Amores imposibles
Para ya de darme codazos y guiñarme el ojo mientras haces gestos más o menos disimulados hacia la chica que va con nosotros en el taxi. Déjate de tonterías, prefiero no mirarla, si pudiese no oler su colonia lo haría. Esto no es una oportunidad de nada, ¿entendido? Mejor así.
¡Por favor! Para ya, repito, deja de murmurar por lo bajo que si su pelo, que si su sonrisa ausente. ¿Te piensas que no me he dado cuenta? Tengo ojos en la cara. Hagamos un trato: si te callas te hablaré de una chica, de otra. Volvamos al pasado, no es muy diferente a mi presente.
En él soy un hombre estirado en dos direcciones a la vez, creo que es algo claro, perjuro que lo que más deseo es la atención del público y a la vez procuro mantener a la gente los más lejos posible de mí. O yo de ellos. Soy un niño pequeño que se enfada con todo cuando no cumple con sus expectativas. Tengo una larga lista de agravios, los más dolorosos contra mí mismo. Soy enorme como una montaña y mi corazón es un malvavisco, ¿quieres pruebas? Me enamoré. Te hablaré de ella, un trato es un trato.
Teresa es larga como una caña y cuando la conocí tenía la mirada brillante y siempre parecía tener motivos para sonreír. Decir que la conocí quizás sea decir demasiado, implica una confianza que nunca tuve, yo con ella; al revés quizá sí.
Ella, que más podría decirte… Teresa vivía intensamente su vida, tan intensamente que su luz nos dejaba a los otros en la sombra, No, esto suena a Jota y además es mentira, exagerado. Me enamoré perdida y desesperadamente, como no podía ser de otra forma. Sí, esto es verdad, aunque suene poco original.
Teresa estaba en un grupo, bailaba y cantaba a su manera, como la mayoría de la peña en ese momento, un momento en que era más importante la desfachatez que la técnica. Seguir sus idas y venidas, sus vestidos, sus tragedias y alegrías acabaron, siendo parte tan importante de mi vida como el comer. Cuando quedó atrapada en la órbita de Javier o él en la de ella fue doloroso. Tanto que pensé en largarme, en volverme a esa ciudad que nunca consideré como mía. Pero un empleo era un empleo, el dinero era, es, importante y una salida dramática de escena no lo es si nadie está mirando.
Los cronistas de la época juraban que aquella generación era muy desprendida, que no daba valor al dinero. Puede que yo apareciera por allí demasiado tarde, pero nunca lo viví así. Otra leyenda de entonces es que todos eran gente muy humilde y tal; ¿humildes comparados con quién? Yo a todos los veía como niñatos que no habían tenido que escoger entre el paraguas familiar y la guitarra, en general tipos con una fachada, que llamaban imagen, apuntalada por la seguridad que en el peor de los casos alguien les enchufaría en el Corte Inglés. Para mí un tendero no tenía nada de humilde, era alguien con un negocio, con una relativa independencia, alguien que dependía más de sí mismo que de la benevolencia de un empleador. Lo cierto es que lo que yo conocí fue una microsociedad en la cual lo que realmente importaba era tener un contrato discográfico.
Lo de la explosión de creatividad vamos a dejarlo, asumí como propias las teorías de Baltazar, sobre todo la parte de que los artistas siempre están ahí y es la sociedad quién los ensalza o los ignora dependiendo de sus elefantiásicos procesos metabólicos, procesos que ahora ensalzaban postulados estrafalarios como rechazo frontal a los tiempos oscuros que acababa de vivir.
Lo que digo, por si no ha quedado bastante claro, es que aquella generación, la mía, aunque me pese, no tenía nada de especial, como nunca lo ha tenido ninguna. La juventud, una juventud sana, tienen que rechazar o al menos cuestionar los planteamientos, las certezas de la anterior, en la búsqueda de nuevas respuestas. No es excepcional que estas respuestas sean toleradas, asumidas por la clerecía, para ser fagocitadas y exhibidas como muestras de la vitalidad de la sociedad misma. Tampoco lo es que una generación se inmole en el altar del aburrimiento o sea inmolada en el del progreso. La mía lo hizo. ¿Sus motivos? Nunca pude entenderlos.
¿De que estábamos hablando antes de que me pusiera profundo e idiota? ¡Ah, sí!, de Teresa que es larga como una caña y de pechos casi inexistentes. A veces su mirada se nublaba, fenómeno que yo creía hijo de una vida interior, de un concierto emocional intenso. En su locura ella es serena. A sus veintiún años tiene la convicción de que todo es posible todavía, inclusive el volver atrás, el empezar de nuevo, el curar las heridas del alma. ¿Por qué tendría que dudarlo? Durante toda su vida todo al final ha vuelto a su cauce, el sol siempre ha vuelto salir por la mañana, cuando resbala extiende una mano y alguien la sujeta. Yo mismo le busco un taxi a cambio de una sonrisa.
– Gordo, deja de poner cara de imbécil y espabila.
Jota está cada día más seguro de su importancia, el disco funciona mejor de lo que hasta la compañía esperaba. La lista de conciertos firmados es inacabable. Hasta el último pueblucho, perdido en medio de la estepa, lo quiere para la fiesta mayor. ¿No te suena bien? ¿Solo quieres tocar en Manhattan? Eso es porque nunca has visto, oído, a quinientos, mil labriegos, ocupando el campo de fútbol –nada de hierba, tierra– gritando que sí, que ellos también son jóvenes, que también están confusos, que también piensan que la única solución es el amor y en su defecto drogas, muchas drogas. Esta es la parte en que las autoridades suelen mirar hacia otro lado, porque en esta época la música es un negocio institucional, son los ayuntamientos los grandes promotores y los piques entre unos y otros se suceden. Y si tu consistorio no se puede permitir a los Radio o a Metaling puedes probar con Jota, es artístico, es moderno, es rompedor, un martillo de suave acero inoxidable. Gusta a las tías y a los tíos. Es un poco raro, pero eso mola. Parece molarle a todo el mundo, menos a mí.
