próximo single, un estribillo pegadizo sobre un ritmo fuerte, una canción en que un tipo proclama su inseguridad ante el mundo de una manera ligeramente obscena ¿No te parece que tiene posibilidades? ¿Recuerdas cómo era al principio? ¿Un himno de chuloputas? Eso puede tener su gracia con un combo más asentado...
Entonces me doy cuenta de que Baltazar está poniendo en palabras algo que era un pensamiento no muy elaborado en mi cabeza. Porque tú no la debes haber oído nunca, pero la letra original era: Pajas, pajas mentales, son las que tú te haces, nena, cuando piensas en mí... y mientras la tocábamos Púas y Javier jugaban a ser símbolos sexuales , intentando poner cachondo a un local de ensayo, a una platea vacía. Aunque el riff –de Púas– era, es, sencillo y poderoso a mí como canción me parecía falsa. Ninguno teníamos una corte de admiradoras, Javier tenía presencia, pero era rollo distante y místico, Púas…quizás ahora, pero entonces... No me parecía una canción para nosotros. Cuando propuse: Pajas, pajas mentales, las que yo me hago nena, para no pensar en ti... y aceptaron cambiar la persona verbal, cambiar el enfoque al del gran Gordo lloriqueando su frustración y vieron que conectaba con la del público, para ellos fue una sorpresa, habían aceptado el cambio casi como una broma. Pajas no era su favorita, para ellos era humorística, una cara B –como si tuviéramos cien discos–. Para mí era sincera, para Baltazar, para el público resultó que también.
– ¿Y me quedo fuera del grupo por tener una buena idea?
– Y por la pasta claro. Tu tanto por ciento ¿cuál iba a ser? ¿Ibas a aceptar una propinilla? ¿Comenzarías a tener opiniones propias? ¿Opiniones que pudieran tapar las de otro? ¿Justo ahora que parecía que se les habría un futuro? No creo que llegaran a pensar mucho en ello, todas las razones para prescindir de ti eran buenas razones para que Jota prescindiera de Jorge ¿no? Vamos, él no vino y me dijo: vamos a registrarlo todo, vino y me dijo: Voy a lanzar una carrera propia, haré esto y lo otro ¿me falta sellar algún papel? El grupo que había descubierto se me había deshecho entre los dedos antes de empezar. No perdí mucho tiempo llorando, tenía que elegir: un solista, la voz y la pinta o el guitarra. Jorge no está mal, pero era una apuesta más arriesgada. Mierda, todas son arriesgadas, por eso se llaman apuestas.
Hace un poco de fresco aquí afuera. Nada ha cambiado, solo conozco un poco mejor los detalles. Siempre estuve un poco acojonado con que me echaran del grupo. Al final lo hicieron.
–¿Javier se llama Jota ahora?
–No se ha calentado mucho la cabeza con el nombre, pero creo que funciona, ¿cómo lo ves?
Sobado, se de uno, no de dos, que cargan el mismo mote, pero...
–Sí funciona, además Javier siempre me deja un regusto como a cole de curas.
–¡Exacto! Jota es tan tonto... que es más personal. Gordo, también está bien, hay que ser muy... sólido para llevarlo con dignidad.
–Se hace lo que se puede.
–Con eso que estás haciendo ahora nunca llenarás salas grandes, pero hay muchas pequeñas, no creo que te falten bolos.
–Eso espero.
–Quizás pueda conseguirte algo. ¿Tienes un agente? ¿Has firmado algo?
–Nunca firmo nada. No recuerdo quién me lo enseñó.
–Ya hablaremos sobre eso. Por otra parte ¿te interesaría un trabajo?
–Un trabajo, ¿qué tipo de trabajo?
–Me tengo que inventar el nombre todavía, pero en principio es aprovechar un don que tienes.
–¿Qué don?
–Que Jota te odia y te teme a partes iguales. No acabo de comprender por qué, eres un tipo muy normal, no como él que es un jodido psicópata.
¿Javier me odia? Nunca he creído que me amara, ni siquiera que me tuviera excesiva simpatía. Vale, fui a una comisaría y le denuncié, que se joda, haber apartado sus putas manos de mi Marshall. ¿Fue personal el robo? Me robó a mí o solo robó a un cualquiera que tuvo a mano; ¿importa? Javier lo quiere todo, y lo quiere ahora, sí no lo tiene culpará a otro. Sí que es un puto psicópata. O no.
