Nada es como antes
Llevo mucho tiempo yendo a ninguna parte y aun así en moto. Por eso es que me he quedado embobado con el display que muestra la velocidad con que el tren nos está llevando hacia la capital. Al final hago un esfuerzo y me pongo a ojear el periódico que una azafata me tendió cuando lo abordaba. Púas se ha apoderado de la primera página de la sección de sociedad. Una foto en blanco y negro de su salida del palacio de justicia le entroniza. El reportero relata sus palabras, su mensaje a los periodistas que mataban la mañana esperando la salida de los detenidos.
–¡Tíos! Me alegro de veros a todos. ¿Por qué no aparecisteis cuando tenía un poco de Rocanrol para vosotros?
Baltazar Armada lloraría, yo estoy a punto de hacerlo. El país entero ha recordado súbitamente quién es Púas. El tío ese que toca la guitarra, un tipo serio, un tipo enrollado, un cabrón lleno de matices. Dos pasajeros comentan la noticia en voz alta. ¿Qué dicen que ha hecho? Una mierda de no sé qué de derechos de autor. ¿Escribirle música para otros? ¿Pero no es ese su trabajo? Lo ha hecho siempre. ¿Te acuerdas de aquella? …
Sé que el país decidirá que Púas es Púas, no puedes esperar otra cosa de él. Que en realidad nunca nos ha engañado. Una por el dinero, dos por el show, desde luego es uno de los nuestros. Los jueces le joderán o no, ya se verá. Le pagaremos una copa cuando salga.
El brazo me duele; he intentado leer con el periódico desplegado y la posición no le ha gustado. Noto presión en la cara interior del antebrazo y quemazón en el codo, ha llegado sin avisar de la nada, a sumarse a la larga lista de movimientos, posturas, que mejor no haga.
Pienso en mis manos. Tocar es un ejercicio doloroso. Los dedos en la posición clásica no aprietan las cuerdas con las yemas sino directamente con las puntas de los dedos, con el extremo del hueso de la última falange. Esto es doloroso, siempre, nunca acabas de acostumbrarte. No es un dolor horrible, pero está ahí. Es tu sacrificio a… ¿Mercurio? Dios del comercio, del Teatro y de los músicos, de los mentirosos y los ladrones. ¿Me lo acabo de inventar? El paisaje que pasa fluido por la ventanilla no me da ninguna respuesta, ¿por qué tendría que hacerlo? Duele.
¡Apolo! Qué coño Mercurio, Apolo, macarra de las Musas, es el Dios de la música. El tenue reflejo que se ve de mí en la ventanilla no es muy apolíneo. Quizá sea más acertado ponerme bajo la protección del tipo con alas en los tobillos, seguro que es más útil si tienes que salir de naja. ¿Has intentado correr con una guitarra en la mano? ¿Con un guitarrón metido en su estuche, un estuche pesado y reforzado, pensado para viajar por el mundo y recibir golpetazos y caerse de sitios y aun así sobrevivir? No lo intentes, no llegarás muy lejos.
–¿En qué piensas?, di algo antes de que te explote la cabeza–dice ella.
¿Quién es ella? En realidad, no lo sé, dice que se llama Natacha, pero creo que solo es uno más de sus disfraces. Cuando llegué al escritorio del Señor Torella, Don Vicente –aunque sinceramente, hace más cara de Vicentín–, ella estaba en la recepción esperando; no la reconocí con su vestido un poco estilo Casablanca con cremalleras. Yo no soy Bogart te lo aseguro. No fumo, ya no. Mierda.
–Pienso en Púas, en tu tío.
–¿Te preocupa?
–Un poco, muy poco…
– Eso que significa ¿que crees que saldrá bien librado?
–Creo que sí. Lo que me preocupa más es que me preocupe. Tengo un sistema de lealtades que no puedo controlar. Llamó a mi puerta y en vez de romperle la cabeza acepté echarle una mano. Y eso que verle fue como si los últimos años no hubieran pasado. Necesito que la gente me ame.
Ella hace cara de confusa, luego entiendo que llevo todo el viaje o casi contestando con monosílabos y ahora de golpe le abro mi alma, al final suspira y me contesta.
–Todo el mundo necesita amor.
–Y una patada en el culo.
–¡Vale! Lo acepto. ¿Por qué tendrías que romperle la cabeza?
¿Por qué? ¿Por negarse a desaparecer de mi vida? Estoy diciendo estupideces, lo que tenía que haber dicho era: ¿cuál es tu papel aquí? Pero no lo hice cuando entró conmigo al despacho de Vicentín el picapleitos y no lo voy a hacer ahora. Está aquí para vigilarme o para que yo la vigile a ella o… el brazo me da un pinchazo y pierdo el hilo y no contesto, así que ella decide tomar el mando de la conversación.
–He visto fotos tuyas, de vosotros, erais tan jóvenes, tan guapos, bueno sois tan guapos.
Me encanta que diga eso y como soy gilipollas lo niego inmediatamente.
–Yo nunca lo he sido. Javier está muerto, no creo que tenga buen aspecto. Parches, Parches dejémoslo. Tu tío, ¿es verdad que es tu tío?
–El hermano mayor de mamá, la Gran Lagarta, él es el Gordo Caimán, se llamaban así el uno a otro de niños, todavía lo hacen cuando el otro no puede oírle.
–Tu tío tiene ahora mejor aspecto que entonces.
–Tú también. Entonces tenías demasiada cara de malote, ahora se te ve más…
–¡Oh va, déjalo! Tengo espejos en casa.
Me ha salido con un tono histérico que me avergüenza. Ella se calla, no esperaba que lo hiciera. En su mirada hay algo... ¿es sorpresa?, debe estar acostumbrada a que los tipos se pongan a babear nada más verla, es comprensible yo lo haría, si no tuviera las glándulas salivares y más cosas atrofiadas. Cambia de tema.
–Dice Jorge, Púas, que tus canciones son hermosas.
–No me imagino al… Gordo Caimán diciendo eso: hermosas.
–Estaba borracho. Intentábamos escribir una canción, no se me da bien, todavía, a él... Saliste en la conversación. Dijo que nadie es capaz de hacer más con menos. ¿Por qué dejaste la música?
–Nunca he dejado la música.
–¿No? He buscado cosas de ti. Cosas actuales, no hay nada tuyo. ¿Por qué?
¡Oh no! La pregunta, no es que me la hagan muy a menudo, los tipos del NME no pican en mi puerta cada quince días para entrevistarme, ni cada quince años. ¿Por qué lo dejé? Si alguien alguna vez se interesa le suelto lo primero que se me ocurre; puede que un libelo contra el negocio musical y mi total negativa a plegarme al gusto del público o algo más sencillo, tipo: perdí la creatividad, pero esto no suelen creérselo, porque de entrada ¿qué sabe la gente de la creatividad? Una respuesta más elaborada es que un día te cansas de cargar y descargar el equipo de otros o de irles a comprar drogas y comprendes que el glamour es algo artificial y que además no pega nada con tu físico. O que te cansaste de buscar... quince minutos más de reconocimiento. O la que le suelto a ella ahora.
–Me asusté, lo que me pasó es que me asusté, tuve miedo, no quería sentirme, cuestionado, medido, pesado, rechazado… y acabar confirmando mi incapacidad.
–Cualquiera que se mete en algo artístico tiene que aceptar que... ¡Tiene que mostrarse!
Tiene razón y a la vez no la tiene, ni la más mínima. No existe una ley para eso, no es una obligación, creo. ¿Por qué dejé de buscar bolos? Tuve buenas razones, todas son verdad, todas son mentira, nada pasa solo por una cosa.
Continúo creyéndolo cuando llegamos a la capital. Hace mucho que no he estado aquí, me lo repito cuando entramos en una ciudad que me parece desconocida. La estación que me recibió hace tantos años ahora solo es la recepción de otra gigante y no contiene vías sino un jardín, un umbráculo con un pequeño estanque, desde el que un millón de tortugas, los cuellos estirados, totalmente inmóviles, parecen esperar una orden para... ¿despedazarnos a todos? Se lo digo a ella, se ríe y continúa sonriendo hasta que llegamos al hotel.
El tal Ramoncito se hospeda en un hotel fastuoso habituado a los dignatarios y a las estrellas, con un gran jardín frontal frente a él. Justo en la calle lateral hay otro de mucha menor categoría. No es para nada un cuchitril, pero por comparación parece las habitaciones del servicio. Es lo que soy: parte del servicio.
Natacha y yo compartimos la habitación doble que tenía que haber sido para Púas y para mí. Según entra se quita su uniforme de miembro de la resistencia francesa postmoderna y se mete en la ducha. Quince minutos después sale envuelta en toallas y una vaharada de vapor, este le tapa más que el algodón.
–¿Tienes un porro? ¿Dónde me vas a llevar?
–No fumo.
–No es lo que cuentan por ahí.
–¿Sí? Sabes más de mí que yo mismo.
Un porro, un Joe, un petardo ¡oh sí! Me tranquilizaría, me haría creer que todo es posible, todavía. Pero lo he dejado. No recuerdo por qué lo he hecho. Tenía que ver algo con descubrir quién era yo mismo, yo sin muletas, yo sin esos algodones que me protegen y a la vez me apartan de todo. También había algo de sacrificio, de sobornar a Apolo. Me pareció una buena idea, ahora no lo sé si lo es tanto. No me hacían falta excusas, motivos para colocarme, mi deseo es como un muelle comprimido, con muy poco saltará.
–¡Vale! Te has quitado. Se supone que conoces la ciudad. ¿A dónde me vas a llevar, marinero?
–No tengo ni idea, hace un siglo que no vengo a este… puerto, no conozco ningún sitio.
–Llévame a los que ibas antes.
–No creo que quede ninguno.
–Es igual, buscaremos a tu fantasma, la huella que dejaste, seguro que está atrapado por aquí.
No me parece mala idea, me gusta lo del fantasma. Así que me ducho y mientras ella se viste o se desviste un poco más de lo que está. Después escondo la guitarra bajo una de las camas individuales y la ato con seguros de bicicletas al somier. No quiero pedir que la guarden en la recepción porque... porque sí. Cuando salimos, ponemos el letrero de no molestar colgando del pomo de la puerta y eso me hace sentir como un adolescente fardando de conquista de verano.
Al cabo de un rato más o menos largo estoy comiendo medio bocadillo de calamares mientras ella lo intenta con el otro medio.
–Esto es horroroso, es como comer un trozo de tubería metida en goma de borrar.
–No exageres.
–El pan está seco.
–No está seco, es denso y gustoso.
–No le ponen tomate…
–No lo hacen si no lo pides, antes te miraban mal y todo, no entendían la manía de mojar el pan de los catalanes.
–Renuncio.
Y con estas palabras abandona lo que le queda de su mitad y ataca la tapa de callos con tortilla de patatas.
–Esto es otra cosa.
–¡Tía! Déjame algo.
–Espabila.
Unos cuantos jejejes y jijijis después no queda nada de la tapa y ella se chupa los dedos con satisfacción provocando tres o cuatro infartos a los tipos que pasan por ahí. Hay un chaval al que prácticamente se le ha descolgado la mandíbula inferior. Yo me lo quedo mirando, puede que, con demasiada insistencia, porque ella me pregunta.
–¿Eres gay?
–No demasiado, más bien nada.
–¿Por qué no tienes novia?
–¿Como sabes que no tengo novia?
Ella suelta un ¡Ja!, y se palmea los muslos con lo que consigue romper el corazón a la mitad de la barra que no estaba ya enamorada de ella. Es una mina para los cardiólogos.
–Jorge, Púas, Titojorge, el jefe de la banda.…
–No es el jefe, al menos de esta banda.
–… me lo dijo. Se preocupó de... ponerse al día contigo, antes de entregarte su tesoro, sus tesoros, este –se señala a si misma– y el de seis cuerdas.
–¿Qué hizo? ¿Buscar un detective y comprobar que no soy más yonqui que él? ¿Que no me persigue la policía como a él? ¿Esas cosas?
–Esas cosas, claro. Por si no lo sabes como amigo es peculiar, a veces un asco.
–Nunca llegamos a ser amigos, del todo. Solo compañeros, tocamos en un grupo…
–A mí me han dicho que tú sí que eras su amigo, tú eres amigo de todo el mundo, todo el mundo quiere ser tu amigo, pero solo te fijas en los cuatro idiotas que no lo quieren ser…
–Por ejemplo, Púas.
–Púas tiene problemas para mostrar sus sentimientos, cosas de la Gran Lagarta y el Poderoso Caimán.
–Háblale de su niño interior.
–Llévame a los sitios donde tocabais, ¡venga!
–Ya te he dicho que no existirán, eso fue.…
Y hago la cuenta de cabeza y me salen muchos, muchos años, el número, es demasiado grande y por primera vez me siento viejo, en una forma real, no en un decir y no quiero decirle a la señorita sentada enfrente mío cuantos años tengo y le suelto…
–...Dos vidas.
–¿Dos? ¿Cómo cuentas el tiempo? ¿Qué tipo de unidad es la vida?
Pregunta, pero la manera con que me mira, riéndose de mí, me convence que se ha quedado con el percal a la primera. Según abro la boca tengo la sensación de que debería retroceder, que voy a soltar chorradas de las que luego me arrepentiré, pero ya estoy lanzado
–Para mí...yo creo que....Mira los hombres, las mujeres no sé, no tengo ni idea como pensáis, los hombres tenemos cuatro vidas, la primera y más larga, la que parece más larga, es desde cuando nacemos hasta que a las chicas de nuestra generación les salen las tetas, la segunda es desde entonces hasta que comprendemos que nunca seremos el hombre que queríamos ser, esta parece más corta pero es más larga que la anterior, la tercera es la que más larga nos parece y lo suele ser de verdad, en tiempo real, en ella algunos se dedican a hacer dinero, otros a beber, algunos montan una familia para tener alguien a quién odiar cerca, en general solo nos aburrimos y la cuarta esperamos la muerte mientras jugamos a la petanca o paseamos a los nietos, esta por suerte es corta.
–¿En qué vida estás?
– Estoy desperdiciando mi tercera vida, igual que desperdicié las dos anteriores.
Ella se está desternillando, los ojos le lloran, supongo que del picante de los callos, yo me siento profundamente ofendido, intento que mi cara lo demuestre, pero solo consigo más risas.
–Eres un capullo melodramático. Te lo has inventado todo sobre la marcha.
Lo que es cierto, las palabras han salido de mí enhebradas como las cuentas de un collar falso. De aquí a nada comenzaré a escribirle poemas.