Javier me quiere, chiquillería, me quiere a sus pies. Su lista de agravios –sí, sé que él también la tiene– contra mí ha crecido y su carácter no le permite olvidarlos, menos ahora que su posición le permite restregarme su desprecio por la cara impunemente. Que no gratuitamente, porque, aunque me esté obligando a bruñirle las guitarras y a poco menos que limpiarle los zapatos, gano una cantidad que me parece escandalosa por abrir y cerrar puertas a su paso durante toda la gira, además de alternativamente espantar o buscar camellos. Es un buen empleo que además me permite seguir silenciosamente, de lejos, a Teresa y adorarla durante el día y llorarla por las noches, todo en un verano que empieza muy pronto y termina muy tarde, siempre moviendo pesos y retorciéndome sobre o bajo andamios, notando día a día como mi cuerpo crece en todas direcciones y mis manos se hacen más anchas haciendo que los dedos parezcan más cortos y gruesos, hasta que parece un milagro que haya sitio para ellos en el diapasón, entre los trastes, sin estorbarse unos a otros y tengo que hacer de defecto virtud e ingeniarme toques nuevos llenos de muteos.
–¡Eh! Eso mola. Repítelo.
Y hago caso a Bum Bum y atacamos de nuevo la progresión, que cada vez tiene menos astillas y salientes, hasta que solo es un esqueleto sobre el que el timbre del trío casi clandestino que hemos formado junto a Bam Bam toma personalidad según quiere dejar de parecerse a nada en particular y solo es él mismo.
–¿Qué mierda estáis haciendo? Guardar la energía para la noche. Esa guitarra es mía Límpiala, guárdala, no olvides para qué estás aquí.
No contesto, no obedezco. Creo que eso le enfurece más aún. No soy rival para Javier en la esgrima verbal, aunque él no fuera la estrella y yo parte del staff, no se puede ganar una discusión con alguien que no escucha. Pero he ido amontonando grandes cantidades de indiferencia en mi rostro y he afilado mi mirada hasta que consigo atravesar su rostro si me lo propongo mínimamente. Por eso es que me gira las espaldas y desaparece refunfuñando, el jueguecito no le ha salido bien por ahora. Ya encontrará el momento de humillarme, de reducirme a mi nivel, no lo duda, solo tiene que esperar. Esperar es lo que más hace, él y toda esta troupe inestable, que se junta para disparar una ráfaga de dos o tres conciertos, se disgrega y para cuando se vuelve a juntar todos están más pálidos, más delgados, más desesperados y dispuestos en continuar con su carrera hacia ningún sitio.
Las multinacionales, los grandes pesos pesados de esta industria diminuta y esclavizante creen conseguir al fin mapear totalmente el público, predecir lo que será su gusto. De este y de el que en un futuro próximo verá crecer su poder adquisitivo. Un público que confirman insatisfecho con recetas pasadas, pero al que creen poder satisfacer más refinando las actuales y es por eso que cien tipos muy cualificados hacen empaquetar en rodajas de vinilo las adecuadas cantidades de colorines, peinados, imperdibles, cuero negro y Pop Art, determinados a avanzarse a la maduración de su paladar. El augur ya no pincha maquetas en la madrugada enviando la buena nueva del rock a un público diminuto de creyentes, las ondas son conquistadas por nuevas producciones, listas para el consumo y ese es el momento del reconocimiento y del comienzo de la desaparición de la singularidad.
Estoy convencido de ello mientras fumo mi enésimo petardo de la era de Acuario y miro a la gente bailar. Porque la juventud baila, aunque yo no lo hago, yo aparco mi cuerpo en la barra de los templos de la modernidad, hasta que llega el momento de pedir taxis, recoger rezagados o simular entrevistar camellos por cuenta ajena. Porque todos creen que Gordo visita antros y áticos, espera en esquinas y terrazas y se junta con grupos que caminan por las calles, a la búsqueda de un profeta del analgésico que apaivagara el dolor propio y el conocimiento del dolor ajeno, un profeta que pondrá en el camino de la tribu y cuando regresa al hotel de la ciudad desconocida donde todos le esperan goza de una popularidad que le asquea y de unas comisiones que no tanto.
Porque vuelvo a ser famoso, mi diminuto público está entregado a mí, continuamente pendiente un rincón de sus mentes de mis idas y venidas, su mirada buscando mi llegada en el horizonte y yo cuento billetes verdes y los amo y los desprecio alternativamente, igual que lo hago conmigo mismo.
Pega un vistazo a mi libreta de entonces, no es tan diferente a la de ahora, grupos de tres o cuatro versos coronados por las abreviaturas de los acordes, fórmulas de la química del sonido, tachados, reordenados, olvidados, denigrados en una página y recuperados tres páginas después. Así una y otra vez. Al final todos contando la misma historia: no he aprendido nada, nunca aprenderé nada. Quizá la letra es menos homogénea, aquí más redondeada, allí picuda, debe reflejar mis estados de ánimo o solo el avanzar a través de una época llena de nocturnidad y luces de colores, humo y vasos largos, prisas y sueños intranquilos.
Unos tipos a la salida de un concierto se enzarzan con la troupe en una pelea, lanzan golpes e insultos, nos llaman niños bonitos. Más tarde en el hotel mientras curo mi rostro del golpe de una botella, lanzada con más suerte que pericia, observo el aspecto de cuero viejo de mi piel, las profundas marcas del acné que como cráteres viejos que resiguen mi cara. Niño bonito que expresión más cruel.
Baltazar me estrecha la mano y se despide, ha vendido el contrato a un tiburón más grande, uno que intenta que Javier aprenda inglés, que viaje a Miami, cosas que me parecen ya imposibles para él, atrapado en el maelstrom que él mismo ha creado y que le succiona junto a todo y a todos. También a Teresa, esbelta como una caña, que ya no parece distinguir el mundo de los sueños, sus sueños, de los sueños de Javier, y gira y gira, mientras espera que, de alguna manera, todo se arregle, todo termine, que alguien se ocupe.
Despierto sin saber que estaba dormido, que esta eterna, sincopada gira, este caos sin sueño, sin horarios, me había reducido a un duermevela frenético en que no distinguía lo que era real y lo que no, lo que es importante y lo que solo lo parece.