–Javier, Jota, no me odia, como mucho me desprecia.
–No me pondré a hablar sobre los sentimientos de Jota, dejémosle que lo haga él en sus canciones. No entiendo por qué, pero a la gente parece que le gusta…
Baltazar ha dicho antes que no entiende de música, ahora más o menos ha vuelto a decir los mismo. ¿No entiende por qué? Porque Javier es jodidamente bueno, y una rata, pero bueno del copón. ¿En qué exactamente?, todos los tipos que estudian música son buenos músicos, al menos mejores que yo, ¿de qué hablamos cuando decimos que es bueno?, ¿en dar la última capa?, ¿en quitar lo que sobra? Sé que es bueno en… Baltazar me está hablando y dejo estar mi intento de poner nombre al don de Javier.
– … y pienso, mientras me sea posible, potenciar esa parte de su… actividad sobre todas las demás. Gordo, Jota ahora mismo tiene un contrato. Un contrato con una compañía no consiste solo en quedarte en casa a escribir canciones y cuando estás preparado irte a un bonito estudio y grabarlas, también hay que estar disponible para gente, ir a sitios, sonreír o llorar en público y también no ir a según que sitios y no hacer según qué cosas, al menos a la vista de las cámaras.
– A Jota no se le dan muy bien los horarios.
–Pero a ti sí. ¿No, Gordo?
– Sí.
– A un artista... maduro, le daría más cuerda. Pero a Jota no. No quiero que aprenda a conducir estrellando mi coche. Le pienso poner un collar, para que no vagabundee demasiado, este collar serás tú.
–¿Collar? ¿Cómo?
–Jota no tiene un duro Gordo, por eso tendrá que seguirte.
Y de forma desenvuelta Baltazar me habla sobre horarios, billetes de tren, hoteles y sobre todo de una bolsa que tiene el bonito nombre de gastos operativos. Una bolsa cuyos cordones estarán en mi mano y no en la de Javier.
–¿Te ves capaz Gordo?
–Joder, claro
–Me parece que voy a llamarte productor ejecutivo asociado. ¿Cómo suena?
–Como un trabajo.
Garraf
La cala, el pueblo, las casitas, todo es tan pequeño que parece de juguete, un juguete carísimo. De niño habíamos venido algunas veces, en el verano, a bañarnos. Cuando me bajo de uno de los pocos trenes que paran aquí pienso que está igual de encantador que entonces, creo que es su pequeñez lo que lo conserva así. Está tan delimitado por las rocas, los barrancos, la vía del tren y el mismo mar que aquí no parece posible nada de eso que llaman desarrollo. La dirección a la que voy no está demasiado lejos del apeadero, nada está más lejos que de un bonito paseo aquí. Llegaría en nada, si no fuera por el desnivel. Soy un hombre pesado, me lo tomo con calma.
Vista desde la calle, a través de los estrechos huecos de la valla –construida con listones individuales de hierro clavados verticales en el suelo–, la casa parece pequeña y rodeada por un jardín mineral, donde solo crecen dos pinos bajos y retorcidos, unos pocos margallones y de los huecos en las piedras algunas crasas de aquellas que de niño llamábamos uva de pastor. Pico el interfono y espero. Me pregunto si la casa es de propiedad o alquilada, por aquí los alquileres son estratosféricos; ¡joder!, vive alguna de las estrellas del primer equipo; aquí o en Sitges. Sitges mola, pero Garraf, Garraf es otra cosa, al menos para mí.
¿Púas también es una estrella?, sí, en lo suyo. si no no podría vivir aquí. ¿Qué es lo suyo? Estar aquí ahora. Vuelvo a picar el timbre y al cabo de un segundo la gran puerta doble de vehículos se abre, esto me hace consciente de que nadie espera que llegue alguien caminando hasta aquí. Siento decepcionarles. Me cuelo por la puerta abierta. Enseguida me doy cuenta de que la propiedad es más grande de lo que parece, lo que he tomado por la casa es solo su bonete, el resto se desparrama sobre la lenta curva descendente de una loma pétrea que más de cincuenta metros allá decide convertirse en acantilado.