–Me has calado totalmente.
Subimos en un taxi, el conductor es pakistaní, empujado por ella intento interrogarle sobre la existencia o no de ciertos locales, pero él intenta convencerme de ir a un tablao donde debe tener comisión. Aunque insisto no consigo ninguna respuesta, o por desinterés o porque cuando yo frecuentaba los sitios por los que pregunto su padre todavía criaba elefantes en algún lugar de Asía. Así que le pido que nos deje por los alrededores de la Plaza Mayor, desde ahí caminamos; yo le voy señalando sitios como un desganado guía turístico. Mi dedo apunta –más o menos– hacia el apartamento que da a la plaza de un cantautor todavía en activo, el pequeño bar donde mucha gente empezó, que ahora es una tienda de souvenirs en que el producto estrella son las camisetas de las estrellas del equipo de fútbol de la capital, aunque también tienen de grupos antiguos. Allí unos tipos se quedan con mis torpes explicaciones a Natacha de quien es quien o nos ven cara de turistas y nos dan una octavilla en la que se anuncian tours organizados con recogida en el aeropuerto, paseo por los lugares emblemáticos de la época y hasta visita de los estudios Iberovox donde un artista de la época (quién exactamente depende de disponibilidad y fecha) bendecirá el peregrinaje. Uno de los lugares emblemáticos está justo al lado, nos acercamos y es allí a donde estallo.
–Esto es falso. No estaba aquí, era en la otra esquina.
–¿Seguro?
–Joder me he deslomado la espalada en la rampa cargando un puñado de veces.
–¿Qué rampa?
–La que está en la trasera.
–Aquí no hay trasera.
–Pues eso.
Me siento engañado, estafado, robado. No comprendo por qué. Todo esto siempre me había resbalado, ¿no? ¿A qué viene esta… rabia? La hierba, eso es, mi gigantesca amígdala bombea descontrolada en mi corriente sanguínea productos de dudosa manufactura. Mi presión arterial está por las nubes, la hierba baja la presión, ¿ya te lo había dicho? Tendré un ictus en segundos, lo noto. Ella me mira con una mezcla de curiosidad y preocupación, decido dejar de hacer el imbécil. Al menos el Sosiego continua en el mismo sitio.
– ¡Eh!, este es famoso –exclama ella.
Lo es, era el bebedero favorito de los tipos de la radio. Fueron los tipos de la radio los que lo liaron todo, le dieron voz a la historia. Luego el ayuntamiento, el alcalde, el estado, la peña, las ganas de construir algo propio, el profundo provincianismo de esta capital, todo ello dio como resultado aquello.
El Sosegón está lleno. El portero me mira, mira a Natacha y luego parece a punto de hacerme la ola o pedirme un autógrafo. Yo tiro adelante en cuanto nos cede el paso; es una novedad, a lo largo de mi vida, si no era parte del staff, me ha costado la entrada en los locales. Los porteros ven en mí cosas que yo solo sé adivinar, toneladas de resentimiento probablemente, pero hoy ella es mi salvoconducto. En las paredes del pequeño distribuidor que separa los lavabos hay fotos enmarcadas, gente con hombreras enormes sujeta copas y miran a la cámara con expresiones ligeramente beodas. Estas fotos que encuentras en todos los bares siempre me han parecido un poco ridículas, fotos ombligo, nosotros mirándonos a nosotros ¡Qué guais que somos! Lo único que diferencia estas de las de los otros sitios es que son de hace mucho tiempo y eso les ha dado un matiz de documento. ¿Un documento de qué? Javier, solitario preside una de las fotos, es terriblemente joven, sus largas piernas no caben entre el asiento y la mesita baja redonda que tiene al frente, lleva algo que no sé adivinar en una mano, parece sorprendido en el momento en que consigue ocultarlo de la vista del espectador. No mira al objetivo, sino un poco a su izquierda, justo a donde estoy yo ahora. Pienso en llamar a Natacha y explicarle quién es ese hijoputa de la foto, pero seguro que ya lo sabe y de todas maneras es ella la que reclama mi atención señalando otra foto.
–¿Ese eres tú?
–Lo fui.
–¿Es eso una respuesta? Tú lo que eres un creído. La mitad de las cosas que dices parecen diálogos de película espesa o… ¿trozos de canciones? De canciones más espesas todavía. Eres un pelma, eso es lo que eres. Siempre con tu rollo de lo profundo y lo desilusionado que estas ...¡Me sacas de quicio! Vamos a beber.
Vamos. El resto de la noche más o menos me ignora. Me bebo una solitaria cerveza y como un montón de cacahuetes y me admiro de como saca de quicio a los camareros pidiendo cócteles que nadie sabe preparar –algunos dudo que existan– antes de acabar en un Karaoke donde canta canciones de Cyndi Lauper con un estilo parecido al de Nico generando admiración y sorpresa a partes iguales y recogiendo teléfonos que tipos le pasan apuntados en cajas de cerillas, como si un agente de verdad no tuviera tarjetas siempre. Regresamos al hotel, donde se puso un pijama infantil, se hizo una bola y simuló dormirse inmediatamente mientras yo miraba a través de las copas de los árboles del jardín el enorme y lujoso hotel, al otro lado de la calle y a cientos de euros de distancia. Rollo profundo y desilusionado. Dejémoslo en desilusionado. Miro hacia la cama y veo que tiene los ojos abiertos.
–De verdad, ¿cuánto tiempo hace qué no venias por aquí? –pregunta.
–No le veo la importancia a calcular la fecha exacta. Recuerdo que era joven y estúpido. Continúo siendo estúpido, no debe haber pasado tanto tiempo.
–Nunca sé si bromeas o te fustigas. ¿Lo sabes tú?
Es una buena pregunta, intento pensarlo, pero ella ya parece interesada en otra cosa.
–Jorge, Púas, mi tío,... No sé cómo llamarlo, ninguna de estas palabras... me resuena en la cabeza. Las digo y no le veo a él. ¿Me entiendes?
–Sí. ¿Cómo le llamas en tu cabeza?
–Titojorge, todo seguido. Titojorge así sonaba como le llamaba mamá, mentira: Era como lo identificaba para mí. Ves y mira que hace Titojorge. Vigila que no venga Titojorge. Pídele el dinero a Titojorge. ¿Me explico?
–Demasiado.
–¿Te entrenas para ser borde?
–Toda la vida, ya me sale de natural, figúrate que esto quiere ser una disculpa y ya ves cómo suena. ¿Estás preocupada por él?
Ella hace una mueca que no sé lo que significa, se sienta sobre la cama y se sujeta las piernas entres los brazos, parece una niña, la niña más grande del mundo.
–Titojorge siempre ha estado muy cercano a nosotras. Hasta cuando estaba lejos porque viajaba y era famoso... Una de las cosas más guais que recuerdo de cuando era pequeña eran los paquetes de Titojorge.
–¿Paquetes?
–Paquetes. Titojorge no es capaz de escribir nada más largo que feliz cumpleaños. ¿Lo sabias? Qué tonta, claro que lo sabes. Pero no importaba, enviaba paquetes, cartas con cosas dentro.
–¿Qué cosas?
–Cosas, no sé. Periódicos en alemán. Propaganda de clínicas peruanas, dátiles de tres colores diferentes, bacalao seco, arena del desierto, casetes grabadas con ruido de la calle, llamadas de los aeropuertos o gente rezando en idiomas raros... Cosas. A mí me encantaban, me parecían... ¡cosas mágicas! Cuando trabajaba en el banco día sí, día no, llegaban los sacos con la valija. Cuando los veía no podía de dejar de pensar en los paquetes de Titojorge. Comparados con ellos la valija siempre era una decepción.
–¿Qué hay en la valija?
–Documentos, órdenes, coja usted el dinero de este sitio y póngalo en este otro, intente convencer a los clientes que esto es un buen negocio, ahora no lo haga, tenga un buen día.
–No te imagino trabajando en un banco.
–Yo sí. Lo decidí cuando todavía llevaba trenzas.
–No me lo puedo creer.
–De verdad. La Gran Lagarta, mi Santa Madre, nunca tenía dinero, la pobre, siempre se estaba quejando y yo de pequeña pensé que lo mejor para que tuviéramos dinero era trabajar en un banco. Como se me dan bien las mates nunca nadie intentó sacarme la idea de la cabeza.
–¿Acertaste?
–Sí y no, mamá siempre puede gastar más. Cuando lo dejé fue una decepción para todo el mundo. No entiendo por qué. De un día para otro yo era una preocupación para todos. Solo era un trabajo. Creo que piensan que no seré capaz de conseguir otro jamás.
–Yo creo que querían que continuases preocupándote por ellos.
–¡Pero si lo hago!
–No lo suficiente, para... renunciar a tu derecho a equivocarte.
Silencio. Renunciar a tu derecho a equivocarte, suena un poco a Simon y Garfunkel, se lo digo.
–¿Quién es esa gente?
–¿No conoces Puente Sobre Aguas Turbulentas? Fue el disco más vendido del mundo mundial durante un buen puñado de años y era cuando la gente tenía que ahorrar para comprarse un disco.
–¿Ves, imaginas una canción a partir de una sola frase?
Primero no sé qué contestar, bueno sí: ¿tú no? A veces me sorprendo de que la peña no vaya por ahí improvisando estrofas. Me siento muy cerca de todos esos chavales que rapean y a la vez muy lejos, el mensaje que quieren transmitir no suelo compartirlo y he sufrido tanto con las melodías que me parece un sacrilegio que prácticamente prescindan de ellas. Como ella todavía parece esperar una respuesta se la doy.
–A veces, nunca parí dos canciones de la misma manera.
–¿Podrías hacer una con esa frase? Con renuncia a tu derecho a equivocarte.
–Se puede hacer una mala canción con cualquier cosa, solo es hacer unas rimas tontas, equivocarte rima con perderte, encontrarte, buscarte… con ellas ya puedes comenzar a dar vueltas alrededor de un lugar común.
–La separación, el rencuentro, la búsqueda ¿son lugares comunes para ti?
–Todo es un lugar común, todos reímos y lloramos por las mismas cosas desde siempre, lo importante es que ese lugar sea el tuyo en el momento en que te enfrentas a la canción; si no lo sientes como propio, no podrás hacer que otros lo reconozcan. Será algo vacío.
Son malas noticias, nena. Tendrás que vivir con ellas...
–Enséñame algo lleno.
–¿Ahora?
–¿Tienes sueño?
–No
–No tienes sueño y una superguitarra debajo de la cama. ¡Cantemos!
No puedo negarme, nunca he podido hacerlo, saco la bicha del estuche y mi libreta de la chaqueta.
–¿En qué tono te defiendes mejor?
Le canto canciones que tienen treinta años y otras treinta días. Arruga la nariz con alguna y con otras se entusiasma. Jugamos a los artistas. Llevo toda la vida haciéndolo.
–¿Cuántas canciones crees que has compuesto?
–¿Cien, doscientas, mil?
–Son muchas. ¿Las tienes grabadas?
–Claro. Más o menos. Sí. Por casa están.
–¿Me dejarás escucharlas?
–Recuérdamelo cuando acabe esta movida.
Ahora ella vuelve a dormir, pero yo no puedo hacerlo. Así que escucho música, una larga, muy larga selección de temas de entonces. Escuchar música no es una buena descripción, lo que hago es darle al play del aparato, dejar que unos cuantos segundos del tema, casi siempre muy pocos, inunden mi cerebro desde los auriculares antes de saltar al tema siguiente, en una especie de zapping melódico intermitente. Muy pocas veces escucho una canción entera. En general muy pocos grupos me gustan, entonces yo iba contra corriente, me gustaban los Beatles. John Lyndon también me hubiera echado de los Sex. John hubiera echado a cualquiera que le hiciera sombra o que no fuera lo bastante obediente. Sé algo de eso, tuve también mi propio podrido pedante.
Me cuesta concentrarme, la vida tiene un tacto rasposo que me desagrada. Es la sensación que me transmite la música en mis orejas. Ahora suena Bésame, me parece bastante mejor canción que las otras. ¿Es cierto? ¿O es que la escucho con orejas de padre? La magia de un estribillo es que cuando más veces lo escuchas más importante parece ser. Hasta que te harta y no quieres volver a escucharlo nunca.
¿Hay un límite al número de canciones que puedes dejar entrar en tu intimidad? Un día te saturas y dejas de interesarte por lo nuevo novísimo. No te preocupa nada lo que están escuchando los jóvenes. Basura. Joder, acabas hablando como tu padre. ¿Es tan importante la música para los jóvenes de ahora, cómo lo fue para los de mi generación? ¿Todavía arrastra con ella valores de rebeldía, de cambio? ¿Es la música importante? ¿Soy yo importante? Me duermo en el sillón. Despierto, todavía está oscuro. Me duele el brazo. Me levanto para tumbarme en la cama. Veo a la muchacha que duerme, hay una mancha de saliva en la almohada, junto a su boca, como si fuera un bebe, tengo un déjà vu. Esto es algo que ya he vivido, quizás algo que he leído. Me acuesto y me quedo roque en un segundo.
La mañana entra por la ventana y me obliga a levantar. Oigo como ella canta en el baño, miro mi reloj y hago una llamada. Al segundo timbrazo descuelgan.
–¿Señor Rafael?
–Llámeme Rafael, sin el Señor, no es necesario.
–Si así lo prefiere. Rafael, ¿cree qué Ramoncito estará dispuesto a recibirme?
–Sí, sin duda. Le ruega que a la una en punto nos visite en el Hotel. La suite es la 801. Señor Gordon le ruego que sea discreto, suba directamente, no se anuncie en la recepción.
–Como gusten, hasta entonces.
Cuelgo, me siento fatal, anímicamente, corporalmente, mentalmente, ¿es esto una reiteración? ¿Anímicamente y mentalmente? Me vuelvo a preguntar que estoy haciendo aquí; ¿el dinero? Muchas veces lo he usado de escusa: hago esto por dinero. El dinero es necesario, pero no creo que sea eso. Ahora mismo podría buscar un trabajo con cara y ojos, a poco que lo intentara podría arañar un pavo más. ¿Creo en lo que estoy pensando? Lo que creo, lo que podría ser mi filosofía de esta semana, es que nunca se hace nada por un solo motivo, se hace por la suma vectorial de muchas causas diferentes y si decides otorgarle primacía a una determinada es porque es la última que se suma y parece adquirir más preeminencia. Joder, vaya rollo mental. ¿Te extraña que Natacha piense que eres un plasta? ¿Pensaría lo mismo si tuviese un físico de estrella de cine?, que lo tengo, podría ser el malo de película perfecto. ¿Qué pensaría yo de ella si tuviese un tipo de mesa camilla? joder, lo mismo que ahora: que está como una chota y que no es para mí. Por lo pronto podría salir del baño antes de qué me explote la cabeza. ¿Qué estoy haciendo aquí? Además de preguntarme si saldrá vestida o desnuda. Estoy aquí por aburrimiento, sobre todo por eso, me propuse alejarme de todo y creo que lo conseguí, me impuse a mí mismo una condena de aislamiento, una libertad vigilada por un ojo implacable –¿esto es de una canción?–, yo mismo, hasta que me amnistié cuando estaba a punto de explotar. Una cárcel de soledad y hierba, desde donde tenía la sensación el convencimiento de que no había nada para mí aquí afuera.