Despierto sobre un escenario pequeño, con la sensación de estar levitando dos dedos sobre él. No preguntes como, ha sido todo improvisado, no recuerdo, o no quiero recordar que todo ha comenzado como una broma, hasta que la gente se lo ha tomado en serio. Bum Bum, Bam Bam y yo estamos cortando la pana en el Sosiego, surfeando una ola que sube y sube y no llega a romper. Y no a base de jodido volumen, ni atletismo digital, solo un poco de pop poderoso, pop sentido, pop en estado puro. La gente salta y se pregunta de donde hemos salido. Los enterados apuran sus bebidas antes de informar a quién quiera escucharlos que el batera y el bajo son los tipos que van con Jota, el artista, el poeta. Pero el gordo, feo como un pecado, grande como un iceberg, dentro de un traje a rallas y la guitarra que gruñe espesa y malcarada, ¿de dónde ha salido?
En el Sosiego hay el doble de personas que aforo y el Gordo les grita que ha salido a buscar pelea porque se ha cansado Du, du, ¡Duá! de llorar por la chica, que no volvió a llamar. Toca sin púa y utiliza mucho el pulgar, el dedo Gooooordo, para remarcar los tiempos, para bordonear cortos riffs, melodías que no saben si tomarse en serio a sí mismas. Los solos casi no tienen punteos, son progresiones llenas de acordes de quinta y séptima como si la tonada original se quejara, perdiera la esperanza y la volviera a recobrar. Las canciones son cortas y no hay descanso entre una y otra. Solo tienen siete temas, pero toman prestados siete u ocho más, Gloria Gaynor, Antonio Molina, Pau Casals, Beatles, Bowie...y hacen explotar el local durante cuarenta minutos y luego salen del escenario y se funden con el público que aplaude incansable y luego los olvida. Durante el penúltimo tema la chica delgada entra colgando del brazo de la estrella y agita el brazo hacia el escenario, antes de desaparecer entre la corte de admiradores de Jota. Estrella ya no es un epíteto humorístico, Javier ya no es solo el que querrían habitual de los programas de tendencias y culturales avant—garde, ha asaltado el prime time y ejecuta play backs en las sobremesas de los sábados, depositando un barniz de seriedad en estos. Eres una estrella cuando el público se conforma con verte mover los labios y quizá dar un pequeño golpe de cadera para ser feliz.
–Brutal, Gordo –sentencia.
Javier y yo tenemos un nuevo status quo. No le molesta que cante a la chica de los ojos grandes, ni que me enrolle con Bum Bum y Bam Bam, porque creo que ya nos ve como pasado y piensa que al fin va a poder deshacerse de todos nosotros, que Jota por fin va a poder dejar atrás el cascarón de Javier, extender las alas y volar aún más lejos. Mientras llega ese momento sabe que me debe respeto y aunque no quiera pagarme, debe simularlo frente al resto de la corte, porque a mí se me debe permitir todo, no solo por todas mis gestiones delante de los proveedores de tranquilidad química y mis desvelos porque todo funcione y todo esté enchufado cuando empiece el sarao, sino porque ya son demasiadas las veces en que mi macizo cuerpo ha sido un muro delante del desastre. Es por ello que poseo una bula, papal, celestial, estratosférica, expedida en persona por la estrella –que es la luz que nos guía, nuestra Luzbella personal– y rubricada por la cicatriz, una más, que luzco en el lado derecho de la barbilla, adquirida hace poco más de tres semanas, cuando todavía coleaba este verano eterno y tocamos –ellos tocaron, yo descargué furgonetas y me ocupé de las cien tareas invisibles que son mi oficio–, en el embrión de lo que con el tiempo puede ser un festival y en ese momento solo eran tres grupos tocando en el cine de verano de un pueblo turístico.
Descargamos decibelios rítmicos sobre jóvenes desesperados por quemar el verano. No hay cabeza de cartel, nos jugamos, se juegan, el orden para pisar las tablas y la noche brilla con las luces y los destellos del éxito. Un éxito, el público quiere que lo sea, tanto como el Ayuntamiento como promotor, hasta el servicio de limpieza municipal, que empezó quejándose, ya cuenta y gasta por anticipado las horas extras de esta noche cálida.
Todos somos jóvenes y no nos resignamos a que la noche acaba y muchos, público, músicos, staff, acabamos en lo que teóricamente es una pizzería y en la práctica es el bar que más tarde cierra porque es el que más pronto abre.
Soy de los últimos en llegar, he tenido que desmontar, poner a buen recaudo el material, los instrumentos, las herramientas del conjunto. Este espacio de tiempo me dan un punto de vista más distanciado sobre el ambiente, sobre la fiesta con la que me encuentro cuando el cielo empieza a amenazar con clarear. La fiesta está muy acelerada mucho, es lo que me dice Puás, con el que me cruzo en la puerta.
–La cosa está demasiado caliente, me piro.
Nunca intercambiamos más de una frase y casi siempre es él el primero en decirla, aun así… en realidad no es que haya mal rollo, simplemente parece no haber nada, hasta bromeamos un poco si hay gente delante, tácitamente hemos decidido no parecer gilipollas y parece que lo estamos consiguiendo. Al poco de mi entrada la situación se caldea uno o dos grados más y no por mi sex appeal. Javier discute, aunque es imposible escuchar lo que está diciendo y en realidad no importa, con el guitarrista de una de las bandas, un combo de vaqueros eléctricos con los cuales estamos condenados a enfrentarnos. El show business no es un sitio de grandes amistades y todas las sonrisas son falsas. Tan falsas como la que dibuja en su rostro el gran Jota antes de decir algo –solo con un lado de la boca–, algo que parece acabar con una discusión y empezar otra cosa. Veo como una chica de ojos grandes intenta sujetar, retener, a un muchacho que lleva demasiado tiempo cantando canciones de forajidos en la frontera y puede que haya acabado creyéndose uno de ellos. Y Javier, Javier no conoce oposición ni freno de nadie que no sea él mismo. La chica de los ojos grandes mira alrededor buscando auxilio y descubre que la ayuda que recibe no es la que esperaba, no encuentra una muralla para separar a los contendientes, sino a descerebrados que deciden que una buena tunda es la mejor manera de acabar un día tan fantástico y en un segundo se lía una de aúpa. El Caso. Cosas que vuelan. Tipos que se pegan. Gente que pierde el equilibrio al resbalar sobre las bebidas derramadas. Un idiota echa hacia atrás el brazo con la pretensión de lanzar un puñetazo terrorífico, fulminante y lo que consigue es romperle la boca con el codo a la chica que está detrás suyo...
