Puertas abiertas a un año más
Mientras los científicos siguen jugando te contaré una cosa, un episodio, que, aunque no lo parezca, después tiene cierta importancia.
Si algo saco de esto parece que va a ser un nuevo mote: Gordon. Vale, es muy parecido al de siempre, pero aun así es una excepción. Intenté que otros se me pegaran, pero fue imposible. Probé con el Buda de Malasaña, nada, ya estaba cogido, qué decepción. ¿Qué tal el Gólem de Fuencarral? ¿La Masa de Entrevías? ¿El Kraken de la Vaguada? Imposible, todos lo motes chulos me acababan resbalando y Mister Teflón tampoco estaba libre. Al final solo me quedo Gordo, el eterno y fiel Gordo.
No es bueno tener siempre el mismo mote, al final siempre llega a los oídos de los malos y normalmente con él tienen suficiente para empezar. Después si se enteran de que Gordo no se mueve por mariconadas y que dicen que conoce gente, se motivan y no queremos que se motiven.
Yo soy el Gordo, estoy ahí, metido en medio de todo, desde ya hace años, casi desde el principio. ¿Cuándo fue el principio? Si me preguntas te diría que toda esta sobreexposición mediática empezó con un entierro. Sí, el del batería de no sé quién. Con el entierro no, cojones, con el concierto que juntó a todos los novísimos aquellos con los periodistas con columnas que rellenar. No estaba, pero me lo contaron de primera mano. A todo le descubro una cierta simetría, también a esta movida que empezó con un entierro y acabará con uno, o con un mogollón, con el mío si no ando con ojo.
Últimamente la gente tiene la mala costumbre de morirse –a nadie parece importarle, se juegan cosas más importantes delante y en la retroscena, solo a los propios muertos o a lo mejor ni a estos–. La diva suprema opina que en este negocio –sí, negocio, hace mucho que nadie lo ve como una forma de arte, quién así lo asegura miente– lo más fácil es diñarla estrellándote con un automóvil en alguna carretera perdida, entre dos fiestas mayores. Está muy equivocada, yo lo que creo que lo que se está cargando a la juventud de este país es mezclar Rohypnol y Heroína. Como puedo conseguirte ambos, ¿en qué me convierte esto?
Juventud hedonista y malcriada, suburbial y desesperanzada, solitaria y egoísta. Se escucha que por el Norte es el mismo gobierno central el que introduce el polvo, con el maléfico propósito de desmovilizar a la juventud de las luchas sociales, sindicales y nacionales. Sería fantástico que así fuera, significaría que el gobierno al menos tiene planes y la decisión para llevarlos adelante. A mí no me hacen falta teorías conspiratorias, si algo se puede explicar por la estupidez de los implicados... seguro que esta es la causa.
Las calles de todas las ciudades se llenan de zombis; jóvenes sucios y subalimentados que piden limosna, roban o ambas cosas, solo pendientes de la próxima dosis de felicidad hidrofílica, opiácea, instantánea. Es lo que tiene la felicidad sintética: es alcanzable, real. La otra nadie puede asegurar que exista.
–¿Qué se cuenta por ahí, Gordo? –me dice cualquiera.
Una cuenta atrás, eso es lo que se cuenta. Alguien te saluda hoy y mañana te enteras de que está muerto. Hay un floreciente mercado de la rehabilitación con proveedores laicos y religiosos, estatales y privados, científicos y esotéricos.
–Exageras, Gordo.
¿Exagero? Eso es porque tú no ves los fajos de billetes, estos grandes billetes de la época, atados con gomas, dentro del recinto construido bajo una baldosa en mi cutre habitación. Ni los otros enterrados en agujeros de las Guillerías, dentro de latas a más de cuatrocientos kilómetros de aquí.
–¿Estás libre Gordo?