–Tienes una cara horrorosa. ¿No has dormido nada? Cada vez que abría un ojo te veía ahí sentado mirando por la ventana; ¿tienes miedo? ¿Qué te preocupa?
Me pregunta Natacha, que se ha materializado frente a mí. ¿Tengo miedo? La pregunta me pilla por sorpresa, miedo, ¿de qué tendría que tener miedo? No consigo comprenderlo así que me rindo y le pregunto.
–¿Miedo de qué?
–Joder tío, a veces pareces autista. Titojorge dice que nos tienen que dar dos millones y pico de pavos por el trozo de madera que hay dentro del estuche. ¿No te acojona que nos roben? ¿Que nos engañen? ¿Que nos timen?
Es un buen raciocinio. Eso demuestra que no soy demasiado listo o que en realidad me importa una polla. Que para mí esto es un espectáculo. Una mierda de obra de teatro, de esas en que los actores se empeñan en hacer participar al público. Definitivamente los tíos que venden o compran guitarras de dos kilos me parecen gilipollas.
–Ni siquiera lo he pensado. He vendido y comprado muchas guitarras, esta solo es una más.
–¿Has vendido muchas guitarras de más de dos millones de pavos?
–No, solo algunas de un par de miles.
–Tío, no te entiendo.
Yo tampoco solo que me siento aislado, indiferente de la realidad. Quizá por la falta de hierba, por los trabajos nocturnos por años, o porque al fin estoy viendo mi destino claro y es tan trivial como todo lo que he hecho, que lo que está por venir me importa una mierda y además…
–¿Qué puede pasar? Que nos roben a lo peor. Pero no lo creo, mira los mil vídeos del tal Ramoncito; no es un ladrón, no es un gánster, solo es superpijo de la muerte, además tiene una cierta clase ¿no? Soltará la pasta y estará vacilando a sus coleguis durante mucho, mucho tiempo, de como compró algo que nadie puede comprar. Puestos a preocuparme... me preocupa más que la Rick sea falsa, una tangada, cualquier mierda inimaginable, una más de las putas movidas de tito Púas. Pero no creo que pasen de darnos una patada en el culo y enviarnos a tomar viento. ¿Crees que tu Titojorge te metería en una situación así? ¿O te has metido tú sola?
Veo que duda un momento, solo un momento y como se refirma en su opinión sea cual sea.
–Tío Jorge no haría, no me haría esto.
–Espero que tengas razón. No le llamamos Púas solo por el plectro de la guitarra.
–No te entiendo.
–¿No conoces la expresión hacer una púa?
–No, que te jodan. Lávate la cara, quiero desayunar.
–Voy a ducharme. Vístete de una vez.
Porque sí, como de costumbre está más desnuda que vestida. No he tratado con muchas chicas, pero es sin duda a la que menos le abulta el equipaje.
–¿Qué quieres que me ponga?
Suelta lasciva y desafiante, creo. Es como viajar con Madonna, Madonna con la cara de Carmen Sevilla a los veintipocos. Y más alta que Anita Ekberg o como se diga.
–Algo con lo que puedas correr.
Me ducho, me afeito, me peino con fijador echándome el pelo hacia atrás, es entonces cuando me doy cuenta de que me estoy vistiendo como para salir a escena, la camisa crema de cuello y puños gigantescos, mi traje a rallas –relavado, desgastado y después recosido con mil puntadas de punto de cruz a la vista en sitios chulos–, los botines Beatles. El anillo de plata con la calavera sonriente en el meñique, el enorme reloj de cuerda. Me observo en el espejo. Sin duda soy el tipo más feo del barrio, el más feo y el mejor vestido. Siempre fuimos los más elegantes de la chabola. Salgo del baño y ella lleva un jodido traje ceñido de atletismo, que no deja nada a la imaginación, debajo de su gabardina de la resistencia francesa y botas de boxeador blancas. Solo se me ocurre decir:
–Vamos a desayunar.
–¡Ahora te escucho! –contesta, me alegro de que ya no esté enfadada.
Media hora y un montón de tostadas francesas después cruzamos el hall del hotel contiguo. Llevo en el brazo bueno la guitarra dentro de su estuche y en el malo a ella colgada, todo pelo suelto, gafas negras y gabardina abierta. Todos los botones y conserjes, epítomes de la discreción, nos abren las puertas a nuestro paso, luchando por mirar hacia otro lado, mientras ella saluda agitando la mano a un grupo de niños que se han quedado mirándola embobados con la boca abierta. Discreción sobre todo discreción, me pidió Rafael, tendrá que joderse. El ascensor es enorme. Nos veo reflejados en el espejo que cubre la pared del fondo como en casi todos los ascensores del mundo. Tenemos una pinta estupenda. La puerta se abre con un dring –¿A#?– y evita que me ponga a babear.
–Habitación 801. ¿Dónde está la habitación 801?
–Pues será esta o aquella.
Evidente, en toda la planta solo parece haber dos habitaciones, o desde este ascensor solo se puede acceder a estas dos, me parece más probable. ¿O no?
–Venga, vamos.
Y silenciosa parece bailar sobre la moqueta hasta que se detiene y pica con sus diminutos nudillos ¡Toc! ¡Toc! Me suena bastante fuerte, luego he de reconocer que sus nudillos solo me deben parecer diminutos a mí.
–¿Cómo sabremos si tenemos que correr? –me pregunta.
–Sigue tu instinto, yo desde luego si te veo salir pitando no preguntaré por qué, solo saldré detrás tuyo.
Nadie acude a la llamada, echo una ojeada a mi reloj, es la hora en punto. Ahora soy yo el que pica, he probado a hacerlo más fuerte, pero sé que es igual, en un hotel de estos las puertas son enormes y aislantes, a poco que haya meneo en el interior nadie va a escucharnos. Por probar giro el picaporte, la puerta se abre suavemente.
La habitación, la suite es enorme, repito: enorme, el doble, el triple de mi casa. De entrada, solo soy consciente del ventanal que parece abrirlo todo a la terraza y a la ciudad.
–¡Hola! ¿Buenos días! –le digo al vacío.
–Adelante, adelante, por favor.
Me invita una voz que parece venir de alguna parte desde muy lejos. El espacio está delimitado por los cambios de nivel que generan peldaños anchos de poca altura –cosa que me parece pasada de moda–, damos dos pasos y descendemos a lo que podría ser un salón comedor presidido por una mesa de vidrio para diez personas, una cómoda de época, y un sofá rojo, de esos que solo se ven en los escaparates con precios que asustan a la gente como yo. Junto a él hay un amplificador viejo, un AC30, un cacharro que la Vox lleva fabricando desde hace setenta años, este tiene la pinta de ser el primero o el segundo que hicieron, debería estar en un museo o mejor aún: en mi casa. Oigo un ruido a mi espalda y de una puerta lateral del recibidor, que había tomado por un armario, sale un tipo que me parece primero muy ancho y luego confirmo que lleva puesto un chaleco antibalas bajo una americana azul; aunque aprieta mucho la mandíbula tiene ojos de susto. El lateral derecho del salón resulta ser una puerta corredera más grande que la de un garaje, se desliza poco más de un metro y deja salir a otro nota, más joven, más delgado, con americana y tejanos, cierra detrás de él y se queda plantado con las manos en la cintura permitiendo que se le abra la chaqueta y muestre, colgando del cinturón una placa de algún cuerpo policial y un revolver en su funda que parece muy pequeño, creo que un 22 porque... es igual. Si quisieran intimidarme ya lo deberían haber conseguido. El problema es que al entrar he empujado la puerta con la mano mala, el brazo me ha dado un chispazo de cojones y amenaza con que me va a doler mogollón durante el resto del día o de la vida, lo que me ha puesto de mal humor, sumado a que no me gustan los pasmas, como es de bien nacidos en todos los chonis de mi generación y que la tolerancia, la paz y el amor y toda la mierda zen se esfumaron en el aire junto a mi último peta hace... ¿Cuánto hace?
–¡Eh niño! Tengo una cita con tu amo, tráelo aquí para que venga a ver esto.
Le digo al tipo de la pistolita mientras hago el gesto de enderezar el estuche, enderezar y avanzar. Consigo una reacción inesperada. El tipo da un convulso semipaso hacia atrás, semipaso porque no tiene adonde ir, la puerta corredera está tras él, y se da una nata. Yo le ignoro me acerco a la mesa y pongo sobre ella el estuche. Natacha se acerca y se apoya en el borde de la mesa desde donde imagino ofrece un panorama de su cuerpo enfundado en Lycra oculto y revelado por la gabardina.
–¿Qué les pasa a estos tíos? –pregunta con un ligero desagrado.
No tengo tiempo de contestar, un tercer tipo entra en la habitación, mira con profundo desagrado a los notas de las armas y luego se dirige a mí.
–¿Señor Gordon? Soy Rafael, disculpe, no tengo palabras para disculparme por la situación…
–Sus amigos parecen muy nerviosos.
–Ha de perdonarles, están aleccionados en cierta dirección. He de confesar que por mí mismo... ¿Puedo pedirle un favor?
–Por supuesto.
–¿Le importaría abrir el estuche?
–No, claro. Es lo que me disponía a hacer en este momento.
Trasteo un momento con los cierres, profundamente consciente de que mis movimientos son seguidos por todos, excepto quizá por Natacha que parece más interesada por la vista desde el ventanal. Rafael permanece erguido e impasible, da la sensación de un tipo que se prepara para ser ejecutado y ha decidido mantener la dignidad hasta el último momento, o puede que yo sea el que se siente así. Son malas noticias, tendré que vivir con ellas, cuando tú no estés. El estuche está abierto, el brillo profundo del mueble y los cromados destacan sobre terciopelo rojo. La cojo son suavidad por el mástil y se la ofrezco a Rafael, este no hace ningún gesto de cogerla.
–Muy elegante – Opina.
–Estoy de acuerdo.
Vuelvo a depositar la Rick dentro del estuche, comienzo a cogerle manía, además, repito, es muy pequeña para mis manazas.
–Hay una cuestión que me veo en necesidad de aclarar: ¿actúa usted en representación de... del señor que le dirigió al Sr. Ramón?
–No, en realidad él solo la vio en fotografía. No estaba interesado en ella, de siempre ha preferido las orientales. No puedo cuestionar su gusto, eso es algo muy personal.
–Desde luego. ¿Lleva usted armas, Señor Gordon?
La extrema cortesía con que el untuoso lacayo y yo nos tratamos no es más que una estrecha cuerda por la que nos paseamos sobre un abismo. Intento olvidar que me siento maltratado, porque cuando me siento así me cabreo bastante y mi sentido común se va a dar una vuelta. Lo consigo en cuanto Natacha se pone a reír.
–¡Oh, chicos! Nunca, ni en el más loco de mis sueños, os intentaré quitar vuestra colección de cromos. Nos están tratando como...sicarios. ¿Crees que doy el tipo? ¿Le parezco un torpedo sexual, Don Rafael?
Rafael no contesta, a mí sí que me lo parece, a cualquiera con sistema nervioso se lo parece; es una pregunta retórica, la ignoro. Me dirijo a él.
–¿Armas? No. ¿Debería necesitarlas?
–¿Le importa que le cacheen?
–Me importa, pero transigiré.
–Por favor.
Pide Rafael y el tipo joven se acerca, yo levanto las manos como en las películas y dejo que me palpe el cuerpo arriba y abajo, abajo y arriba, en un momento dado se gira hacia su compañero y le da una orden.
–Tú, cachea a la puta.
Le atizo, no hace falta que te explique por qué, ni siquiera lo pienso, solo le hostio con la mano buena, de arriba a abajo, en la oreja, creo que el anillo se le come un poco del cartílago, se le doblan las piernas, se lleva la mano a la pistolera y yo le doy de revés en la boca. Acaba de culo contra los escalones y apuntándome con el revolver que ahora ya no me parece tan pequeño, como ya está liada sigo a lo mío.
–Discúlpate con la señorita.
El revolver tiembla en su mano, y tiene la cara desencajada, no sé si de mala leche o por las dos yoyas que se ha llevado. Gordo tío: este nota te va a meter un tiro, esto es el fin de la canción. Que mierda, es igual. Tengo un seguro de deceso. Todo quedará pagado. Mi nombre cabecera del cartel. Firmo. Estoy Listo.
–Discúlpate con la señorita. ¡Ahora!
–¿Qué coño está pasando aquí? ¿Rafael quien son estos chavos de los hierros?
Ramoncito ha aparecido desde el otro extremo de la suite. Va envuelto en un albornoz gigante y se ha detenido en el gesto de secarse el pelo, me fijo mejor y no es que el albornoz sea gigante es que Ramoncito es muy pequeño, reducido, desecado, solo es la sombra del tipo que conduce motoras con una mano mientras sonríe a la cámara. Ramoncito está enfermo y de nada que se cure con aspirinas y tazas de caldo.
–Seguridad, Don Ramón.
–¿Seguridad Rafael, en esas estamos todavía? ¿Qué mierda de seguridad es esta? El pata del hierro está en el suelo, ¿no?
–Son policías, su padre…
–Papacito, papacito...Los cojones. ¿Qué coño estáis esperando? Guardar las mierdas esas. Amparo y su colega deben estar al caer.
Ramoncito continúa secándose el pelo hasta que descubre a Natacha, entonces arroja la toalla al suelo, se cruza el albornoz y se dirige hacia ella rápidamente.
–¿Na... Natasha? ¿No me recuerda? Claro que no, discúlpeme, con esta pinta. ¿La final four... Estambul? ¿Las bengalas, el incendio, los hunos enfurecidos?
Ha tomado su mano y ha inclinado el cuerpo, pese a ir en albornoz parece rebosar dignidad por los cuatro costados. Natacha acepta su contacto con una media sonrisa en su boca entreabierta, cuando habla me doy cuenta de que tanto sus dientes como el blanco de sus ojos parecen hechos del mismo material, una cerámica translucida en su exterior, blanca en el interior y de un brillo húmedo.