Estoy en la entrada, no tengo ninguna intención de unirme a la bacanal. El espectáculo desde mi altura se ve bastante ridículo, nada de la cuidada coreografía de las películas, solo un caos estúpido. Pero Teresa sale del lavabo allí al fondo e inmediatamente resbala y cae de culo –un culo sobre el que se podría escribir una canción–, me sube una sonrisa a la cara que desaparece en cuanto veo su mueca de dolor y como se sujeta la muñeca izquierda. Me inclino y salgo hacia adelante sin pensar en nada que no sea ayudarla. Cojo velocidad y por un milagro no resbalo en ningún charco. Soy el Gordo, un bloque denso de enfado y codos afilados que se abre paso entre el zafarrancho como... como un tipo grande, cabreado, chocando contra chavales que donde más abultan es en su puto peinado. El gran Jota y el bandolero intentan zurrarse con muy poca traza en medio de la sala, son estrellas no gustan de los rincones. Ojos Grandes ha ido a parar contra la barra y lo mira todo con desconcierto. El pincha enloquece y sube el volumen de la música hasta que es atronador. Reconozco la canción, habla de un tipo miserable que baja de las montañas buscando alcohol, pelea y amor, no necesariamente en este orden. Es un tema de los vaqueros eléctricos. El Dj tiene un humor retorcido. Estoy pasando junto a Ojos Grandes cuando una botella sale de ningún sitio y estalla justo a su lado contra la barra y la cubre de Cuatro Rosas. Se pone a chillar cuando le comienzan a escocer en sus ojos y en pequeños cortes en sus brazos desnudos. Yo sin pensar la pillo de la cintura y me la llevo conmigo. El alcohol la ha cegado, tiene las manos abiertas congeladas en el gesto de llevárselas a la cara, duda si no será peor frotarse los ojos o no. Huele a Bourbon y azahar, me pesa menos que una pluma. Llego a la altura de Teresa e intento levantarla abrazándola desde atrás con mi brazo libre por debajo de las axilas, se pone tensa por un segundo hasta que me reconoce.
–¡Vamos, vamos! ¡Fuera! ¡Ahora! –digo sin saber si me escucha.
–¿Javier! ¡Javier! –contesta ella.
–Javier se las apaña bien.
–¡No!
–¡Fuera! Volveré a buscarlo.
La convenzo, cuando se levanta, la levanto, da un grito de dolor. Su brazo no tiene buen aspecto. Mi objetivo es una puerta al fondo, puede dar a la parte trasera del local o un almacén, no me importa. Solo quiero sacar de en medio a las dos chicas. Es un almacén, de propina al fondo hay otra puerta que da a la playa o casi. También hay un tipo, un adulto inequívoco, con un teléfono en la mano.
–¡Mierda!
Va a decirnos algo más, pero le echa un ojo al brazo de Teresa y a Cara de Ojos Grandes y continua con la conversación telefónica.
–Y envíe una ambulancia ya puestos, hay una, dos, chicas heridas.
–Con su permiso.
Cojo y abro un botellín de agua y vacío la mitad sobre la Cara de Ojos Grandes, noto su alivio, la ayudo a sentarse sobre una caja de refrescos y salgo del almacén.
–Ahora vuelvo.
La pelea ya pasó su mejor momento, pelear es cansado, la mitad de la peña no recuerda cómo se metió en la movida. Yo ni entonces ni ahora tengo ganas de participar en ella. ¿Qué hago aquí ahora? ¿Intentar impresionar a una chica salvándole el culo a su novio? ¿Con qué fin? Luego recuerdo que mi empleo cuelga de él, ¿qué hago? Tengo una idea. Pillo el extintor, junto a la puerta en la pared, y me pongo a regar a diestro y siniestro a todo el mundo con un polvo a presión blanco. Eso y el aullido en la lejanía de una sirena tiene un efecto mágico. Simultáneamente, todo el mundo, decide que ya es bastante y desaparecen en todas direcciones, solo permanecen unos cuantos fieles al espíritu de la bronca. Javier y el bandolero se tiran desmayados golpes el uno al otro sin demasiada efectividad. Trinco a Javier del cuello de la camisa y me lo llevo a peso sin hacer caso de sus manotazos al almacén. Bum Bum se nos une. Bam Bam ha desaparecido.
–Largaos por detrás, a la playa, en silencio, antes de que llegue la pasma.
–¡Mataré a ese idiota! –asegura Javier.
–Tú no matarás a nadie, llevarás a las chicas a la Casa de Socorro. ¡Ahora!
–¡Cállate! ¿Quién coño te piensas para…
No llega a decir nada más. Descubre a dos chicas terriblemente hermosas –pese a estar hechas un desastre o quizás por eso– que le están observando, no parecen tener muy buenas intenciones. No se conocen de nada, pero parece que se pueden ponerse fácilmente de acuerdo para sacarle los ojos. Es inteligente, se rinde.
–Vale, vámonos.
Justo antes de salir por la puerta Cara de Ojos Grandes se gira e intenta quitarse algo de maquillaje de los ojos, renuncia, me sonríe y en dos pasitos se planta frente a mí, me da un beso en los labios, se me para el corazón.
–Nos hemos visto por Madrid, ¿no?
Luego se da la vuelta y me lanza un último saludo antes de desaparecer por la puerta de la playa, por donde entra Bam Bam con un porro en la boca.
– Gordo, siempre supe que eras un Superhéroe. Ahora resulta que también eres un Don Juan. ¡La Pucha!