Una chica agita la mano desde una de las terrazas perimetrales a la casa. Me hace el efecto que va desnuda y a la vez cubierta de una confusión de collares, pañuelos, pareos y todos los complementos que se te puedan ocurrir bajo una pamela de paja enorme. Me siento un mirón, pero como el sendero que tengo bajo los pies solo me da la alternativa de meterme en el garaje –que parece excavado bajo la casa–, salgo de él y cruzando las piedras emergidas del mar me dirijo hacia la Venus.
–Hola. ¿Eres Gordo?
–Lo soy. Busco a Púas.
–Se ha largado a hacer una de esas cosas tan terriblemente importantes que se pasa la vida haciendo. Volverá, ha dicho que cuide de ti; ¿a qué se refería con eso?
–Ni idea. ¿Ofrecerme una cerveza?
–Ya me gustaría, pero aquí nunca hay nada para beber. No se puede dejar nada al alcance de su sobrina malvada. Es una chica que no sabe parar cuando comienza. En realidad, sí, pero le gusta asustar a todos estos viejos.
–¿Y lo consigue? Asustarlos.
–A ratos sí. Ahora creo que ya la han calado o ella se ha aburrido de excesos. Tengo que pensarlo. ¿Quieres un zumo? ¿O una horchata? A mí me enloquece. Dame un vaso de horchata y seré tuya.
Lo dice y descansa las manos en las caderas y adelanta los pechos, bastante grandes y redondos, cubiertos de collares y pañuelos, totalmente visibles y ocultos a la vez. Cualquier otra chica haciendo eso frente a mí quedaría ridícula, pero ella debe sobrevolar bastante por encima el metro noventa y quedan a una altura que me impide mirar hacia abajo sin sentir no exactamente vergüenza, pero sí algo parecido.
Decido que está loca, con una locura desvergonzada y totalmente falsa, que no es más que un complemento a juego con su sombrero imposible. Por propia iniciativa me siento en uno de los sillones de rafia color arena que amueblan la terraza.
–¿Cómo te llamas?
–Llámame cielo o quizás cariño –contesta mientras lanza la pamela como un frisbi que aterriza en el asiento del sillón más alejado.
–No tengo bastante confianza para llamarte así.
–¿Y yo tengo qué llamarte Gordo?
–Sería lo adecuado.
–Vale, te llamaré Gordo. ¿A qué te dedicas Gordo? ¿Eres una estrella? ¿Un productor famoso? ¿Un gran tiburón de la industria?
–Boquerón de la industria, más bien un boquerón.
Ella se queda silenciosa un segundo y luego se echa a reír, puede que un poco demasiado alto y después se desploma ante mí en una chaise longue a juego con el sillón en el que estoy sentado y con todo lo que se ve por aquí, dedica un tiempo a recolocarse todos los trapos que lleva encima hasta que muestran exactamente lo que ella quiere enseñar, luego suspira satisfecha.
–Eres gracioso. Viejo, pero gracioso.
–Tu eres joven y …no se me ocurre nada más. ¿Eres algo debajo de tus disfraces?
–Retiro lo de gracioso.
–Yo lo de joven. ¿Crees que Púas tardará mucho?
–Tardar, me tiene abandonada, tirada... olvidada aquí, le avergüenzo, soy una chica muy mala, soy la peor de sus sobrinas. Aun así, tengo que estarle agradecida. No me han ido bien las cosas, necesito resetearme, ¿lo entiendes?
–Sí claro, creo. ¿A qué te dedicabas? ¿Qué es eso que te ha ido tan mal?
–Follaba por dinero.
–Me parece imposible que te fuera mal.
–Soy muy holgazana, solo tenía un cliente, un día se cansó y se fue con una más joven.
La conversación queda interrumpida por el ruido de las puertas al abrirse. Simulo quedarme hipnotizado con ello. Cuando las puertas aún no están abiertas del todo un cuatro por cuatro redondeado y brillante entra enorme y silencioso transportando a Púas en el interior.
–Mi Titojorge –Dice ella con un retintín de fastidio y es cuando comienzo a sopesar seriamente que ella sea familia de Púas–, se acabó la fiesta.
Púas encara el vehículo con la puerta del garaje y lo detiene allí. Baja de él, hace un gesto de saludo y vuelve a meter medio cuerpo dentro para salir con las manos llenas de periódicos. Oigo una puerta corredera detrás mío, cuando me doy la vuelta ella ha desaparecido.