No siempre, trabajo mucho. Cargo y descargo, trepo por torres cada vez más altas, más inmensas, con focos igual de intimidatorios y doy luz y sonido a espectáculos cada vez más elaborados, más organizados, más predecibles. Me sorprendo observando a los clones de los clones de propuestas anteriores, con todas sus aristas limadas y empujados por el ano del gran público. ¿No queríais esto? Tomad, tomad, tengo más. Lo que era alternativo ahora es generalista. No me importa, nunca me pareció excepcional, aunque ¿qué importa mi opinión?
Los locales cierran, no hay sitios donde tocar, se endurecen los requisitos de seguridad, la burocracia, las reordenanzas urbanísticas municipales, intentan –y consiguen– expulsar los pequeños escenarios de sus enclavamientos originales hacia extrarradios industriales subpoblados, donde solo se puede llegar en coche y están construidos en el terreno del cuñado de alguien. ¿O eso pasó antes? ¿Quizá después? No pongas esa cara, hemos sido deglutidos por el sistema, ya solo somos mierda seca, un subproducto de la hostelería, de la industria del entretenimiento.
Bum Bum se larga sin despedirse, creo que ha vuelto al Norte, perseguido por fantasmas reales o imaginarios. Bam Bam amanece muerto, no quiero hablar sobre ello; ¿era mi amigo? Su habitación estuvo años puerta con puerta con la mía. Le oía. No déjalo, no importa, no quiero pensar en ello, todavía.
En la televisión todo esto no pasa. En ella el país se moderniza a pasos agigantados, se estandariza, se normaliza y todos se sienten muy orgullosos. Todo el esfuerzo invertido en superar errores del pasado ha fosilizado en un autismo hacia el presente. Como mi propio autismo hacia la consecuencia de mis actos.
Toco la guitarra, escribo canciones, fusiono estrofas que viven solitarias en páginas diferentes de mi cuaderno, veo como intercambian sus versos y como se vuelven a separar, creo que hay una veintena, poco más, en una libreta de hojas sin pautar. Escritos a lápiz los versos se borran con el roce de las hojas. Eso me gusta, es como la misma música que acaba esfumándose en el aire. Mis versos y yo avanzamos por las hojas, siempre hacia adelante. Hay pequeños agujeros de borde oscuro en el papel que escribo ¿por qué? Siempre tengo un petardo en la boca y no soy muy cuidadoso a la hora de deshacer la resina de hachís y voy derramando pequeñas piedras incandescentes en todas direcciones, como el volcán más pequeño del mundo. Pedazos ardientes que cuando caen el papel lo traspasan, igual que a mis camisetas, las sabanas,... Todo lo que me rodea vive en permanente peligro de incendio. Un día me duermo con un peta en la mano, me hago un gran quemazo en el cuello y de paso le pego fuego a la cama. Lo ignoro, solo es una cicatriz más.
Sueño que tengo el alma llena de pequeños agujeritos por donde se me escapa la vida en forma de esperanzas rotas. Me despierto furioso y comienzo una larga lista de palabras y lugares comunes que prohibiré incluir en las canciones, el hipotético día que sea nombrado dictador supremo de la música pop. La encabeza esperanzas rotas.
–¿Cómo estás?
Reconozco su voz al instante, ella nunca me llama Gordo, me resulta extraño es como tener una identidad diferente, una que guardo solo para ella, en un ropero cojo que hay en un rincón de mi mente.
–Estupendamente –miento– me alegro de oír tu voz. ¿Cómo va la vida en el firmamento?, con las otras estrellas, ¿se entiende lo que digo? ¿Es muy rebuscado?
–Se entiende. ¿Qué estás escribiendo?
–¿Cómo sabes lo que estoy haciendo?
–Te pones pedante con un lápiz en la mano.
–A veces me asustas. Mentira, siempre me asustas.
–Eso seguro que es de una canción, esas frases las sueltas para ver si funcionan.
–¿Eso hago?