Para ya de darme codazos y guiñarme el ojo mientras haces gestos más o menos disimulados hacia la chica que va con nosotros en el taxi. Déjate de tonterías, prefiero no mirarla, si pudiese no oler su colonia lo haría. Esto no es una oportunidad de nada, ¿entendido? Mejor así.
¡Por favor! Para ya, repito, deja de murmurar por lo bajo que si su pelo, que si su sonrisa ausente. ¿Te piensas que no me he dado cuenta? Tengo ojos en la cara. Hagamos un trato: si te callas te hablaré de una chica, de otra. Volvamos al pasado, no es muy diferente a mi presente.
En él soy un hombre estirado en dos direcciones a la vez, creo que es algo claro, perjuro que lo que más deseo es la atención del público y a la vez procuro mantener a la gente los más lejos posible de mí. O yo de ellos. Soy un niño pequeño que se enfada con todo cuando no cumple con sus expectativas. Tengo una larga lista de agravios, los más dolorosos contra mí mismo. Soy enorme como una montaña y mi corazón es un malvavisco, ¿quieres pruebas? Me enamoré. Te hablaré de ella, un trato es un trato.
Teresa es larga como una caña y cuando la conocí tenía la mirada brillante y siempre parecía tener motivos para sonreír. Decir que la conocí quizás sea decir demasiado, implica una confianza que nunca tuve, yo con ella; al revés quizá sí.
Ella, que más podría decirte… Teresa vivía intensamente su vida, tan intensamente que su luz nos dejaba a los otros en la sombra, No, esto suena a Jota y además es mentira, exagerado. Me enamoré perdida y desesperadamente, como no podía ser de otra forma. Sí, esto es verdad, aunque suene poco original.
Teresa estaba en un grupo, bailaba y cantaba a su manera, como la mayoría de la peña en ese momento, un momento en que era más importante la desfachatez que la técnica. Seguir sus idas y venidas, sus vestidos, sus tragedias y alegrías acabaron, siendo parte tan importante de mi vida como el comer. Cuando quedó atrapada en la órbita de Javier o él en la de ella fue doloroso. Tanto que pensé en largarme, en volverme a esa ciudad que nunca consideré como mía. Pero un empleo era un empleo, el dinero era, es, importante y una salida dramática de escena no lo es si nadie está mirando.
Los cronistas de la época juraban que aquella generación era muy desprendida, que no daba valor al dinero. Puede que yo apareciera por allí demasiado tarde, pero nunca lo viví así. Otra leyenda de entonces es que todos eran gente muy humilde y tal; ¿humildes comparados con quién? Yo a todos los veía como niñatos que no habían tenido que escoger entre el paraguas familiar y la guitarra, en general tipos con una fachada, que llamaban imagen, apuntalada por la seguridad que en el peor de los casos alguien les enchufaría en el Corte Inglés. Para mí un tendero no tenía nada de humilde, era alguien con un negocio, con una relativa independencia, alguien que dependía más de sí mismo que de la benevolencia de un empleador. Lo cierto es que lo que yo conocí fue una microsociedad en la cual lo que realmente importaba era tener un contrato discográfico.
Lo de la explosión de creatividad vamos a dejarlo, asumí como propias las teorías de Baltazar, sobre todo la parte de que los artistas siempre están ahí y es la sociedad quién los ensalza o los ignora dependiendo de sus elefantiásicos procesos metabólicos, procesos que ahora ensalzaban postulados estrafalarios como rechazo frontal a los tiempos oscuros que acababa de vivir.
Lo que digo, por si no ha quedado bastante claro, es que aquella generación, la mía, aunque me pese, no tenía nada de especial, como nunca lo ha tenido ninguna. La juventud, una juventud sana, tienen que rechazar o al menos cuestionar los planteamientos, las certezas de la anterior, en la búsqueda de nuevas respuestas. No es excepcional que estas respuestas sean toleradas, asumidas por la clerecía, para ser fagocitadas y exhibidas como muestras de la vitalidad de la sociedad misma. Tampoco lo es que una generación se inmole en el altar del aburrimiento o sea inmolada en el del progreso. La mía lo hizo. ¿Sus motivos? Nunca pude entenderlos.
¿De que estábamos hablando antes de que me pusiera profundo e idiota? ¡Ah, sí!, de Teresa que es larga como una caña y de pechos casi inexistentes. A veces su mirada se nublaba, fenómeno que yo creía hijo de una vida interior, de un concierto emocional intenso. En su locura ella es serena. A sus veintiún años tiene la convicción de que todo es posible todavía, inclusive el volver atrás, el empezar de nuevo, el curar las heridas del alma. ¿Por qué tendría que dudarlo? Durante toda su vida todo al final ha vuelto a su cauce, el sol siempre ha vuelto salir por la mañana, cuando resbala extiende una mano y alguien la sujeta. Yo mismo le busco un taxi a cambio de una sonrisa.
– Gordo, deja de poner cara de imbécil y espabila.
Jota está cada día más seguro de su importancia, el disco funciona mejor de lo que hasta la compañía esperaba. La lista de conciertos firmados es inacabable. Hasta el último pueblucho, perdido en medio de la estepa, lo quiere para la fiesta mayor. ¿No te suena bien? ¿Solo quieres tocar en Manhattan? Eso es porque nunca has visto, oído, a quinientos, mil labriegos, ocupando el campo de fútbol –nada de hierba, tierra– gritando que sí, que ellos también son jóvenes, que también están confusos, que también piensan que la única solución es el amor y en su defecto drogas, muchas drogas. Esta es la parte en que las autoridades suelen mirar hacia otro lado, porque en esta época la música es un negocio institucional, son los ayuntamientos los grandes promotores y los piques entre unos y otros se suceden. Y si tu consistorio no se puede permitir a los Radio o a Metaling puedes probar con Jota, es artístico, es moderno, es rompedor, un martillo de suave acero inoxidable. Gusta a las tías y a los tíos. Es un poco raro, pero eso mola. Parece molarle a todo el mundo, menos a mí.