–Recuerdo esos hechos, caballero, pero no le mentiré: le he olvidado.
–Prefiero ser olvidado por usted que recordado por cualquier otra.
–Entonces lo has conseguido. Ahora no se lo cuentes a todos tus amigos.
–Mis labios están sellados.
Los dos arrancan a reír con buen humor, Ramoncito suelta su mano dedo a dedo y se yergue.
–En serio esa noche, nos presentaron, creo que tu tío... Jorge lo hizo, estuvimos en filas contiguas hasta... hasta que tu marido organizó la tángana. ¿Por cierto cómo se encuentra?
–Espero qué bien, estamos distanciados. La vida junto a él acaba siendo... demasiado intensa. ¿Puedo presentarte a mi amigo Gordon?, Gordon, deja de defender mi honor y acércate, resulta que Ramón y yo nos conocemos.
–Ramoncito, por favor, Ramón es mi padre.
–Ramoncito es chulo. Ramoncito, este es Gordon, coleccionista, músico, poeta, no tiene dinero ni lo necesita. Ha estado en todas partes, con todo el mundo y no se dio ni cuenta, un verdadero pelma. ¡Un piano! Tenéis piano; ¿puedo? ¿Por favor, puedo?
–Claro, adelante.
Ramoncito estrecha mi mano, o mejor dicho su mano huesuda y frágil desaparece dentro de la mía. Mientras me echa una mirada.
–Mucho gusto. Conozco su obra, breve pero intensa. Tengo que cambiarme. ¡Rafael! Atiende a los invitados.
Se da la vuelta y desaparece. Giró la cabeza y miro sobre mi hombro, el tipo continúa con la pistola en la mano, pero se ha levantado y ahora apunta al suelo. Tras uno o dos intentos fallidos el piano comienza a llenar el espacio, algo en Sol, no sé qué, pero en Sol Mayor, el Sol Mayor siempre lo pillo a la primera. Me agacho y recojo la toalla abandonada por Ramoncito y se la tiro al tipo de la pipa.
–Límpiate tienes sangre en la oreja.
Parece que va a contestar algo o a pegarme un tiro, pero la voz de Rafael nos interrumpe.
–Don Ramón les atenderá en seguida, ¿puedo ofrecerles algo? ¿Señorita?
–¿Un zumo? ¿Zumo de naranja? Estoy sedienta. No se le ocurra ofrecerles whisky a los chicos, comenzaran a mascar palillos y a escupirlos en el suelo, ven demasiadas películas violentas. Este piano es muy lindo, no tenemos piano en nuestra habitación, aunque las vistas también son bonitas ¿Zumo de naranja? Gracias. Rafael, ¿no? Me encanta su corbata.
Rafael asiente, satisfecho por fin de hablar con alguien con tanta clase, se aleja de ella con una inclinación y ella comienza con un ritmo cabaretero y juguetón.
–¿Señor Gordon?
–El zumo estará bien para mí, Gracias.
Rafael desaparece, sin preguntarle a los dos otros tipos que quieren, no son invitados, son parte del servicio, un servicio bastante incompetente a juzgar por la mirada que les dedica. Yo me toco los bolsillos con las palmas buscando la hierba, pero claro, no está y decido pagarla con los dos tipos.
–Y vosotros; ¿hace mucho tiempo qué sois novios?
–Tu continúa jugando y acabaré rompiéndote ese careto de monstruo.
–No sería ninguna novedad que un pasma lo hiciera, pero no lo harás. No deberías estar aquí, no puedes estar aquí. ¿A qué no? Calla la boca y no te metas en los asuntos de los chicos grandes.
¿He perdido la cabeza? Sin duda, pero me importa una mierda, este cacao mental, estas ganas de bronca indiscriminada es una consecuencia de no estar drogado o soy siempre así y la hierba me aplaca… No es momento de ponerse introspectivo, mejor relajar la mandíbula antes de que me estallen los dientes y estar atento, Púas conoce a Ramoncito, él mismo lo acaba de decir. ¿Por qué entonces no está él aquí ahora? Aunque una voz más racional en mi cabeza me sugiere que quizás es porque está detenido, ya no puedo dejar de pensar que la guitarra es falsa, o robada, o falsa y robada, porque si no lo fuera él mismo se la habría colocado, ¡nosotros no estaríamos aquí!, somos una pantalla, un parapeto, una…
–¿Conoces ésta?
Natacha interrumpe mis pensamientos y comienza a tocar Estrellas del Rock, dejo mis dudas para luego. Yo siempre pensé que acelerada sonaría mejor, pero mira, me gusta más así, al contrario, un poco más lenta, más honky tonk, –cuela unas notas falsas muy convincentes–. Ahora la canta, rompiendo en las notas altas. Me gusta como la ataca, me gusta su voz. Eso posiblemente sea garantía de que no tiene ningún futuro como cantante, en serio tengo un don o una maldición, como quieras mirarlo, mi gusto hace mucho que no coincide nunca con el del público.
–Así que realmente usted es usted, Gordon, no podía confirmarlo.
Ramoncito ha aparecido desde la terraza, parece enmarcar con sus manos la música que flota en la suite. Sin albornoz y vestido con la ropa que roba en algún refugio para indigentes parece aún más delgado, prácticamente es solo pelo y harapos; una pinta magnifica.
–Intenté encontrar algo actual sobre usted, informarme, descubrí que ya no existía, solo encontré la huella de un tipo que anduvo por ahí, dando guitarrazos en un par de discos, no se ofenda, casi magníficos y luego desapareció. Gordon, ¿así le llaman?
–Según quién, empezó siendo Gordo, puede llamarme como quiera.
Se acerca a la distancia de un brazo y me examina. He sufrido esa mirada otras veces, alguien se regodea mirando los cráteres de mi cara, la cicatriz de la barbilla. Supongo que les hago sentirse atractivos.
–Como puede ver, nos tiene a todos bastante nerviosos, ¿no, Rafael? ¿No? A Rafael nada le altera, tienen liquido refrigerante en las venas. Solo se preocupa por mí, es mi niñera, mi jodido guardián.
Rafael ha vuelto a aparecer de la nada con una jarra enorme llena de zumo y está sirviéndolo empezando por Natacha, que ha abandonado el piano y se ha sentado equidistante de nosotros. Ahora somos un trío, solo tenemos que pegarle fuego a la mesita del centro y comenzaríamos a cantar canciones de campamento. ¿Lo hace adrede? ¿Ella es así? ¿Es una parte consciente o inconsciente del plan de Púas? ¿Tiene Púas un plan?
–Natasha, ¿piensas que la guitarra es auténtica? – Le pregunta Ramoncito, con una sonrisa.
–¡Ja! Es una guitarra seguro. Todos lo demás a mí no me preguntéis, eso son cosas de chicos. Bobadas.
Ramoncito parece cansado, más interesado por charlar con Natacha que por otra cosa.
–Rafael pensaba que era una trampa.
–¿Una trampa?
–Si, por el chavo que le pasó mi teléfono a Gordon, tenemos una discusión o es que no la hemos tenido, es difícil de explicar.
–Recuérdame que nunca me discuta contigo. ¿Pistolas? ¿Hacen falta?
–Sí, no, o … Mierda, yo que sé. ¡No! Él es más tipo... más tipo Charlie Watts o, por lo que veo, Gordon; no es tan complicado, hubiese llamado a la puerta y me hubiese dado una hostia y listo... Llevo demasiado tiempo mezclándome con gente retorcida y ¡Joder, parece que todo se pega!
–Sí.
Los dos parecen reflexionar sobre los errores de la juventud, de la madurez y vete tú a saber qué. Ramoncito se despierta primero y con un gruñido se endereza.
–Últimamente solo trato con idiotas. Es mi castigo. ¿Le echamos un vistazo a la máquina?
Ramoncito se acerca a la mesa y contempla la guitarra sin llegar a tocarla. Me viene a la mente que parece un cuerpo embalsamado dentro de un ataúd forrado en satén rojo, algo más perfecto en su eterno descansar que lo que fue en vida. Sobre la mesa de vidrio parece flotar en el aire. Ahora pasa los dedos por el borde del estuche con reverencia, se perfectamente lo que está haciendo, lo mismo que yo, convencerse de que el instrumento es el que pretender ser, desde luego el estuche es de época y por si solo vale un dinerito, los metales en sus bordes desgastados tienen el característico tono amarillo pálido de la aleación de níquel. Hoy en día ya no se hacen, creo que está hasta prohibido, por toxico o algo así.
–Sin cobre – Sentencia.
–Sin cobre – Acepto.
Esto significa que es el tratamiento anticorrosión más barato posible, que al fin y al cabo es el adecuado para esos objetos que solo usaban negros y músicos o músicos negros, tipos muy abajo en la escala alimenticia.
Suena un ding dong, desde la entrada de la suite. ¿Había un timbre? Es posible, ni siquiera lo busqué. Rafael se desliza sobre la moqueta y el mármol para abrir la puerta, donde recibe un sonoro saludo por parte de una muchacha que acaba de entrar. Y que se libra de una gabardina ligera y nos ignora a todos en su carrera hacia Ramoncito, a quién abraza.
–Ramón, Ramón, ¿cómo estás?
–Estupendo. ¿Tuvisteis buen vuelo?
–¡Oh, Ramón!
Esta última frase suena desmayada, me siento repentinamente violento, asistiendo a un acto privado, intimo, en el que solo soy un mirón. Ramoncito susurra algo y la muchacha se endereza y recobra la compostura.
–Mejor hablamos luego, primero quiero presentarte a mis visitantes.
Somos presentados, hay un cruce de manos estrechadas y besos dados al aire al final de los cuales solo retengo que se llama Amparo y olvido todo lo demás, hasta el nombre de su acompañante que empuja un fligthcase voluminoso, que desmonta en un periquete dejando a la vista dos máquinas incomprensibles que se apresura a conectar en el otro extremo de la mesa.
–Dígame Gordon, ¿la ha probado, ha tocado con ella?
–Solo un rato.
–¿Un rato? ¿Por qué solo un rato?
De entrada, solo lo hice porque Nefer Nefer me pidió que tocara para ella, sí no solo lo hubiera hecho para comprobar que no trasteaba.
–¿Por qué? No lo sé. Mentira, si lo sé. Solo es una Rick, ya he tocado Ricks. Tengo las manos grandes, como pueden ver, no son las guitarras más cómodas para mí, ¿entiende? Por otra parte, no creo que haya quedado nada del dueño original, ni de su espíritu, de su fantasma, atrapado en ella y a la vez… Si hubiera algo, no quería despertarlo, asustarlo, …
Me explico como una mierda, pero él parece comprenderlo.
–O corromperlo, creo que yo haría lo mismo. A no ser que quieras hacértela tuya. Aunque ¿cuantos fantasmas caben en una guitarra?
–¿Todos? –por eso continué tocando, me digo.
–Todos. – Me apoya Natacha y me mira como consolándome.
–Si, todos. Tiene razón Natasha: Gordon es un poeta.
Se decide y la saca del estuche. Como yo en su momento se queda embobado mirando la playlist de la trasera. Como yo observa la cutre manera en que esta repegada, lejos de quitarle autenticidad se la suma.
–Amparo necesitara un poco de ese papel.
–¿Cuánto es poco?
–¿Cuánto es poco? –repite mi pregunta.
El tipo joven del que no recuerdo el nombre y eso que me lo acaban de presentar se ha puesto unos guantes finos de aquellos azules y parece muy cómodo en el papel de científico.
–Muy poco, aproximadamente así.
Y dibuja en el aire sobre el papel algo tendiente a cero.
–Adelante –concedo.
Amparo se acerca con lo que sin duda es un maletín de médico antiguo que contiene un arsenal de frasquitos, pinzas y sobrecitos y se pone a charlar por los codos sobre todo y nada preferentemente con Ramoncito y Natacha. Yo me siento colocado, dicen que el THC, el PCB y todo el resto del alfabeto que contiene la hierba se deposita en la grasa corporal y que de vez en cuando, aunque haga mucho tiempo que no te pones se libera en tu cerebro, regalándote un replay momentáneo, uno que te puede hacer recaer.
No sé qué estoy pensando. Puede que en cualquier momento Amparo y su ayudante encuentren una grave incongruencia. ¿Estaremos en un problema? ¿Los dos tipos silenciosos y malcarados que intentan fundirse con las paredes sentirán su llamada a escena y llegarán con deudas pendientes?
Natacha se aburre del rollo técnico y regresa al piano y comienza a tocar cantando bajito himnos de iglesia, los conozco, debería haberlos olvidado, pero no. Hace mucho que conseguí un cancionero, muchos años, y los aprendí pensando que si habían sido buenos en la educación musical de tantos tipos también lo podían ser para mí.
–Coincide.
Sentencia el técnico sin nombre, pero hace rato que no estoy pendiente y no me entero de que es lo que coincide con qué.
–Ahora probaré la pintura.
–Ni sueñe en rascarla. –me escucho decir.
–La conseguiré de debajo la cabeza de un tornillo, muy cerca del agujero, muy poca. También comprobare los pasos, las roscas.
Acepto, no hay otra. Me acerco a observar su trabajo. Bajo la lupa de diez aumentos se observan las dos capas de pintura, eso es históricamente correcto, la guitarra fue repintada en negro, puede que por él mismo, un invierno triste en Hamburgo. Rasca con un bisturí y consigue pequeñas escamas de pintura que reparte en sus botecitos, donde los mezcla con líquidos de colores y hace más cosas hasta que una de las máquinas escupe un trozo de papel con rayotes.
–Nitrocelulosa en el exterior.
Pero yo ya he vuelto a perder el interés, estoy cansado, recuerdo que hace un rato estaba muy satisfecho porque me iban a pegar un tiro. Podría expresar en voz alta mis serias dudas sobre toda la mierda esta e intentar que me lo pegaran, pero parecen todos tan ilusionados, estos chicos tan preparados, con sus guantes de látex y el pobre tipo sin salud y sin amigos. Natacha se ha olvidado de nosotros, me acerco a ella y escucho, toca algo prácticamente disonante y murmura bajito. Estoy aquí porque quise entrelazar mi nombre con la historia, conseguir otros quince minutos, quince minutos que van a resultar tan falsos como los otros. Son malas noticias bella, tendrás que vivir con ellas cuando yo no esté.
–A nivel de materiales, es sin duda auténtica.
Oigo que alguien dice por ahí al fondo. ¿Tendría que alegrarme?