–¿Hace mucho qué llegaste? –se interesa educado Púas mientras se derrumba justo donde hace un segundo estaba la Diosa del Amor, Amor con mayúscula.
–Diez minutos.
–¿Te han violentado?
–No demasiado, sí que me han asustado un poco.
–Es lo que mejor hace: asustar. A todo el mundo. Desde pequeña. Mi hermana no puede con ella. Su futuro ex–marido lloraba cada noche bajo su balcón, ella a cambio le tiraba macetas. Ahora está aquí asustando a los vecinos, apedreando a los gatos y paseándose en pelotas por el borde del acantilado, al final provocará un naufragio. Estoy harto, pero la familia es la familia. ¿Éramos así de jóvenes?
–Así o parecidos.
–¿Y al final se nos pasa?
–No lo sé.
Púas parece sopesar mi declaración, deseando rebatirla, Seguro que puede hacerlo, mi filosofía está basada en letras de canciones y claro es muy subjetiva. Igual la suya se basa en lo que lee en los periódicos, medía docena de ellos descansan sobre la mesa baja entre nosotros. Los señalo.
–¿No tienes internet? Hasta yo tengo internet.
–Odio leer en una pantalla, prefiero el papel.
–¿Los lees todos?
–No siempre, ahora hay asuntos que prefiero seguir de cerca.
Supongo que se refiere a la sucesión de demandas cruzadas entre algunos autores, la sociedad que debería defender sus derechos y los diferentes grupos del interior de la sociedad que se acusan unos a otros de pecadillos contables y trato de favor. No me importa Autores, siempre ha sido algo lejano para mí, al contrario que para Púas, y hasta para Javier –cuya capilla ardiente estuvo en los salones de la sociedad y fue más visitada que la de Franco o al menos eso parecía por la tele.
Púas se ha estado removiendo en la chaise longue durante toda la conversación, pero al fin parece haber encontrado una posición cómoda y se frota los dedos de una mano contra los de la otra. Es un gesto que le he visto hacer de siempre, calentar los dedos justo antes de tocar, pero ahora lo que hace es pedirme cuentas.
–Explícate Gordo.
–Creo que tengo un comprador, un posible comprador. Querrá examinar la guitarra.
–¿Quién es?
–Alguien que alguien conoce. Eché un vistazo en internet, tiene una treintena de vídeos colgados, un poco de todo, fiestas, presentaciones, actuaciones, famosos, el gran mundo. Es un potentado, hijo y nieto de potentados, parece que se puede permitir cualquier capricho.
–Veámoslo –dice levantándose y haciéndome el gesto de que le siga al interior de su choza.
Al frente de la casa, en la fachada que da al mar, un salón muy amplio casi totalmente acristalado resigue el largo de una piscina cuyo borde más alejado intenta confundirse con el horizonte. Hay un esbelto escritorio en un lateral, Púas, me ofrece el asiento a juego antes de que a petición de sus dedos la mesa escupa un monitor. La silla es estrecha para mí y mis codos tropiezan con los reposabrazos mientras tecleo y consigo que las aventuras de Ramoncito llenen la pantalla.
–Yo a este tipo lo tengo visto –asegura Púas.
–¿De dónde?
–Ahora no sabría decírtelo.
Pasamos la hora siguiente resiguiendo la huella digital de Ramoncito en internet, hasta que se nos hace conocida la cara ancha y morena y su sonrisa, en la que parecen haber más dientes de los necesarios. Le acompañamos en los más diferentes saraos posibles a lo largo y ancho del mundo. Asistimos, entre otras cosas, al unpacking de su McLaren. Me choca que tenga más de mil amigos en las redes sociales, yo no tengo ninguno. Soy un ser de otra época. Acepto que nunca he tenido demasiados amigos, pero que mil tipos se interesen por con qué o con quién me emborraché anoche me parece ligeramente obsceno.
La chica vuelve a aparecer, camina al otro lado de los ventanales iluminada por el sol. Ahora lleva un quimono sencillo, se ha pintado mucho los ojos y luego ha debido usar un espray de agua para que todo el maquillaje se corra como si hubiera llorado, estaría fantástica en la portada de un LP. Púas sorprende mi mirada.
–Muy artística –digo.
–Sí, no lo hace mal, le prometí que podría quedarse contigo, cuando acabáramos.
–¿Quedarse conmigo!