Javier me quiere, chiquillería, me quiere a sus pies. Su lista de agravios –sí, sé que él también la tiene– contra mí ha crecido y su carácter no le permite olvidarlos, menos ahora que su posición le permite restregarme su desprecio por la cara impunemente. Que no gratuitamente, porque, aunque me esté obligando a bruñirle las guitarras y a poco menos que limpiarle los zapatos, gano una cantidad que me parece escandalosa por abrir y cerrar puertas a su paso durante toda la gira, además de alternativamente espantar o buscar camellos. Es un buen empleo que además me permite seguir silenciosamente, de lejos, a Teresa y adorarla durante el día y llorarla por las noches, todo en un verano que empieza muy pronto y termina muy tarde, siempre moviendo pesos y retorciéndome sobre o bajo andamios, notando día a día como mi cuerpo crece en todas direcciones y mis manos se hacen más anchas haciendo que los dedos parezcan más cortos y gruesos, hasta que parece un milagro que haya sitio para ellos en el diapasón, entre los trastes, sin estorbarse unos a otros y tengo que hacer de defecto virtud e ingeniarme toques nuevos llenos de muteos.
–¡Eh! Eso mola. Repítelo.
Y hago caso a Bum Bum y atacamos de nuevo la progresión, que cada vez tiene menos astillas y salientes, hasta que solo es un esqueleto sobre el que el timbre del trío casi clandestino que hemos formado junto a Bam Bam toma personalidad según quiere dejar de parecerse a nada en particular y solo es él mismo.
–¿Qué mierda estáis haciendo? Guardar la energía para la noche. Esa guitarra es mía Límpiala, guárdala, no olvides para qué estás aquí.
No contesto, no obedezco. Creo que eso le enfurece más aún. No soy rival para Javier en la esgrima verbal, aunque él no fuera la estrella y yo parte del staff, no se puede ganar una discusión con alguien que no escucha. Pero he ido amontonando grandes cantidades de indiferencia en mi rostro y he afilado mi mirada hasta que consigo atravesar su rostro si me lo propongo mínimamente. Por eso es que me gira las espaldas y desaparece refunfuñando, el jueguecito no le ha salido bien por ahora. Ya encontrará el momento de humillarme, de reducirme a mi nivel, no lo duda, solo tiene que esperar. Esperar es lo que más hace, él y toda esta troupe inestable, que se junta para disparar una ráfaga de dos o tres conciertos, se disgrega y para cuando se vuelve a juntar todos están más pálidos, más delgados, más desesperados y dispuestos en continuar con su carrera hacia ningún sitio.
Las multinacionales, los grandes pesos pesados de esta industria diminuta y esclavizante creen conseguir al fin mapear totalmente el público, predecir lo que será su gusto. De este y de el que en un futuro próximo verá crecer su poder adquisitivo. Un público que confirman insatisfecho con recetas pasadas, pero al que creen poder satisfacer más refinando las actuales y es por eso que cien tipos muy cualificados hacen empaquetar en rodajas de vinilo las adecuadas cantidades de colorines, peinados, imperdibles, cuero negro y Pop Art, determinados a avanzarse a la maduración de su paladar. El augur ya no pincha maquetas en la madrugada enviando la buena nueva del rock a un público diminuto de creyentes, las ondas son conquistadas por nuevas producciones, listas para el consumo y ese es el momento del reconocimiento y del comienzo de la desaparición de la singularidad.
Estoy convencido de ello mientras fumo mi enésimo petardo de la era de Acuario y miro a la gente bailar. Porque la juventud baila, aunque yo no lo hago, yo aparco mi cuerpo en la barra de los templos de la modernidad, hasta que llega el momento de pedir taxis, recoger rezagados o simular entrevistar camellos por cuenta ajena. Porque todos creen que Gordo visita antros y áticos, espera en esquinas y terrazas y se junta con grupos que caminan por las calles, a la búsqueda de un profeta del analgésico que apaivagara el dolor propio y el conocimiento del dolor ajeno, un profeta que pondrá en el camino de la tribu y cuando regresa al hotel de la ciudad desconocida donde todos le esperan goza de una popularidad que le asquea y de unas comisiones que no tanto.
Porque vuelvo a ser famoso, mi diminuto público está entregado a mí, continuamente pendiente un rincón de sus mentes de mis idas y venidas, su mirada buscando mi llegada en el horizonte y yo cuento billetes verdes y los amo y los desprecio alternativamente, igual que lo hago conmigo mismo.
Pega un vistazo a mi libreta de entonces, no es tan diferente a la de ahora, grupos de tres o cuatro versos coronados por las abreviaturas de los acordes, fórmulas de la química del sonido, tachados, reordenados, olvidados, denigrados en una página y recuperados tres páginas después. Así una y otra vez. Al final todos contando la misma historia: no he aprendido nada, nunca aprenderé nada. Quizá la letra es menos homogénea, aquí más redondeada, allí picuda, debe reflejar mis estados de ánimo o solo el avanzar a través de una época llena de nocturnidad y luces de colores, humo y vasos largos, prisas y sueños intranquilos.
Unos tipos a la salida de un concierto se enzarzan con la troupe en una pelea, lanzan golpes e insultos, nos llaman niños bonitos. Más tarde en el hotel mientras curo mi rostro del golpe de una botella, lanzada con más suerte que pericia, observo el aspecto de cuero viejo de mi piel, las profundas marcas del acné que como cráteres viejos que resiguen mi cara. Niño bonito que expresión más cruel.
Baltazar me estrecha la mano y se despide, ha vendido el contrato a un tiburón más grande, uno que intenta que Javier aprenda inglés, que viaje a Miami, cosas que me parecen ya imposibles para él, atrapado en el maelstrom que él mismo ha creado y que le succiona junto a todo y a todos. También a Teresa, esbelta como una caña, que ya no parece distinguir el mundo de los sueños, sus sueños, de los sueños de Javier, y gira y gira, mientras espera que, de alguna manera, todo se arregle, todo termine, que alguien se ocupe.
Despierto sin saber que estaba dormido, que esta eterna, sincopada gira, este caos sin sueño, sin horarios, me había reducido a un duermevela frenético en que no distinguía lo que era real y lo que no, lo que es importante y lo que solo lo parece.