–Si fueras tú solo.…
La sombra de Javier es alargada. Se interpone entre nosotros si es que hubiera un nosotros que no lo hay. Hay un ellos, hay un yo.
–¿Cómo está Javier?
Me importa una mierda, pero claro es su pareja y considero de buen gusto preguntarlo. Soy un tipo educado, creo. La urbanidad siempre me ha costado poco.
–¡Oh! Es un genio... y tal, el resto de los mortales seguimos su estela, o lo intentamos. ¿Qué haces este finde?
–Trabajo.
–¿Tienes un bolo?
–El bolo lo tiene otro, yo monto... y tal; como dices tú.
–¡Qué mierda!
–Es un trabajo y Julio es un buen tipo.
–¿Julio? ¡Oh cielos que nivel!, ¿cómo es?
–Invisible. Solo le veo salir y entrar del camerino. Su padre, el Doctor, es simpático.
–Una vez coincidimos, tiene las manos muy largas.
–Joder con el abuelo.
–¿Crees que tus amigos de Miami podrán prescindir de ti un rato el Domingo por la tarde? Es mi cumpleaños, hacemos una pequeña soire.
–Es una palabra divertida, pero no sé qué significa.
–Significa... Fiesta. Tonto.
Ella continúa hablando, quién viene, quién va. A quién se espera, todo acompañado de muchos por favor, por favor. Me es imposible negarme, quizás sigo enamorado de ella, un poco, seguro, pero bueno, no es mi único amor imposible. Soy promiscuo en amores imposibles, bucólicos, platónicos,... Ya me entiendes, soy gordo. Gordo. El gran Gordo.
Acepto, claro. Lo haría, aunque solo fuera por ver la cara de desagrado del pequeño Jota. Hace mucho que cree que se ha librado de mí. Otros le abren y le cierran las puertas. Se mueve en otra esfera, está a punto de dar el salto definitivo, la América de habla hispana le está esperando, le susurra en los oídos su nuevo productor. Tiene calidad, solo le falta un poco de compromiso, que se traduzca en más dinero por parte de la compañía. Ésta es reticente, en el negocio no se vive solo de genio, hace falta un poco de disciplina, continuidad, Jota la tiene, pero para objetivos y causas que no coinciden necesariamente con los de la compañía.
Me chivan que está en una espiral descendente autodestructiva de la que solo remonta a golpes de inspiración. No sé si creerlo, la mentira y la envidia son miembros fundadores de nuestro gremio y mis espías voluntarios tienen el raro don de intuir mejor que uno mismo lo que te gustaría escuchar. No es ningún secreto que Javier y yo venimos del mismo sitio y él va camino del número uno y yo... bueno, yo dirigir cuadrillas de tipos que montan escenarios no es lo mismo. Idiotas, huelen mi aversión, pero equivocan las causas. Creo. Hasta a mí me sueno pedante.
Llega el domingo y del fondo del armario rescato un traje a rallas adecuadamente apedazado y ensanchado con trozos de tapicería damasquinada y una camisa color crema de cuello y puños enormes. Me examino en el espejo tengo una facha imponente, parezco el cochero de Napoleón intentando aparcar en Waterloo. Recuerdo a los catorce años, ver mi cara reflejada en el espejo de un ascensor y decidir no volver a mirarme nunca más en uno. Pobre muchacho. ¿Sentir pena de uno mismo se puede considerar un hobby?
Voy retrasado, intento coger un taxi, pero ninguno de los dos ante los que alzo la mano se detiene. A la mierda, cojo un autobús y cruzo la ciudad de punta a punta, mirando las caras que suben y bajan en las paradas, sintiéndome de una raza diferente.