–Sí hombre, escríbele un par de temas, hazla gritar un poco.
–¿Por qué yo?
–¿Sinceramente?
–Claro.
–Le prometí que le presentaría a alguien que la ayudaría a hacerse un repertorio y a su madre que le quitaría de la cabeza la historia. Creo que contigo cumplo con las dos. Además ¿crees que estoy en un momento en que nadie me vaya a hacer un favor? ¿Conoces alguien más barato? Además, está loca, loca a tu estilo.
–¿Mi estilo?
–Tu estilo.
–¿Cuál es mi estilo?
–Sufro mucho, soy muy sincero, os abriré mi alma y luego os mataré lentamente.
–Lo has clavado.
–Claro.
Ramoncito se ríe de nosotros en la pantalla y luego se bebe una cerveza con ¡el puto Ted Nugent! Mi segundo facha favorito. Los dos nos quedamos sin habla. Hasta que Púas da una palmada, obliga a que el escritorio se trague la pantalla y desaparece el encantamiento.
–Lo acepto, tiene la pasta y las ganas. ¿Gordo, por qué vives en esa mierda de piso, en esa mierda de barrio, si en veinticuatro horas te presentas con... inversores como este bajo el brazo?
–No es una mierda de piso, el barrio es mejor que nuestro antiguo barrio. Tiene una gran ventaja: nadie te demanda, si acaso solo intentan apuñalarte, pero bueno, eso pasa en todas las familias ¿no?
–Sí. ¿Tenemos una oferta?
–No, no lo sé. Cuando hablé con él le dije que era una subasta, él no ofreció nada, pidió las fotos, y ahora tengo una llamada perdida suya. Tengo una llamada perdida por qué no le cogí el teléfono. Él querrá verla. ¿Estás preparado para eso, Púas?
–Lo estoy. Cuando quiera, donde quiera. Llámale.
–¿Ahora?
Púas no tienen dudas, nunca las tiene. Yo cada vez tengo más, cada paso que doy en esta historia me cuesta más que el anterior. Hay mucho dinero en juego y donde lo hay siempre hay más posibilidades de cabrear a alguien a quien no se deba cabrear.
–Podemos probar, pero Púas: yo me voy a tener que echar a un lado más pronto que tarde y esto se transformará en tu baile.
–Si así lo quieres. Ahora llama, veamos qué le parece.
Marco el número largo de nuevo, espero mientras la señal atraviesa capas de silencio y suena el timbre al otro lado de un vacío eléctrico.
Suena un timbre
Al otro lado de un vacío eléctrico
Espero, soy bueno esperando
Como malo soy olvidando
No sirve de nada negarlo
¿Son malas noticias nena?
Tendré que vivir con ellas
Cuando ya no estés.
–¿Aló?– Es la misma voz que la otra vez.
–¿Me pone con Ramoncito, por favor?
–Enseguida, espera su llamada, Señor Gordon.
La voz me ha aceptado en su mundo. No he de ser rencoroso, seguramente solo hace su trabajo, filtrar las llamadas del gran jefe.¿Gordon?, no es mal apodo, nombre de ginebra. Podría hacerme llamar Señor Gordon y tocar cosas de Elvis, acompañado solo con el bajo, seguro que alguien ya lo ha hecho. Una voz interrumpe mis flipadas.
– Vi las fotos un bonito decorado, llevo desde entonces salivando. ¿Sabes qué tengo una hermana que lo sabe todo, todo, sobre el papel?
–No sabía que tenías una hermana, no sé quién eres, solo un teléfono apuntado en el dorso de una tarjeta.
Silencio, no sé si he dicho algo inapropiado, o dice algo ya o colgaré y pensaré otra cosa, como volver a la ciudad y comprar una batería para la moto. Me interrumpe un bufido.
–Me he quedado sin aire. Hoy estoy fatal, pata ¿Sabes de quien es ahora el Hoffner?
–¿Qué Hoffner?
–Ya sabes que Hoffner, todo el mundo sabe qué Hoffner. Tú has visto una foto… pero yo sé quién lo tiene ahora, te daré una pista: no es el Maca. Conseguiré una muestra del bonito papelote que lleva pegado, la tendré mañana o pasado a más tardar. ¿Quieres seguir en el juego o te han entrado las cagarrinas?