Llevo mucho tiempo yendo a ninguna parte y aun así en moto. Por eso es que me he quedado embobado con el display que muestra la velocidad con que el tren nos está llevando hacia la capital. Al final hago un esfuerzo y me pongo a ojear el periódico que una azafata me tendió cuando lo abordaba. Púas se ha apoderado de la primera página de la sección de sociedad. Una foto en blanco y negro de su salida del palacio de justicia le entroniza. El reportero relata sus palabras, su mensaje a los periodistas que mataban la mañana esperando la salida de los detenidos.
–¡Tíos! Me alegro de veros a todos. ¿Por qué no aparecisteis cuando tenía un poco de Rocanrol para vosotros?
Baltazar Armada lloraría, yo estoy a punto de hacerlo. El país entero ha recordado súbitamente quién es Púas. El tío ese que toca la guitarra, un tipo serio, un tipo enrollado, un cabrón lleno de matices. Dos pasajeros comentan la noticia en voz alta. ¿Qué dicen que ha hecho? Una mierda de no sé qué de derechos de autor. ¿Escribirle música para otros? ¿Pero no es ese su trabajo? Lo ha hecho siempre. ¿Te acuerdas de aquella? …
Sé que el país decidirá que Púas es Púas, no puedes esperar otra cosa de él. Que en realidad nunca nos ha engañado. Una por el dinero, dos por el show, desde luego es uno de los nuestros. Los jueces le joderán o no, ya se verá. Le pagaremos una copa cuando salga.
El brazo me duele; he intentado leer con el periódico desplegado y la posición no le ha gustado. Noto presión en la cara interior del antebrazo y quemazón en el codo, ha llegado sin avisar de la nada, a sumarse a la larga lista de movimientos, posturas, que mejor no haga.
Pienso en mis manos. Tocar es un ejercicio doloroso. Los dedos en la posición clásica no aprietan las cuerdas con las yemas sino directamente con las puntas de los dedos, con el extremo del hueso de la última falange. Esto es doloroso, siempre, nunca acabas de acostumbrarte. No es un dolor horrible, pero está ahí. Es tu sacrificio a… ¿Mercurio? Dios del comercio, del Teatro y de los músicos, de los mentirosos y los ladrones. ¿Me lo acabo de inventar? El paisaje que pasa fluido por la ventanilla no me da ninguna respuesta, ¿por qué tendría que hacerlo? Duele.
¡Apolo! Qué coño Mercurio, Apolo, macarra de las Musas, es el Dios de la música. El tenue reflejo que se ve de mí en la ventanilla no es muy apolíneo. Quizá sea más acertado ponerme bajo la protección del tipo con alas en los tobillos, seguro que es más útil si tienes que salir de naja. ¿Has intentado correr con una guitarra en la mano? ¿Con un guitarrón metido en su estuche, un estuche pesado y reforzado, pensado para viajar por el mundo y recibir golpetazos y caerse de sitios y aun así sobrevivir? No lo intentes, no llegarás muy lejos.
–¿En qué piensas?, di algo antes de que te explote la cabeza–dice ella.
¿Quién es ella? En realidad, no lo sé, dice que se llama Natacha, pero creo que solo es uno más de sus disfraces. Cuando llegué al escritorio del Señor Torella, Don Vicente –aunque sinceramente, hace más cara de Vicentín–, ella estaba en la recepción esperando; no la reconocí con su vestido un poco estilo Casablanca con cremalleras. Yo no soy Bogart te lo aseguro. No fumo, ya no. Mierda.
–Pienso en Púas, en tu tío.
–¿Te preocupa?
–Un poco, muy poco…
– Eso que significa ¿que crees que saldrá bien librado?
–Creo que sí. Lo que me preocupa más es que me preocupe. Tengo un sistema de lealtades que no puedo controlar. Llamó a mi puerta y en vez de romperle la cabeza acepté echarle una mano. Y eso que verle fue como si los últimos años no hubieran pasado. Necesito que la gente me ame.
Ella hace cara de confusa, luego entiendo que llevo todo el viaje o casi contestando con monosílabos y ahora de golpe le abro mi alma, al final suspira y me contesta.
–Todo el mundo necesita amor.
–Y una patada en el culo.
–¡Vale! Lo acepto. ¿Por qué tendrías que romperle la cabeza?
¿Por qué? ¿Por negarse a desaparecer de mi vida? Estoy diciendo estupideces, lo que tenía que haber dicho era: ¿cuál es tu papel aquí? Pero no lo hice cuando entró conmigo al despacho de Vicentín el picapleitos y no lo voy a hacer ahora. Está aquí para vigilarme o para que yo la vigile a ella o… el brazo me da un pinchazo y pierdo el hilo y no contesto, así que ella decide tomar el mando de la conversación.
–He visto fotos tuyas, de vosotros, erais tan jóvenes, tan guapos, bueno sois tan guapos.
Me encanta que diga eso y como soy gilipollas lo niego inmediatamente.
–Yo nunca lo he sido. Javier está muerto, no creo que tenga buen aspecto. Parches, Parches dejémoslo. Tu tío, ¿es verdad que es tu tío?
–El hermano mayor de mamá, la Gran Lagarta, él es el Gordo Caimán, se llamaban así el uno a otro de niños, todavía lo hacen cuando el otro no puede oírle.
–Tu tío tiene ahora mejor aspecto que entonces.
–Tú también. Entonces tenías demasiada cara de malote, ahora se te ve más…
–¡Oh va, déjalo! Tengo espejos en casa.
Me ha salido con un tono histérico que me avergüenza. Ella se calla, no esperaba que lo hiciera. En su mirada hay algo... ¿es sorpresa?, debe estar acostumbrada a que los tipos se pongan a babear nada más verla, es comprensible yo lo haría, si no tuviera las glándulas salivares y más cosas atrofiadas. Cambia de tema.
–Dice Jorge, Púas, que tus canciones son hermosas.
–No me imagino al… Gordo Caimán diciendo eso: hermosas.
–Estaba borracho. Intentábamos escribir una canción, no se me da bien, todavía, a él... Saliste en la conversación. Dijo que nadie es capaz de hacer más con menos. ¿Por qué dejaste la música?
–Nunca he dejado la música.
–¿No? He buscado cosas de ti. Cosas actuales, no hay nada tuyo. ¿Por qué?
¡Oh no! La pregunta, no es que me la hagan muy a menudo, los tipos del NME no pican en mi puerta cada quince días para entrevistarme, ni cada quince años. ¿Por qué lo dejé? Si alguien alguna vez se interesa le suelto lo primero que se me ocurre; puede que un libelo contra el negocio musical y mi total negativa a plegarme al gusto del público o algo más sencillo, tipo: perdí la creatividad, pero esto no suelen creérselo, porque de entrada ¿qué sabe la gente de la creatividad? Una respuesta más elaborada es que un día te cansas de cargar y descargar el equipo de otros o de irles a comprar drogas y comprendes que el glamour es algo artificial y que además no pega nada con tu físico. O que te cansaste de buscar... quince minutos más de reconocimiento. O la que le suelto a ella ahora.
–Me asusté, lo que me pasó es que me asusté, tuve miedo, no quería sentirme, cuestionado, medido, pesado, rechazado… y acabar confirmando mi incapacidad.
–Cualquiera que se mete en algo artístico tiene que aceptar que... ¡Tiene que mostrarse!
Tiene razón y a la vez no la tiene, ni la más mínima. No existe una ley para eso, no es una obligación, creo. ¿Por qué dejé de buscar bolos? Tuve buenas razones, todas son verdad, todas son mentira, nada pasa solo por una cosa.
Continúo creyéndolo cuando llegamos a la capital. Hace mucho que no he estado aquí, me lo repito cuando entramos en una ciudad que me parece desconocida. La estación que me recibió hace tantos años ahora solo es la recepción de otra gigante y no contiene vías sino un jardín, un umbráculo con un pequeño estanque, desde el que un millón de tortugas, los cuellos estirados, totalmente inmóviles, parecen esperar una orden para... ¿despedazarnos a todos? Se lo digo a ella, se ríe y continúa sonriendo hasta que llegamos al hotel.
El tal Ramoncito se hospeda en un hotel fastuoso habituado a los dignatarios y a las estrellas, con un gran jardín frontal frente a él. Justo en la calle lateral hay otro de mucha menor categoría. No es para nada un cuchitril, pero por comparación parece las habitaciones del servicio. Es lo que soy: parte del servicio.
Natacha y yo compartimos la habitación doble que tenía que haber sido para Púas y para mí. Según entra se quita su uniforme de miembro de la resistencia francesa postmoderna y se mete en la ducha. Quince minutos después sale envuelta en toallas y una vaharada de vapor, este le tapa más que el algodón.
–¿Tienes un porro? ¿Dónde me vas a llevar?
–No fumo.
–No es lo que cuentan por ahí.
–¿Sí? Sabes más de mí que yo mismo.
Un porro, un Joe, un petardo ¡oh sí! Me tranquilizaría, me haría creer que todo es posible, todavía. Pero lo he dejado. No recuerdo por qué lo he hecho. Tenía que ver algo con descubrir quién era yo mismo, yo sin muletas, yo sin esos algodones que me protegen y a la vez me apartan de todo. También había algo de sacrificio, de sobornar a Apolo. Me pareció una buena idea, ahora no lo sé si lo es tanto. No me hacían falta excusas, motivos para colocarme, mi deseo es como un muelle comprimido, con muy poco saltará.
–¡Vale! Te has quitado. Se supone que conoces la ciudad. ¿A dónde me vas a llevar, marinero?
–No tengo ni idea, hace un siglo que no vengo a este… puerto, no conozco ningún sitio.
–Llévame a los que ibas antes.
–No creo que quede ninguno.
–Es igual, buscaremos a tu fantasma, la huella que dejaste, seguro que está atrapado por aquí.
No me parece mala idea, me gusta lo del fantasma. Así que me ducho y mientras ella se viste o se desviste un poco más de lo que está. Después escondo la guitarra bajo una de las camas individuales y la ato con seguros de bicicletas al somier. No quiero pedir que la guarden en la recepción porque... porque sí. Cuando salimos, ponemos el letrero de no molestar colgando del pomo de la puerta y eso me hace sentir como un adolescente fardando de conquista de verano.
Al cabo de un rato más o menos largo estoy comiendo medio bocadillo de calamares mientras ella lo intenta con el otro medio.
–Esto es horroroso, es como comer un trozo de tubería metida en goma de borrar.
–No exageres.
–El pan está seco.
–No está seco, es denso y gustoso.
–No le ponen tomate…
–No lo hacen si no lo pides, antes te miraban mal y todo, no entendían la manía de mojar el pan de los catalanes.
–Renuncio.
Y con estas palabras abandona lo que le queda de su mitad y ataca la tapa de callos con tortilla de patatas.
–Esto es otra cosa.
–¡Tía! Déjame algo.
–Espabila.
Unos cuantos jejejes y jijijis después no queda nada de la tapa y ella se chupa los dedos con satisfacción provocando tres o cuatro infartos a los tipos que pasan por ahí. Hay un chaval al que prácticamente se le ha descolgado la mandíbula inferior. Yo me lo quedo mirando, puede que, con demasiada insistencia, porque ella me pregunta.
–¿Eres gay?
–No demasiado, más bien nada.
–¿Por qué no tienes novia?
–¿Como sabes que no tengo novia?
Ella suelta un ¡Ja!, y se palmea los muslos con lo que consigue romper el corazón a la mitad de la barra que no estaba ya enamorada de ella. Es una mina para los cardiólogos.
–Jorge, Púas, Titojorge, el jefe de la banda.…
–No es el jefe, al menos de esta banda.
–… me lo dijo. Se preocupó de... ponerse al día contigo, antes de entregarte su tesoro, sus tesoros, este –se señala a si misma– y el de seis cuerdas.
–¿Qué hizo? ¿Buscar un detective y comprobar que no soy más yonqui que él? ¿Que no me persigue la policía como a él? ¿Esas cosas?
–Esas cosas, claro. Por si no lo sabes como amigo es peculiar, a veces un asco.
–Nunca llegamos a ser amigos, del todo. Solo compañeros, tocamos en un grupo…
–A mí me han dicho que tú sí que eras su amigo, tú eres amigo de todo el mundo, todo el mundo quiere ser tu amigo, pero solo te fijas en los cuatro idiotas que no lo quieren ser…
–Por ejemplo, Púas.
–Púas tiene problemas para mostrar sus sentimientos, cosas de la Gran Lagarta y el Poderoso Caimán.
–Háblale de su niño interior.
–Llévame a los sitios donde tocabais, ¡venga!
–Ya te he dicho que no existirán, eso fue.…
Y hago la cuenta de cabeza y me salen muchos, muchos años, el número, es demasiado grande y por primera vez me siento viejo, en una forma real, no en un decir y no quiero decirle a la señorita sentada enfrente mío cuantos años tengo y le suelto…
–...Dos vidas.
–¿Dos? ¿Cómo cuentas el tiempo? ¿Qué tipo de unidad es la vida?
Pregunta, pero la manera con que me mira, riéndose de mí, me convence que se ha quedado con el percal a la primera. Según abro la boca tengo la sensación de que debería retroceder, que voy a soltar chorradas de las que luego me arrepentiré, pero ya estoy lanzado
–Para mí...yo creo que....Mira los hombres, las mujeres no sé, no tengo ni idea como pensáis, los hombres tenemos cuatro vidas, la primera y más larga, la que parece más larga, es desde cuando nacemos hasta que a las chicas de nuestra generación les salen las tetas, la segunda es desde entonces hasta que comprendemos que nunca seremos el hombre que queríamos ser, esta parece más corta pero es más larga que la anterior, la tercera es la que más larga nos parece y lo suele ser de verdad, en tiempo real, en ella algunos se dedican a hacer dinero, otros a beber, algunos montan una familia para tener alguien a quién odiar cerca, en general solo nos aburrimos y la cuarta esperamos la muerte mientras jugamos a la petanca o paseamos a los nietos, esta por suerte es corta.
–¿En qué vida estás?
– Estoy desperdiciando mi tercera vida, igual que desperdicié las dos anteriores.
Ella se está desternillando, los ojos le lloran, supongo que del picante de los callos, yo me siento profundamente ofendido, intento que mi cara lo demuestre, pero solo consigo más risas.
–Eres un capullo melodramático. Te lo has inventado todo sobre la marcha.
Lo que es cierto, las palabras han salido de mí enhebradas como las cuentas de un collar falso. De aquí a nada comenzaré a escribirle poemas.
–Me has calado totalmente.