Despierto sobre un escenario pequeño, con la sensación de estar levitando dos dedos sobre él. No preguntes como, ha sido todo improvisado, no recuerdo, o no quiero recordar que todo ha comenzado como una broma, hasta que la gente se lo ha tomado en serio. Bum Bum, Bam Bam y yo estamos cortando la pana en el Sosiego, surfeando una ola que sube y sube y no llega a romper. Y no a base de jodido volumen, ni atletismo digital, solo un poco de pop poderoso, pop sentido, pop en estado puro. La gente salta y se pregunta de donde hemos salido. Los enterados apuran sus bebidas antes de informar a quién quiera escucharlos que el batera y el bajo son los tipos que van con Jota, el artista, el poeta. Pero el gordo, feo como un pecado, grande como un iceberg, dentro de un traje a rallas y la guitarra que gruñe espesa y malcarada, ¿de dónde ha salido?
En el Sosiego hay el doble de personas que aforo y el Gordo les grita que ha salido a buscar pelea porque se ha cansado Du, du, ¡Duá! de llorar por la chica, que no volvió a llamar. Toca sin púa y utiliza mucho el pulgar, el dedo Gooooordo, para remarcar los tiempos, para bordonear cortos riffs, melodías que no saben si tomarse en serio a sí mismas. Los solos casi no tienen punteos, son progresiones llenas de acordes de quinta y séptima como si la tonada original se quejara, perdiera la esperanza y la volviera a recobrar. Las canciones son cortas y no hay descanso entre una y otra. Solo tienen siete temas, pero toman prestados siete u ocho más, Gloria Gaynor, Antonio Molina, Pau Casals, Beatles, Bowie...y hacen explotar el local durante cuarenta minutos y luego salen del escenario y se funden con el público que aplaude incansable y luego los olvida. Durante el penúltimo tema la chica delgada entra colgando del brazo de la estrella y agita el brazo hacia el escenario, antes de desaparecer entre la corte de admiradores de Jota. Estrella ya no es un epíteto humorístico, Javier ya no es solo el que querrían habitual de los programas de tendencias y culturales avant—garde, ha asaltado el prime time y ejecuta play backs en las sobremesas de los sábados, depositando un barniz de seriedad en estos. Eres una estrella cuando el público se conforma con verte mover los labios y quizá dar un pequeño golpe de cadera para ser feliz.
–Brutal, Gordo –sentencia.
Javier y yo tenemos un nuevo status quo. No le molesta que cante a la chica de los ojos grandes, ni que me enrolle con Bum Bum y Bam Bam, porque creo que ya nos ve como pasado y piensa que al fin va a poder deshacerse de todos nosotros, que Jota por fin va a poder dejar atrás el cascarón de Javier, extender las alas y volar aún más lejos. Mientras llega ese momento sabe que me debe respeto y aunque no quiera pagarme, debe simularlo frente al resto de la corte, porque a mí se me debe permitir todo, no solo por todas mis gestiones delante de los proveedores de tranquilidad química y mis desvelos porque todo funcione y todo esté enchufado cuando empiece el sarao, sino porque ya son demasiadas las veces en que mi macizo cuerpo ha sido un muro delante del desastre. Es por ello que poseo una bula, papal, celestial, estratosférica, expedida en persona por la estrella –que es la luz que nos guía, nuestra Luzbella personal– y rubricada por la cicatriz, una más, que luzco en el lado derecho de la barbilla, adquirida hace poco más de tres semanas, cuando todavía coleaba este verano eterno y tocamos –ellos tocaron, yo descargué furgonetas y me ocupé de las cien tareas invisibles que son mi oficio–, en el embrión de lo que con el tiempo puede ser un festival y en ese momento solo eran tres grupos tocando en el cine de verano de un pueblo turístico.
Descargamos decibelios rítmicos sobre jóvenes desesperados por quemar el verano. No hay cabeza de cartel, nos jugamos, se juegan, el orden para pisar las tablas y la noche brilla con las luces y los destellos del éxito. Un éxito, el público quiere que lo sea, tanto como el Ayuntamiento como promotor, hasta el servicio de limpieza municipal, que empezó quejándose, ya cuenta y gasta por anticipado las horas extras de esta noche cálida.
Todos somos jóvenes y no nos resignamos a que la noche acaba y muchos, público, músicos, staff, acabamos en lo que teóricamente es una pizzería y en la práctica es el bar que más tarde cierra porque es el que más pronto abre.
Soy de los últimos en llegar, he tenido que desmontar, poner a buen recaudo el material, los instrumentos, las herramientas del conjunto. Este espacio de tiempo me dan un punto de vista más distanciado sobre el ambiente, sobre la fiesta con la que me encuentro cuando el cielo empieza a amenazar con clarear. La fiesta está muy acelerada mucho, es lo que me dice Puás, con el que me cruzo en la puerta.
–La cosa está demasiado caliente, me piro.
Nunca intercambiamos más de una frase y casi siempre es él el primero en decirla, aun así… en realidad no es que haya mal rollo, simplemente parece no haber nada, hasta bromeamos un poco si hay gente delante, tácitamente hemos decidido no parecer gilipollas y parece que lo estamos consiguiendo. Al poco de mi entrada la situación se caldea uno o dos grados más y no por mi sex appeal. Javier discute, aunque es imposible escuchar lo que está diciendo y en realidad no importa, con el guitarrista de una de las bandas, un combo de vaqueros eléctricos con los cuales estamos condenados a enfrentarnos. El show business no es un sitio de grandes amistades y todas las sonrisas son falsas. Tan falsas como la que dibuja en su rostro el gran Jota antes de decir algo –solo con un lado de la boca–, algo que parece acabar con una discusión y empezar otra cosa. Veo como una chica de ojos grandes intenta sujetar, retener, a un muchacho que lleva demasiado tiempo cantando canciones de forajidos en la frontera y puede que haya acabado creyéndose uno de ellos. Y Javier, Javier no conoce oposición ni freno de nadie que no sea él mismo. La chica de los ojos grandes mira alrededor buscando auxilio y descubre que la ayuda que recibe no es la que esperaba, no encuentra una muralla para separar a los contendientes, sino a descerebrados que deciden que una buena tunda es la mejor manera de acabar un día tan fantástico y en un segundo se lía una de aúpa. El Caso. Cosas que vuelan. Tipos que se pegan. Gente que pierde el equilibrio al resbalar sobre las bebidas derramadas. Un idiota echa hacia atrás el brazo con la pretensión de lanzar un puñetazo terrorífico, fulminante y lo que consigue es romperle la boca con el codo a la chica que está detrás suyo...