Miro a Púas, su cara es de total inocencia, eso me debería aterrorizar. Hace una seña de adelante.
–Sigo en el juego. Debería decir seguimos en el juego.
Silencio otra vez, no sé cómo me apaño, pero sé que le estoy pisando algún callo sin proponérmelo. Esta vez no dejo que el silencio se prolongue.
–No hay ningún problema, pero es un asunto delicado, Sé que tiene que examinar cuidadosamente el género. Solo tenemos que cuadrar fechas, comprenderá que hay más gente …
–¡Más gente! ¡Comprender! No quiero comprender nada. Yo solo quiero ver la jodida guitarra. Si la autentifico es mía. Te daré lo mismo que dio el ruso por la P36.
Se me seca la boca. La P36. Dos millones trecientos mil dólares, en una subasta, hace tres o cuatro años. Una Gibson, muy redondeada, con una P90 pegada justo al taco del mástil. En las fotos de la época colgada de él o de su colega –el místico, no cara de niña–, que tenía otra igual, parece casi Jumbo, enorme. Aunque no lo es tanto, todos eran bastante canijos, niños de posguerra, por eso lo parece. Una guitarra que también le robaron, desaparecida durante un chorro de años. ¿La diferencia? El robo prescribió, no estaba asegurada.
–Es un precio interesante –acierto a balbucear.
–Es un precio que nadie te dará. ¡Rafael! ¿Qué día estamos en Madrid... ¿Eso es el sábado? Tráela este sábado, antes del vermut, me habéis enganchado al vermut. En el hotel, el sábado. A la una. Rafael dile que puto hotel es.
Se escuchan unos cuantos golpes mientras el teléfono rebota sobre algo hasta que alguien lo atrapa.
–¿Sr. Gordon?
–¿Rafael?
–En Madrid nos alojamos en el Hotel Villa Magna, en la Castellana, pero claro usted ya debe conocerlo. Dadas las múltiples ocupaciones del Señor le sugiero que me llame sobre las once para confirmar la cita.
–Así lo haré. Gracias.
–No se merecen.
Púas está impertérrito, yo como un flan, debe mover millones cada día, eso o se ha muerto de la impresión.
–Dos millones trescientos mil dólares –silabeo.
Púas parece despertar, arruga un pelo la nariz y el muy capullo suelta:
–Un porcentaje sobre dos millones trescientos mil dólares y el dólar está bajo.
Como no sigo el mercado de divisas –aunque recuerdo que el tipo de la cara de mono, el otro día en la tele, dijo que era el más grande del mundo– no se lo discuto, lo que le digo es:
–Sé dónde está ese hotel, van tipos importantes. Tendrás que ir a Madrid, ¿cómo lo tienes?
–Iremos, no lo dudes.
Púas se levanta y desaparece tras una puerta, por la que regresa en menos de un minuto, lleva un sobre de papel de estraza, lo abre y comienza a contar billetes de cincuenta me tiende un puñado.
–Busca transporte, ida... ¿Regreso, abierto? Hotel, no el mismo, pero cerca. Que cojones, ocúpate de los detalles. Siempre se te han dado bien, ¿salimos el viernes para estar allí el sábado frescos? El viernes por la mañana voy al juzgado, a las nueve…
Habla y habla, no suele hacerlo, así no. Le brilla la mirada ¿Porcentajes? Parece que ahora él vive para esto de los porcentajes. Debe necesitar la pasta, igual que yo. Miro a través de los ventanales, la chica del quimono ensaya escalas y poses junto a la piscina. Me parecen desmayos o momentos mortis. Ahora está probando, bajito, diferentes chillidos de horror, creo. Me he olvidado de Púas. Salgo al exterior, me acerco a escuchar sus grititos. Son bastante musicales. Al final no puedo contenerme y le digo, por decir algo.
– ¡Eh! Eso está bastante bien. Muy sentido. Suenas muy asustada.
Ella me mira, de golpe parece muy enfadada. ¿Por qué he planteado la posibilidad de que algo pueda asustarla? Creo que sopesa la posibilidad de empujarme a la piscina y doy un paso atrás alejándome del borde, por si acaso. Ella debe darse cuenta de lo que pienso, porque se echa a reír antes de darse la vuelta y regresar hacia la casa llevándose con ella mi corazón. Son malas noticias nena, tendré que vivir con ellas, cuando no estés.