Subimos en un taxi, el conductor es pakistaní, empujado por ella intento interrogarle sobre la existencia o no de ciertos locales, pero él intenta convencerme de ir a un tablao donde debe tener comisión. Aunque insisto no consigo ninguna respuesta, o por desinterés o porque cuando yo frecuentaba los sitios por los que pregunto su padre todavía criaba elefantes en algún lugar de Asía. Así que le pido que nos deje por los alrededores de la Plaza Mayor, desde ahí caminamos; yo le voy señalando sitios como un desganado guía turístico. Mi dedo apunta –más o menos– hacia el apartamento que da a la plaza de un cantautor todavía en activo, el pequeño bar donde mucha gente empezó, que ahora es una tienda de souvenirs en que el producto estrella son las camisetas de las estrellas del equipo de fútbol de la capital, aunque también tienen de grupos antiguos. Allí unos tipos se quedan con mis torpes explicaciones a Natacha de quien es quien o nos ven cara de turistas y nos dan una octavilla en la que se anuncian tours organizados con recogida en el aeropuerto, paseo por los lugares emblemáticos de la época y hasta visita de los estudios Iberovox donde un artista de la época (quién exactamente depende de disponibilidad y fecha) bendecirá el peregrinaje. Uno de los lugares emblemáticos está justo al lado, nos acercamos y es allí a donde estallo.
–Esto es falso. No estaba aquí, era en la otra esquina.
–¿Seguro?
–Joder me he deslomado la espalada en la rampa cargando un puñado de veces.
–¿Qué rampa?
–La que está en la trasera.
–Aquí no hay trasera.
–Pues eso.
Me siento engañado, estafado, robado. No comprendo por qué. Todo esto siempre me había resbalado, ¿no? ¿A qué viene esta… rabia? La hierba, eso es, mi gigantesca amígdala bombea descontrolada en mi corriente sanguínea productos de dudosa manufactura. Mi presión arterial está por las nubes, la hierba baja la presión, ¿ya te lo había dicho? Tendré un ictus en segundos, lo noto. Ella me mira con una mezcla de curiosidad y preocupación, decido dejar de hacer el imbécil. Al menos el Sosiego continua en el mismo sitio.
– ¡Eh!, este es famoso –exclama ella.
Lo es, era el bebedero favorito de los tipos de la radio. Fueron los tipos de la radio los que lo liaron todo, le dieron voz a la historia. Luego el ayuntamiento, el alcalde, el estado, la peña, las ganas de construir algo propio, el profundo provincianismo de esta capital, todo ello dio como resultado aquello.
El Sosegón está lleno. El portero me mira, mira a Natacha y luego parece a punto de hacerme la ola o pedirme un autógrafo. Yo tiro adelante en cuanto nos cede el paso; es una novedad, a lo largo de mi vida, si no era parte del staff, me ha costado la entrada en los locales. Los porteros ven en mí cosas que yo solo sé adivinar, toneladas de resentimiento probablemente, pero hoy ella es mi salvoconducto. En las paredes del pequeño distribuidor que separa los lavabos hay fotos enmarcadas, gente con hombreras enormes sujeta copas y miran a la cámara con expresiones ligeramente beodas. Estas fotos que encuentras en todos los bares siempre me han parecido un poco ridículas, fotos ombligo, nosotros mirándonos a nosotros ¡Qué guais que somos! Lo único que diferencia estas de las de los otros sitios es que son de hace mucho tiempo y eso les ha dado un matiz de documento. ¿Un documento de qué? Javier, solitario preside una de las fotos, es terriblemente joven, sus largas piernas no caben entre el asiento y la mesita baja redonda que tiene al frente, lleva algo que no sé adivinar en una mano, parece sorprendido en el momento en que consigue ocultarlo de la vista del espectador. No mira al objetivo, sino un poco a su izquierda, justo a donde estoy yo ahora. Pienso en llamar a Natacha y explicarle quién es ese hijoputa de la foto, pero seguro que ya lo sabe y de todas maneras es ella la que reclama mi atención señalando otra foto.
–¿Ese eres tú?
–Lo fui.
–¿Es eso una respuesta? Tú lo que eres un creído. La mitad de las cosas que dices parecen diálogos de película espesa o… ¿trozos de canciones? De canciones más espesas todavía. Eres un pelma, eso es lo que eres. Siempre con tu rollo de lo profundo y lo desilusionado que estas ...¡Me sacas de quicio! Vamos a beber.
Vamos. El resto de la noche más o menos me ignora. Me bebo una solitaria cerveza y como un montón de cacahuetes y me admiro de como saca de quicio a los camareros pidiendo cócteles que nadie sabe preparar –algunos dudo que existan– antes de acabar en un Karaoke donde canta canciones de Cyndi Lauper con un estilo parecido al de Nico generando admiración y sorpresa a partes iguales y recogiendo teléfonos que tipos le pasan apuntados en cajas de cerillas, como si un agente de verdad no tuviera tarjetas siempre. Regresamos al hotel, donde se puso un pijama infantil, se hizo una bola y simuló dormirse inmediatamente mientras yo miraba a través de las copas de los árboles del jardín el enorme y lujoso hotel, al otro lado de la calle y a cientos de euros de distancia. Rollo profundo y desilusionado. Dejémoslo en desilusionado. Miro hacia la cama y veo que tiene los ojos abiertos.
–De verdad, ¿cuánto tiempo hace qué no venias por aquí? –pregunta.
–No le veo la importancia a calcular la fecha exacta. Recuerdo que era joven y estúpido. Continúo siendo estúpido, no debe haber pasado tanto tiempo.
–Nunca sé si bromeas o te fustigas. ¿Lo sabes tú?
Es una buena pregunta, intento pensarlo, pero ella ya parece interesada en otra cosa.
–Jorge, Púas, mi tío,... No sé cómo llamarlo, ninguna de estas palabras... me resuena en la cabeza. Las digo y no le veo a él. ¿Me entiendes?
–Sí. ¿Cómo le llamas en tu cabeza?
–Titojorge, todo seguido. Titojorge así sonaba como le llamaba mamá, mentira: Era como lo identificaba para mí. Ves y mira que hace Titojorge. Vigila que no venga Titojorge. Pídele el dinero a Titojorge. ¿Me explico?
–Demasiado.
–¿Te entrenas para ser borde?
–Toda la vida, ya me sale de natural, figúrate que esto quiere ser una disculpa y ya ves cómo suena. ¿Estás preocupada por él?
Ella hace una mueca que no sé lo que significa, se sienta sobre la cama y se sujeta las piernas entres los brazos, parece una niña, la niña más grande del mundo.
–Titojorge siempre ha estado muy cercano a nosotras. Hasta cuando estaba lejos porque viajaba y era famoso... Una de las cosas más guais que recuerdo de cuando era pequeña eran los paquetes de Titojorge.
–¿Paquetes?
–Paquetes. Titojorge no es capaz de escribir nada más largo que feliz cumpleaños. ¿Lo sabias? Qué tonta, claro que lo sabes. Pero no importaba, enviaba paquetes, cartas con cosas dentro.
–¿Qué cosas?
–Cosas, no sé. Periódicos en alemán. Propaganda de clínicas peruanas, dátiles de tres colores diferentes, bacalao seco, arena del desierto, casetes grabadas con ruido de la calle, llamadas de los aeropuertos o gente rezando en idiomas raros... Cosas. A mí me encantaban, me parecían... ¡cosas mágicas! Cuando trabajaba en el banco día sí, día no, llegaban los sacos con la valija. Cuando los veía no podía de dejar de pensar en los paquetes de Titojorge. Comparados con ellos la valija siempre era una decepción.
–¿Qué hay en la valija?
–Documentos, órdenes, coja usted el dinero de este sitio y póngalo en este otro, intente convencer a los clientes que esto es un buen negocio, ahora no lo haga, tenga un buen día.
–No te imagino trabajando en un banco.
–Yo sí. Lo decidí cuando todavía llevaba trenzas.
–No me lo puedo creer.
–De verdad. La Gran Lagarta, mi Santa Madre, nunca tenía dinero, la pobre, siempre se estaba quejando y yo de pequeña pensé que lo mejor para que tuviéramos dinero era trabajar en un banco. Como se me dan bien las mates nunca nadie intentó sacarme la idea de la cabeza.
–¿Acertaste?
–Sí y no, mamá siempre puede gastar más. Cuando lo dejé fue una decepción para todo el mundo. No entiendo por qué. De un día para otro yo era una preocupación para todos. Solo era un trabajo. Creo que piensan que no seré capaz de conseguir otro jamás.
–Yo creo que querían que continuases preocupándote por ellos.
–¡Pero si lo hago!
–No lo suficiente, para... renunciar a tu derecho a equivocarte.
Silencio. Renunciar a tu derecho a equivocarte, suena un poco a Simon y Garfunkel, se lo digo.
–¿Quién es esa gente?
–¿No conoces Puente Sobre Aguas Turbulentas? Fue el disco más vendido del mundo mundial durante un buen puñado de años y era cuando la gente tenía que ahorrar para comprarse un disco.
–¿Ves, imaginas una canción a partir de una sola frase?
Primero no sé qué contestar, bueno sí: ¿tú no? A veces me sorprendo de que la peña no vaya por ahí improvisando estrofas. Me siento muy cerca de todos esos chavales que rapean y a la vez muy lejos, el mensaje que quieren transmitir no suelo compartirlo y he sufrido tanto con las melodías que me parece un sacrilegio que prácticamente prescindan de ellas. Como ella todavía parece esperar una respuesta se la doy.
–A veces, nunca parí dos canciones de la misma manera.
–¿Podrías hacer una con esa frase? Con renuncia a tu derecho a equivocarte.
–Se puede hacer una mala canción con cualquier cosa, solo es hacer unas rimas tontas, equivocarte rima con perderte, encontrarte, buscarte… con ellas ya puedes comenzar a dar vueltas alrededor de un lugar común.
–La separación, el rencuentro, la búsqueda ¿son lugares comunes para ti?
–Todo es un lugar común, todos reímos y lloramos por las mismas cosas desde siempre, lo importante es que ese lugar sea el tuyo en el momento en que te enfrentas a la canción; si no lo sientes como propio, no podrás hacer que otros lo reconozcan. Será algo vacío.
Son malas noticias, nena. Tendrás que vivir con ellas...
–Enséñame algo lleno.
–¿Ahora?
–¿Tienes sueño?
–No
–No tienes sueño y una superguitarra debajo de la cama. ¡Cantemos!
No puedo negarme, nunca he podido hacerlo, saco la bicha del estuche y mi libreta de la chaqueta.
–¿En qué tono te defiendes mejor?
Le canto canciones que tienen treinta años y otras treinta días. Arruga la nariz con alguna y con otras se entusiasma. Jugamos a los artistas. Llevo toda la vida haciéndolo.
–¿Cuántas canciones crees que has compuesto?
–¿Cien, doscientas, mil?
–Son muchas. ¿Las tienes grabadas?
–Claro. Más o menos. Sí. Por casa están.
–¿Me dejarás escucharlas?
–Recuérdamelo cuando acabe esta movida.
Ahora ella vuelve a dormir, pero yo no puedo hacerlo. Así que escucho música, una larga, muy larga selección de temas de entonces. Escuchar música no es una buena descripción, lo que hago es darle al play del aparato, dejar que unos cuantos segundos del tema, casi siempre muy pocos, inunden mi cerebro desde los auriculares antes de saltar al tema siguiente, en una especie de zapping melódico intermitente. Muy pocas veces escucho una canción entera. En general muy pocos grupos me gustan, entonces yo iba contra corriente, me gustaban los Beatles. John Lyndon también me hubiera echado de los Sex. John hubiera echado a cualquiera que le hiciera sombra o que no fuera lo bastante obediente. Sé algo de eso, tuve también mi propio podrido pedante.
Me cuesta concentrarme, la vida tiene un tacto rasposo que me desagrada. Es la sensación que me transmite la música en mis orejas. Ahora suena Bésame, me parece bastante mejor canción que las otras. ¿Es cierto? ¿O es que la escucho con orejas de padre? La magia de un estribillo es que cuando más veces lo escuchas más importante parece ser. Hasta que te harta y no quieres volver a escucharlo nunca.
¿Hay un límite al número de canciones que puedes dejar entrar en tu intimidad? Un día te saturas y dejas de interesarte por lo nuevo novísimo. No te preocupa nada lo que están escuchando los jóvenes. Basura. Joder, acabas hablando como tu padre. ¿Es tan importante la música para los jóvenes de ahora, cómo lo fue para los de mi generación? ¿Todavía arrastra con ella valores de rebeldía, de cambio? ¿Es la música importante? ¿Soy yo importante? Me duermo en el sillón. Despierto, todavía está oscuro. Me duele el brazo. Me levanto para tumbarme en la cama. Veo a la muchacha que duerme, hay una mancha de saliva en la almohada, junto a su boca, como si fuera un bebe, tengo un déjà vu. Esto es algo que ya he vivido, quizás algo que he leído. Me acuesto y me quedo roque en un segundo.
La mañana entra por la ventana y me obliga a levantar. Oigo como ella canta en el baño, miro mi reloj y hago una llamada. Al segundo timbrazo descuelgan.
–¿Señor Rafael?
–Llámeme Rafael, sin el Señor, no es necesario.
–Si así lo prefiere. Rafael, ¿cree qué Ramoncito estará dispuesto a recibirme?
–Sí, sin duda. Le ruega que a la una en punto nos visite en el Hotel. La suite es la 801. Señor Gordon le ruego que sea discreto, suba directamente, no se anuncie en la recepción.
–Como gusten, hasta entonces.
Cuelgo, me siento fatal, anímicamente, corporalmente, mentalmente, ¿es esto una reiteración? ¿Anímicamente y mentalmente? Me vuelvo a preguntar que estoy haciendo aquí; ¿el dinero? Muchas veces lo he usado de escusa: hago esto por dinero. El dinero es necesario, pero no creo que sea eso. Ahora mismo podría buscar un trabajo con cara y ojos, a poco que lo intentara podría arañar un pavo más. ¿Creo en lo que estoy pensando? Lo que creo, lo que podría ser mi filosofía de esta semana, es que nunca se hace nada por un solo motivo, se hace por la suma vectorial de muchas causas diferentes y si decides otorgarle primacía a una determinada es porque es la última que se suma y parece adquirir más preeminencia. Joder, vaya rollo mental. ¿Te extraña que Natacha piense que eres un plasta? ¿Pensaría lo mismo si tuviese un físico de estrella de cine?, que lo tengo, podría ser el malo de película perfecto. ¿Qué pensaría yo de ella si tuviese un tipo de mesa camilla? joder, lo mismo que ahora: que está como una chota y que no es para mí. Por lo pronto podría salir del baño antes de qué me explote la cabeza. ¿Qué estoy haciendo aquí? Además de preguntarme si saldrá vestida o desnuda. Estoy aquí por aburrimiento, sobre todo por eso, me propuse alejarme de todo y creo que lo conseguí, me impuse a mí mismo una condena de aislamiento, una libertad vigilada por un ojo implacable –¿esto es de una canción?–, yo mismo, hasta que me amnistié cuando estaba a punto de explotar. Una cárcel de soledad y hierba, desde donde tenía la sensación el convencimiento de que no había nada para mí aquí afuera.