El piso es enorme, creo que pertenece a la familia de Teresa y que residen en él por algún convenio temporal del que no conozco los detalles. Javier se ufana de sus orígenes humildes a poco que le des la oportunidad. Yo sé que hay diferentes grados de humildad, o creía que lo sabía. Todo lo que creía saber sobre el mundo, sobre la música, sobre el trabajo, se me ha ido desdibujando, desapareciendo. Me estoy volviendo, al fin, un adulto y se está produciendo en mí un proceso inverso al que esperaba, no adquiero con la edad más comprensión de las cosas, sino que estas se vuelven más confusas, más complejas. Todo tiene su contrario que se presenta simultáneamente. ¿Siente toda esta gente que sonríe con copas en las manos lo mismo? Seguramente, si fuman la misma cantidad de hierba que yo.
Parches entra por la puerta y me guiña un ojo. Todavía tenemos trapis, muchos trapis, comunes. Desconfío de él, desconfío de todos, más de él que me es cercano, tiene una delgadez metálica, afilada, es una navaja con dos patas. Desde el rincón observo como cruza acompañado de uno de sus primos la sala con un aire furtivo y a la vez exhibicionista y como sin esfuerzo arrastra magnéticamente con él a unos cuantos individuos que solo consiguen cruzarle alguna palabra suelta. Sin duda su objetivo es el príncipe reinante, el consorte de la homenajeada. Los veo saludarse fríamente y desaparecer tras la puerta al fondo de la sala. Mientras, una canción desde el estéreo proclama la aceptación de la total individualidad, del solipsismo, el pensar solo en uno mismo; es triste y ardiente, suave y áspera, es una buena canción. Pienso en Parches, recuerdo el día en que murió el grupo, no consigo creer en su tibia familiaridad. Siempre ha sido un nota de convicciones tan estúpidas como intensas, creo que esconde profundos odios que ganan en intensidad con el tiempo, como algunos vinos ganan bouquet. ¿Lo crees exagerado? ¿Me domina la paranoia? Sí, pero míralo ahora que sale de la habitación y acepta ser abordado por otros; mira esa tensión automática, esos labios despectivos, su decisión de ignorar a todo el mundo, ese afán de prevalecer. Todavía le escuece la hostia, las hostias, que le metí por bocazas, él solo espera su momento. Que espere. Todavía tengo alguna más si no se fue bien servido.
Teresa me ve y me saluda alegre, pero en seguida ella también se ve atraída hacia los rincones donde la gente desaparece para reaparecer unos minutos después más lívidos, más brillantes y verborreicos mientras inconscientemente sus dedos parecen buscar insectos que corren por su cara, por sus cuellos. Alguien vomita contra la pared y provoca más gestos de resignación que de desagrado. ¿Cuánto de esto es mi obra?
Nada de lo que veo es un espectáculo nuevo, la droga ha ido invadiendo las bambalinas de mi mundo como una mancha de aceite que se expande sobre el agua. Lo gracioso es que la historia al principio tuvo hasta un sentido, era una protesta, un rechazo a lo anterior, un intentar demostrar que era posible caminar hasta el borde y que allí no te estuviese esperando uno de los demonios, de los monstruos, con los que nos habían estado asustando, controlando, desde niños; nos equivocamos pues: tras ese borde sí que habita un monstruo, tiene tu misma cara. Nadie parece preparado para reconocerlo, para intentar volver atrás, todos saltan alegremente al abismo. Parecen haber olvidado por qué se acercaron hasta ahí.
Huyo a otro cuarto. Me escondo, no quiero ser visto, sobre todo no quiero ver a Teresa. Siempre en mis fantasías ella es una princesa y yo un vagabundo. Yo continúo siéndolo, pero comienzo a no tener adjetivos para ella. Esto es un dormitorio infantil, libros de cuentos en las estanterías, peluches. Todo está en su sitio y a la vez parece abandonado, olvidado desde hace mucho tiempo. Me siento en la cama sobre un cobertor de colores apagados por el tiempo y me fumo mi enésimo petardo del día. En el rincón, entre el armario y la pared hay una guitarra. Reconozco el momento, una canción es siempre un sentimiento, ese es el germen de la que brota; después crece en cualquier dirección para reírse o volverse sobre sí misma, pero en el principio es el mismo encogimiento del corazón, la expansión del alma.