Estoy en la entrada, no tengo ninguna intención de unirme a la bacanal. El espectáculo desde mi altura se ve bastante ridículo, nada de la cuidada coreografía de las películas, solo un caos estúpido. Pero Teresa sale del lavabo allí al fondo e inmediatamente resbala y cae de culo –un culo sobre el que se podría escribir una canción–, me sube una sonrisa a la cara que desaparece en cuanto veo su mueca de dolor y como se sujeta la muñeca izquierda. Me inclino y salgo hacia adelante sin pensar en nada que no sea ayudarla. Cojo velocidad y por un milagro no resbalo en ningún charco. Soy el Gordo, un bloque denso de enfado y codos afilados que se abre paso entre el zafarrancho como... como un tipo grande, cabreado, chocando contra chavales que donde más abultan es en su puto peinado. El gran Jota y el bandolero intentan zurrarse con muy poca traza en medio de la sala, son estrellas no gustan de los rincones. Ojos Grandes ha ido a parar contra la barra y lo mira todo con desconcierto. El pincha enloquece y sube el volumen de la música hasta que es atronador. Reconozco la canción, habla de un tipo miserable que baja de las montañas buscando alcohol, pelea y amor, no necesariamente en este orden. Es un tema de los vaqueros eléctricos. El Dj tiene un humor retorcido. Estoy pasando junto a Ojos Grandes cuando una botella sale de ningún sitio y estalla justo a su lado contra la barra y la cubre de Cuatro Rosas. Se pone a chillar cuando le comienzan a escocer en sus ojos y en pequeños cortes en sus brazos desnudos. Yo sin pensar la pillo de la cintura y me la llevo conmigo. El alcohol la ha cegado, tiene las manos abiertas congeladas en el gesto de llevárselas a la cara, duda si no será peor frotarse los ojos o no. Huele a Bourbon y azahar, me pesa menos que una pluma. Llego a la altura de Teresa e intento levantarla abrazándola desde atrás con mi brazo libre por debajo de las axilas, se pone tensa por un segundo hasta que me reconoce.
–¡Vamos, vamos! ¡Fuera! ¡Ahora! –digo sin saber si me escucha.
–¿Javier! ¡Javier! –contesta ella.
–Javier se las apaña bien.
–¡No!
–¡Fuera! Volveré a buscarlo.
La convenzo, cuando se levanta, la levanto, da un grito de dolor. Su brazo no tiene buen aspecto. Mi objetivo es una puerta al fondo, puede dar a la parte trasera del local o un almacén, no me importa. Solo quiero sacar de en medio a las dos chicas. Es un almacén, de propina al fondo hay otra puerta que da a la playa o casi. También hay un tipo, un adulto inequívoco, con un teléfono en la mano.
–¡Mierda!
Va a decirnos algo más, pero le echa un ojo al brazo de Teresa y a Cara de Ojos Grandes y continua con la conversación telefónica.
–Y envíe una ambulancia ya puestos, hay una, dos, chicas heridas.
–Con su permiso.
Cojo y abro un botellín de agua y vacío la mitad sobre la Cara de Ojos Grandes, noto su alivio, la ayudo a sentarse sobre una caja de refrescos y salgo del almacén.
–Ahora vuelvo.
La pelea ya pasó su mejor momento, pelear es cansado, la mitad de la peña no recuerda cómo se metió en la movida. Yo ni entonces ni ahora tengo ganas de participar en ella. ¿Qué hago aquí ahora? ¿Intentar impresionar a una chica salvándole el culo a su novio? ¿Con qué fin? Luego recuerdo que mi empleo cuelga de él, ¿qué hago? Tengo una idea. Pillo el extintor, junto a la puerta en la pared, y me pongo a regar a diestro y siniestro a todo el mundo con un polvo a presión blanco. Eso y el aullido en la lejanía de una sirena tiene un efecto mágico. Simultáneamente, todo el mundo, decide que ya es bastante y desaparecen en todas direcciones, solo permanecen unos cuantos fieles al espíritu de la bronca. Javier y el bandolero se tiran desmayados golpes el uno al otro sin demasiada efectividad. Trinco a Javier del cuello de la camisa y me lo llevo a peso sin hacer caso de sus manotazos al almacén. Bum Bum se nos une. Bam Bam ha desaparecido.
–Largaos por detrás, a la playa, en silencio, antes de que llegue la pasma.
–¡Mataré a ese idiota! –asegura Javier.
–Tú no matarás a nadie, llevarás a las chicas a la Casa de Socorro. ¡Ahora!
–¡Cállate! ¿Quién coño te piensas para…
No llega a decir nada más. Descubre a dos chicas terriblemente hermosas –pese a estar hechas un desastre o quizás por eso– que le están observando, no parecen tener muy buenas intenciones. No se conocen de nada, pero parece que se pueden ponerse fácilmente de acuerdo para sacarle los ojos. Es inteligente, se rinde.
–Vale, vámonos.
Justo antes de salir por la puerta Cara de Ojos Grandes se gira e intenta quitarse algo de maquillaje de los ojos, renuncia, me sonríe y en dos pasitos se planta frente a mí, me da un beso en los labios, se me para el corazón.
–Nos hemos visto por Madrid, ¿no?
Luego se da la vuelta y me lanza un último saludo antes de desaparecer por la puerta de la playa, por donde entra Bam Bam con un porro en la boca.
– Gordo, siempre supe que eras un Superhéroe. Ahora resulta que también eres un Don Juan. ¡La Pucha!