–Tienes una cara horrorosa. ¿No has dormido nada? Cada vez que abría un ojo te veía ahí sentado mirando por la ventana; ¿tienes miedo? ¿Qué te preocupa?
Me pregunta Natacha, que se ha materializado frente a mí. ¿Tengo miedo? La pregunta me pilla por sorpresa, miedo, ¿de qué tendría que tener miedo? No consigo comprenderlo así que me rindo y le pregunto.
–¿Miedo de qué?
–Joder tío, a veces pareces autista. Titojorge dice que nos tienen que dar dos millones y pico de pavos por el trozo de madera que hay dentro del estuche. ¿No te acojona que nos roben? ¿Que nos engañen? ¿Que nos timen?
Es un buen raciocinio. Eso demuestra que no soy demasiado listo o que en realidad me importa una polla. Que para mí esto es un espectáculo. Una mierda de obra de teatro, de esas en que los actores se empeñan en hacer participar al público. Definitivamente los tíos que venden o compran guitarras de dos kilos me parecen gilipollas.
–Ni siquiera lo he pensado. He vendido y comprado muchas guitarras, esta solo es una más.
–¿Has vendido muchas guitarras de más de dos millones de pavos?
–No, solo algunas de un par de miles.
–Tío, no te entiendo.
Yo tampoco solo que me siento aislado, indiferente de la realidad. Quizá por la falta de hierba, por los trabajos nocturnos por años, o porque al fin estoy viendo mi destino claro y es tan trivial como todo lo que he hecho, que lo que está por venir me importa una mierda y además…
–¿Qué puede pasar? Que nos roben a lo peor. Pero no lo creo, mira los mil vídeos del tal Ramoncito; no es un ladrón, no es un gánster, solo es superpijo de la muerte, además tiene una cierta clase ¿no? Soltará la pasta y estará vacilando a sus coleguis durante mucho, mucho tiempo, de como compró algo que nadie puede comprar. Puestos a preocuparme... me preocupa más que la Rick sea falsa, una tangada, cualquier mierda inimaginable, una más de las putas movidas de tito Púas. Pero no creo que pasen de darnos una patada en el culo y enviarnos a tomar viento. ¿Crees que tu Titojorge te metería en una situación así? ¿O te has metido tú sola?
Veo que duda un momento, solo un momento y como se refirma en su opinión sea cual sea.
–Tío Jorge no haría, no me haría esto.
–Espero que tengas razón. No le llamamos Púas solo por el plectro de la guitarra.
–No te entiendo.
–¿No conoces la expresión hacer una púa?
–No, que te jodan. Lávate la cara, quiero desayunar.
–Voy a ducharme. Vístete de una vez.
Porque sí, como de costumbre está más desnuda que vestida. No he tratado con muchas chicas, pero es sin duda a la que menos le abulta el equipaje.
–¿Qué quieres que me ponga?
Suelta lasciva y desafiante, creo. Es como viajar con Madonna, Madonna con la cara de Carmen Sevilla a los veintipocos. Y más alta que Anita Ekberg o como se diga.
–Algo con lo que puedas correr.
Me ducho, me afeito, me peino con fijador echándome el pelo hacia atrás, es entonces cuando me doy cuenta de que me estoy vistiendo como para salir a escena, la camisa crema de cuello y puños gigantescos, mi traje a rallas –relavado, desgastado y después recosido con mil puntadas de punto de cruz a la vista en sitios chulos–, los botines Beatles. El anillo de plata con la calavera sonriente en el meñique, el enorme reloj de cuerda. Me observo en el espejo. Sin duda soy el tipo más feo del barrio, el más feo y el mejor vestido. Siempre fuimos los más elegantes de la chabola. Salgo del baño y ella lleva un jodido traje ceñido de atletismo, que no deja nada a la imaginación, debajo de su gabardina de la resistencia francesa y botas de boxeador blancas. Solo se me ocurre decir:
–Vamos a desayunar.
–¡Ahora te escucho! –contesta, me alegro de que ya no esté enfadada.
Media hora y un montón de tostadas francesas después cruzamos el hall del hotel contiguo. Llevo en el brazo bueno la guitarra dentro de su estuche y en el malo a ella colgada, todo pelo suelto, gafas negras y gabardina abierta. Todos los botones y conserjes, epítomes de la discreción, nos abren las puertas a nuestro paso, luchando por mirar hacia otro lado, mientras ella saluda agitando la mano a un grupo de niños que se han quedado mirándola embobados con la boca abierta. Discreción sobre todo discreción, me pidió Rafael, tendrá que joderse. El ascensor es enorme. Nos veo reflejados en el espejo que cubre la pared del fondo como en casi todos los ascensores del mundo. Tenemos una pinta estupenda. La puerta se abre con un dring –¿A#?– y evita que me ponga a babear.
–Habitación 801. ¿Dónde está la habitación 801?
–Pues será esta o aquella.
Evidente, en toda la planta solo parece haber dos habitaciones, o desde este ascensor solo se puede acceder a estas dos, me parece más probable. ¿O no?
–Venga, vamos.
Y silenciosa parece bailar sobre la moqueta hasta que se detiene y pica con sus diminutos nudillos ¡Toc! ¡Toc! Me suena bastante fuerte, luego he de reconocer que sus nudillos solo me deben parecer diminutos a mí.
–¿Cómo sabremos si tenemos que correr? –me pregunta.
–Sigue tu instinto, yo desde luego si te veo salir pitando no preguntaré por qué, solo saldré detrás tuyo.
Nadie acude a la llamada, echo una ojeada a mi reloj, es la hora en punto. Ahora soy yo el que pica, he probado a hacerlo más fuerte, pero sé que es igual, en un hotel de estos las puertas son enormes y aislantes, a poco que haya meneo en el interior nadie va a escucharnos. Por probar giro el picaporte, la puerta se abre suavemente.
La habitación, la suite es enorme, repito: enorme, el doble, el triple de mi casa. De entrada, solo soy consciente del ventanal que parece abrirlo todo a la terraza y a la ciudad.
–¡Hola! ¿Buenos días! –le digo al vacío.
–Adelante, adelante, por favor.
Me invita una voz que parece venir de alguna parte desde muy lejos. El espacio está delimitado por los cambios de nivel que generan peldaños anchos de poca altura –cosa que me parece pasada de moda–, damos dos pasos y descendemos a lo que podría ser un salón comedor presidido por una mesa de vidrio para diez personas, una cómoda de época, y un sofá rojo, de esos que solo se ven en los escaparates con precios que asustan a la gente como yo. Junto a él hay un amplificador viejo, un AC30, un cacharro que la Vox lleva fabricando desde hace setenta años, este tiene la pinta de ser el primero o el segundo que hicieron, debería estar en un museo o mejor aún: en mi casa. Oigo un ruido a mi espalda y de una puerta lateral del recibidor, que había tomado por un armario, sale un tipo que me parece primero muy ancho y luego confirmo que lleva puesto un chaleco antibalas bajo una americana azul; aunque aprieta mucho la mandíbula tiene ojos de susto. El lateral derecho del salón resulta ser una puerta corredera más grande que la de un garaje, se desliza poco más de un metro y deja salir a otro nota, más joven, más delgado, con americana y tejanos, cierra detrás de él y se queda plantado con las manos en la cintura permitiendo que se le abra la chaqueta y muestre, colgando del cinturón una placa de algún cuerpo policial y un revolver en su funda que parece muy pequeño, creo que un 22 porque... es igual. Si quisieran intimidarme ya lo deberían haber conseguido. El problema es que al entrar he empujado la puerta con la mano mala, el brazo me ha dado un chispazo de cojones y amenaza con que me va a doler mogollón durante el resto del día o de la vida, lo que me ha puesto de mal humor, sumado a que no me gustan los pasmas, como es de bien nacidos en todos los chonis de mi generación y que la tolerancia, la paz y el amor y toda la mierda zen se esfumaron en el aire junto a mi último peta hace... ¿Cuánto hace?
–¡Eh niño! Tengo una cita con tu amo, tráelo aquí para que venga a ver esto.
Le digo al tipo de la pistolita mientras hago el gesto de enderezar el estuche, enderezar y avanzar. Consigo una reacción inesperada. El tipo da un convulso semipaso hacia atrás, semipaso porque no tiene adonde ir, la puerta corredera está tras él, y se da una nata. Yo le ignoro me acerco a la mesa y pongo sobre ella el estuche. Natacha se acerca y se apoya en el borde de la mesa desde donde imagino ofrece un panorama de su cuerpo enfundado en Lycra oculto y revelado por la gabardina.
–¿Qué les pasa a estos tíos? –pregunta con un ligero desagrado.
No tengo tiempo de contestar, un tercer tipo entra en la habitación, mira con profundo desagrado a los notas de las armas y luego se dirige a mí.
–¿Señor Gordon? Soy Rafael, disculpe, no tengo palabras para disculparme por la situación…
–Sus amigos parecen muy nerviosos.
–Ha de perdonarles, están aleccionados en cierta dirección. He de confesar que por mí mismo... ¿Puedo pedirle un favor?
–Por supuesto.
–¿Le importaría abrir el estuche?
–No, claro. Es lo que me disponía a hacer en este momento.
Trasteo un momento con los cierres, profundamente consciente de que mis movimientos son seguidos por todos, excepto quizá por Natacha que parece más interesada por la vista desde el ventanal. Rafael permanece erguido e impasible, da la sensación de un tipo que se prepara para ser ejecutado y ha decidido mantener la dignidad hasta el último momento, o puede que yo sea el que se siente así. Son malas noticias, tendré que vivir con ellas, cuando tú no estés. El estuche está abierto, el brillo profundo del mueble y los cromados destacan sobre terciopelo rojo. La cojo son suavidad por el mástil y se la ofrezco a Rafael, este no hace ningún gesto de cogerla.
–Muy elegante – Opina.
–Estoy de acuerdo.
Vuelvo a depositar la Rick dentro del estuche, comienzo a cogerle manía, además, repito, es muy pequeña para mis manazas.
–Hay una cuestión que me veo en necesidad de aclarar: ¿actúa usted en representación de... del señor que le dirigió al Sr. Ramón?
–No, en realidad él solo la vio en fotografía. No estaba interesado en ella, de siempre ha preferido las orientales. No puedo cuestionar su gusto, eso es algo muy personal.
–Desde luego. ¿Lleva usted armas, Señor Gordon?
La extrema cortesía con que el untuoso lacayo y yo nos tratamos no es más que una estrecha cuerda por la que nos paseamos sobre un abismo. Intento olvidar que me siento maltratado, porque cuando me siento así me cabreo bastante y mi sentido común se va a dar una vuelta. Lo consigo en cuanto Natacha se pone a reír.
–¡Oh, chicos! Nunca, ni en el más loco de mis sueños, os intentaré quitar vuestra colección de cromos. Nos están tratando como...sicarios. ¿Crees que doy el tipo? ¿Le parezco un torpedo sexual, Don Rafael?
Rafael no contesta, a mí sí que me lo parece, a cualquiera con sistema nervioso se lo parece; es una pregunta retórica, la ignoro. Me dirijo a él.
–¿Armas? No. ¿Debería necesitarlas?
–¿Le importa que le cacheen?
–Me importa, pero transigiré.
–Por favor.
Pide Rafael y el tipo joven se acerca, yo levanto las manos como en las películas y dejo que me palpe el cuerpo arriba y abajo, abajo y arriba, en un momento dado se gira hacia su compañero y le da una orden.
–Tú, cachea a la puta.
Le atizo, no hace falta que te explique por qué, ni siquiera lo pienso, solo le hostio con la mano buena, de arriba a abajo, en la oreja, creo que el anillo se le come un poco del cartílago, se le doblan las piernas, se lleva la mano a la pistolera y yo le doy de revés en la boca. Acaba de culo contra los escalones y apuntándome con el revolver que ahora ya no me parece tan pequeño, como ya está liada sigo a lo mío.
–Discúlpate con la señorita.
El revolver tiembla en su mano, y tiene la cara desencajada, no sé si de mala leche o por las dos yoyas que se ha llevado. Gordo tío: este nota te va a meter un tiro, esto es el fin de la canción. Que mierda, es igual. Tengo un seguro de deceso. Todo quedará pagado. Mi nombre cabecera del cartel. Firmo. Estoy Listo.
–Discúlpate con la señorita. ¡Ahora!
–¿Qué coño está pasando aquí? ¿Rafael quien son estos chavos de los hierros?
Ramoncito ha aparecido desde el otro extremo de la suite. Va envuelto en un albornoz gigante y se ha detenido en el gesto de secarse el pelo, me fijo mejor y no es que el albornoz sea gigante es que Ramoncito es muy pequeño, reducido, desecado, solo es la sombra del tipo que conduce motoras con una mano mientras sonríe a la cámara. Ramoncito está enfermo y de nada que se cure con aspirinas y tazas de caldo.
–Seguridad, Don Ramón.
–¿Seguridad Rafael, en esas estamos todavía? ¿Qué mierda de seguridad es esta? El pata del hierro está en el suelo, ¿no?
–Son policías, su padre…
–Papacito, papacito...Los cojones. ¿Qué coño estáis esperando? Guardar las mierdas esas. Amparo y su colega deben estar al caer.
Ramoncito continúa secándose el pelo hasta que descubre a Natacha, entonces arroja la toalla al suelo, se cruza el albornoz y se dirige hacia ella rápidamente.
–¿Na... Natasha? ¿No me recuerda? Claro que no, discúlpeme, con esta pinta. ¿La final four... Estambul? ¿Las bengalas, el incendio, los hunos enfurecidos?
Ha tomado su mano y ha inclinado el cuerpo, pese a ir en albornoz parece rebosar dignidad por los cuatro costados. Natacha acepta su contacto con una media sonrisa en su boca entreabierta, cuando habla me doy cuenta de que tanto sus dientes como el blanco de sus ojos parecen hechos del mismo material, una cerámica translucida en su exterior, blanca en el interior y de un brillo húmedo.
–Recuerdo esos hechos, caballero, pero no le mentiré: le he olvidado.
–Prefiero ser olvidado por usted que recordado por cualquier otra.
–Entonces lo has conseguido. Ahora no se lo cuentes a todos tus amigos.
–Mis labios están sellados.
Los dos arrancan a reír con buen humor, Ramoncito suelta su mano dedo a dedo y se yergue.
–En serio esa noche, nos presentaron, creo que tu tío... Jorge lo hizo, estuvimos en filas contiguas hasta... hasta que tu marido organizó la tángana. ¿Por cierto cómo se encuentra?
–Espero qué bien, estamos distanciados. La vida junto a él acaba siendo... demasiado intensa. ¿Puedo presentarte a mi amigo Gordon?, Gordon, deja de defender mi honor y acércate, resulta que Ramón y yo nos conocemos.
–Ramoncito, por favor, Ramón es mi padre.
–Ramoncito es chulo. Ramoncito, este es Gordon, coleccionista, músico, poeta, no tiene dinero ni lo necesita. Ha estado en todas partes, con todo el mundo y no se dio ni cuenta, un verdadero pelma. ¡Un piano! Tenéis piano; ¿puedo? ¿Por favor, puedo?
–Claro, adelante.
Ramoncito estrecha mi mano, o mejor dicho su mano huesuda y frágil desaparece dentro de la mía. Mientras me echa una mirada.
–Mucho gusto. Conozco su obra, breve pero intensa. Tengo que cambiarme. ¡Rafael! Atiende a los invitados.
Se da la vuelta y desaparece. Giró la cabeza y miro sobre mi hombro, el tipo continúa con la pistola en la mano, pero se ha levantado y ahora apunta al suelo. Tras uno o dos intentos fallidos el piano comienza a llenar el espacio, algo en Sol, no sé qué, pero en Sol Mayor, el Sol Mayor siempre lo pillo a la primera. Me agacho y recojo la toalla abandonada por Ramoncito y se la tiro al tipo de la pipa.
–Límpiate tienes sangre en la oreja.
Parece que va a contestar algo o a pegarme un tiro, pero la voz de Rafael nos interrumpe.
–Don Ramón les atenderá en seguida, ¿puedo ofrecerles algo? ¿Señorita?
–¿Un zumo? ¿Zumo de naranja? Estoy sedienta. No se le ocurra ofrecerles whisky a los chicos, comenzaran a mascar palillos y a escupirlos en el suelo, ven demasiadas películas violentas. Este piano es muy lindo, no tenemos piano en nuestra habitación, aunque las vistas también son bonitas ¿Zumo de naranja? Gracias. Rafael, ¿no? Me encanta su corbata.
Rafael asiente, satisfecho por fin de hablar con alguien con tanta clase, se aleja de ella con una inclinación y ella comienza con un ritmo cabaretero y juguetón.
–¿Señor Gordon?
–El zumo estará bien para mí, Gracias.
Rafael desaparece, sin preguntarle a los dos otros tipos que quieren, no son invitados, son parte del servicio, un servicio bastante incompetente a juzgar por la mirada que les dedica. Yo me toco los bolsillos con las palmas buscando la hierba, pero claro, no está y decido pagarla con los dos tipos.
–Y vosotros; ¿hace mucho tiempo qué sois novios?
–Tu continúa jugando y acabaré rompiéndote ese careto de monstruo.
–No sería ninguna novedad que un pasma lo hiciera, pero no lo harás. No deberías estar aquí, no puedes estar aquí. ¿A qué no? Calla la boca y no te metas en los asuntos de los chicos grandes.
¿He perdido la cabeza? Sin duda, pero me importa una mierda, este cacao mental, estas ganas de bronca indiscriminada es una consecuencia de no estar drogado o soy siempre así y la hierba me aplaca… No es momento de ponerse introspectivo, mejor relajar la mandíbula antes de que me estallen los dientes y estar atento, Púas conoce a Ramoncito, él mismo lo acaba de decir. ¿Por qué entonces no está él aquí ahora? Aunque una voz más racional en mi cabeza me sugiere que quizás es porque está detenido, ya no puedo dejar de pensar que la guitarra es falsa, o robada, o falsa y robada, porque si no lo fuera él mismo se la habría colocado, ¡nosotros no estaríamos aquí!, somos una pantalla, un parapeto, una…
–¿Conoces ésta?
Natacha interrumpe mis pensamientos y comienza a tocar Estrellas del Rock, dejo mis dudas para luego. Yo siempre pensé que acelerada sonaría mejor, pero mira, me gusta más así, al contrario, un poco más lenta, más honky tonk, –cuela unas notas falsas muy convincentes–. Ahora la canta, rompiendo en las notas altas. Me gusta como la ataca, me gusta su voz. Eso posiblemente sea garantía de que no tiene ningún futuro como cantante, en serio tengo un don o una maldición, como quieras mirarlo, mi gusto hace mucho que no coincide nunca con el del público.
–Así que realmente usted es usted, Gordon, no podía confirmarlo.
Ramoncito ha aparecido desde la terraza, parece enmarcar con sus manos la música que flota en la suite. Sin albornoz y vestido con la ropa que roba en algún refugio para indigentes parece aún más delgado, prácticamente es solo pelo y harapos; una pinta magnifica.
–Intenté encontrar algo actual sobre usted, informarme, descubrí que ya no existía, solo encontré la huella de un tipo que anduvo por ahí, dando guitarrazos en un par de discos, no se ofenda, casi magníficos y luego desapareció. Gordon, ¿así le llaman?
–Según quién, empezó siendo Gordo, puede llamarme como quiera.
Se acerca a la distancia de un brazo y me examina. He sufrido esa mirada otras veces, alguien se regodea mirando los cráteres de mi cara, la cicatriz de la barbilla. Supongo que les hago sentirse atractivos.
–Como puede ver, nos tiene a todos bastante nerviosos, ¿no, Rafael? ¿No? A Rafael nada le altera, tienen liquido refrigerante en las venas. Solo se preocupa por mí, es mi niñera, mi jodido guardián.
Rafael ha vuelto a aparecer de la nada con una jarra enorme llena de zumo y está sirviéndolo empezando por Natacha, que ha abandonado el piano y se ha sentado equidistante de nosotros. Ahora somos un trío, solo tenemos que pegarle fuego a la mesita del centro y comenzaríamos a cantar canciones de campamento. ¿Lo hace adrede? ¿Ella es así? ¿Es una parte consciente o inconsciente del plan de Púas? ¿Tiene Púas un plan?
–Natasha, ¿piensas que la guitarra es auténtica? – Le pregunta Ramoncito, con una sonrisa.
–¡Ja! Es una guitarra seguro. Todos lo demás a mí no me preguntéis, eso son cosas de chicos. Bobadas.
Ramoncito parece cansado, más interesado por charlar con Natacha que por otra cosa.
–Rafael pensaba que era una trampa.
–¿Una trampa?
–Si, por el chavo que le pasó mi teléfono a Gordon, tenemos una discusión o es que no la hemos tenido, es difícil de explicar.
–Recuérdame que nunca me discuta contigo. ¿Pistolas? ¿Hacen falta?
–Sí, no, o … Mierda, yo que sé. ¡No! Él es más tipo... más tipo Charlie Watts o, por lo que veo, Gordon; no es tan complicado, hubiese llamado a la puerta y me hubiese dado una hostia y listo... Llevo demasiado tiempo mezclándome con gente retorcida y ¡Joder, parece que todo se pega!
–Sí.
Los dos parecen reflexionar sobre los errores de la juventud, de la madurez y vete tú a saber qué. Ramoncito se despierta primero y con un gruñido se endereza.
–Últimamente solo trato con idiotas. Es mi castigo. ¿Le echamos un vistazo a la máquina?
Ramoncito se acerca a la mesa y contempla la guitarra sin llegar a tocarla. Me viene a la mente que parece un cuerpo embalsamado dentro de un ataúd forrado en satén rojo, algo más perfecto en su eterno descansar que lo que fue en vida. Sobre la mesa de vidrio parece flotar en el aire. Ahora pasa los dedos por el borde del estuche con reverencia, se perfectamente lo que está haciendo, lo mismo que yo, convencerse de que el instrumento es el que pretender ser, desde luego el estuche es de época y por si solo vale un dinerito, los metales en sus bordes desgastados tienen el característico tono amarillo pálido de la aleación de níquel. Hoy en día ya no se hacen, creo que está hasta prohibido, por toxico o algo así.
–Sin cobre – Sentencia.
–Sin cobre – Acepto.
Esto significa que es el tratamiento anticorrosión más barato posible, que al fin y al cabo es el adecuado para esos objetos que solo usaban negros y músicos o músicos negros, tipos muy abajo en la escala alimenticia.
Suena un ding dong, desde la entrada de la suite. ¿Había un timbre? Es posible, ni siquiera lo busqué. Rafael se desliza sobre la moqueta y el mármol para abrir la puerta, donde recibe un sonoro saludo por parte de una muchacha que acaba de entrar. Y que se libra de una gabardina ligera y nos ignora a todos en su carrera hacia Ramoncito, a quién abraza.
–Ramón, Ramón, ¿cómo estás?
–Estupendo. ¿Tuvisteis buen vuelo?
–¡Oh, Ramón!
Esta última frase suena desmayada, me siento repentinamente violento, asistiendo a un acto privado, intimo, en el que solo soy un mirón. Ramoncito susurra algo y la muchacha se endereza y recobra la compostura.
–Mejor hablamos luego, primero quiero presentarte a mis visitantes.
Somos presentados, hay un cruce de manos estrechadas y besos dados al aire al final de los cuales solo retengo que se llama Amparo y olvido todo lo demás, hasta el nombre de su acompañante que empuja un fligthcase voluminoso, que desmonta en un periquete dejando a la vista dos máquinas incomprensibles que se apresura a conectar en el otro extremo de la mesa.
–Dígame Gordon, ¿la ha probado, ha tocado con ella?
–Solo un rato.
–¿Un rato? ¿Por qué solo un rato?
De entrada, solo lo hice porque Nefer Nefer me pidió que tocara para ella, sí no solo lo hubiera hecho para comprobar que no trasteaba.
–¿Por qué? No lo sé. Mentira, si lo sé. Solo es una Rick, ya he tocado Ricks. Tengo las manos grandes, como pueden ver, no son las guitarras más cómodas para mí, ¿entiende? Por otra parte, no creo que haya quedado nada del dueño original, ni de su espíritu, de su fantasma, atrapado en ella y a la vez… Si hubiera algo, no quería despertarlo, asustarlo, …
Me explico como una mierda, pero él parece comprenderlo.
–O corromperlo, creo que yo haría lo mismo. A no ser que quieras hacértela tuya. Aunque ¿cuantos fantasmas caben en una guitarra?
–¿Todos? –por eso continué tocando, me digo.
–Todos. – Me apoya Natacha y me mira como consolándome.
–Si, todos. Tiene razón Natasha: Gordon es un poeta.
Se decide y la saca del estuche. Como yo en su momento se queda embobado mirando la playlist de la trasera. Como yo observa la cutre manera en que esta repegada, lejos de quitarle autenticidad se la suma.
–Amparo necesitara un poco de ese papel.
–¿Cuánto es poco?
–¿Cuánto es poco? –repite mi pregunta.
El tipo joven del que no recuerdo el nombre y eso que me lo acaban de presentar se ha puesto unos guantes finos de aquellos azules y parece muy cómodo en el papel de científico.
–Muy poco, aproximadamente así.
Y dibuja en el aire sobre el papel algo tendiente a cero.
–Adelante –concedo.
Amparo se acerca con lo que sin duda es un maletín de médico antiguo que contiene un arsenal de frasquitos, pinzas y sobrecitos y se pone a charlar por los codos sobre todo y nada preferentemente con Ramoncito y Natacha. Yo me siento colocado, dicen que el THC, el PCB y todo el resto del alfabeto que contiene la hierba se deposita en la grasa corporal y que de vez en cuando, aunque haga mucho tiempo que no te pones se libera en tu cerebro, regalándote un replay momentáneo, uno que te puede hacer recaer.
No sé qué estoy pensando. Puede que en cualquier momento Amparo y su ayudante encuentren una grave incongruencia. ¿Estaremos en un problema? ¿Los dos tipos silenciosos y malcarados que intentan fundirse con las paredes sentirán su llamada a escena y llegarán con deudas pendientes?
Natacha se aburre del rollo técnico y regresa al piano y comienza a tocar cantando bajito himnos de iglesia, los conozco, debería haberlos olvidado, pero no. Hace mucho que conseguí un cancionero, muchos años, y los aprendí pensando que si habían sido buenos en la educación musical de tantos tipos también lo podían ser para mí.
–Coincide.
Sentencia el técnico sin nombre, pero hace rato que no estoy pendiente y no me entero de que es lo que coincide con qué.
–Ahora probaré la pintura.
–Ni sueñe en rascarla. –me escucho decir.
–La conseguiré de debajo la cabeza de un tornillo, muy cerca del agujero, muy poca. También comprobare los pasos, las roscas.
Acepto, no hay otra. Me acerco a observar su trabajo. Bajo la lupa de diez aumentos se observan las dos capas de pintura, eso es históricamente correcto, la guitarra fue repintada en negro, puede que por él mismo, un invierno triste en Hamburgo. Rasca con un bisturí y consigue pequeñas escamas de pintura que reparte en sus botecitos, donde los mezcla con líquidos de colores y hace más cosas hasta que una de las máquinas escupe un trozo de papel con rayotes.
–Nitrocelulosa en el exterior.
Pero yo ya he vuelto a perder el interés, estoy cansado, recuerdo que hace un rato estaba muy satisfecho porque me iban a pegar un tiro. Podría expresar en voz alta mis serias dudas sobre toda la mierda esta e intentar que me lo pegaran, pero parecen todos tan ilusionados, estos chicos tan preparados, con sus guantes de látex y el pobre tipo sin salud y sin amigos. Natacha se ha olvidado de nosotros, me acerco a ella y escucho, toca algo prácticamente disonante y murmura bajito. Estoy aquí porque quise entrelazar mi nombre con la historia, conseguir otros quince minutos, quince minutos que van a resultar tan falsos como los otros. Son malas noticias bella, tendrás que vivir con ellas cuando yo no esté.
–A nivel de materiales, es sin duda auténtica.
Oigo que alguien dice por ahí al fondo. ¿Tendría que alegrarme?