Que pedante, pero no sé otra manera de explicar esos momentos en que soy más que yo mismo sin dejar de serlo. Cojo la guitarra e intento explicarlo, no encuentro palabras, no importa, he de recordar lo que siento y ya saldrán luego. Una canción es la confirmación de que algo realmente pasó. Esto es bueno, debería apuntarlo antes de que lo olvide.
Los sonidos de la fiesta me llegan amortiguados, pienso en como largarme con discreción, es fácil no creo que mi presencia o no –con Parches rondando por aquí– le importe demasiado a nadie. Puede que un poco a Teresa, no demasiado. Ella es tierna conmigo. ¿Cree tener algún tipo de deuda? No soy el traumatólogo que le redujo la fractura. ¿Su relación, su falta de relación conmigo, es una manera de fustigar a Javier? Ya estoy hecho a ese papel, me debe poner de vuelta y medía cuando no estoy delante. Mientras pienso mis dedos encuentran algo escondido entre el diapasón y las cuerdas, lo siguen, lo pierden, lo reencuentran y se les vuelve a escapar. Bufo y saco mi libreta del bolsillo y trabajosamente apunto acordes, calculo distancias en tonos y semitonos. Cambio la progresión de menor a mayor, luego vuelvo a la original... Lucho armado con lápiz, papel y tozudez contra todas esas cosas que un músico de verdad hace desfilar en su cabeza sin esfuerzo. Un músico de verdad, nunca lo seré, estoy convencido. No importa, hay un germen de melodía, mi pulgar ataca el bordón Pom Pom Pam... lo tengo. Espera, no lo aprietes, es como dicen que hay que sujetar una espada, como un pajarillo, no hay que apretar demasiado para no ahogarlo ni dejarlo tan suelto como para que escape volando. Vuelvo a tocar la progresión y un boceto de lo que puede ser un puente... Me siento absurdamente satisfecho, tanto que muchas veces es en este momento cuando lo dejo, abandono el instrumento sobre el soporte, convencido que cualquier repetición, cualquier prorroga solo conseguirá estropear el momento. Es mejor que la droga. Me gustaría poder compararlo con el sexo. Esto último es una broma magnífica y a la vez una realidad doliente. Río flojito y solitario y paso las páginas de mi cuaderno. Quisiera tocar está, repasar aquella, pero me estoy meando. Regreso a la fiesta, esta ha llegado al estado baboso, las luces amortiguadas ocultan nuestra bajeza. Todo el mundo es feliz, a todo el mundo se le cierran los ojos. Parches desde una altura imaginaria contempla su obra, nuestra obra y calcula los beneficios cuando se corra la voz.
He de salir de todo esto. Es la primera vez que lo pienso con todas las letras, no como un tensión en el estómago. Mientras orino veo manchas en los azulejos, cientos de diminutas gotas, un espray de sangre, la eyaculación de una jeringa, alguien se cree muy gracioso. Vuelvo a pensar en marcharme, pero el camino hasta la puerta me parece muy largo y me gustaba el dormitorio infantil con su guitarra española, sus pegatinas redondas pegadas sobre el diapasón. Regreso, doy un paseo por fuera del tono a ver cómo suena, mientras resigo las estanterías con la vista. No llego a poder leer los títulos en los estrechos lomos de colores, pero los reconozco como libros llenos de ilustraciones, impresos en papel muy satinado para hacerlos más fáciles de limpiar. Los peluches son asexuados, no hay ninguna muñeca, ni pistolas de juguete. Un monito de peluche y carita de plástico sonríe apoyado en un radiocasete rosa y azul. Más allá descubro un comediscos, un engendro con el que se pueden escuchar discos de 45rpm introduciéndolos a través de una ranura; el tope de la gama, junto a la bicicleta y las pistas de coches de carreras en juguetes para niños. Algo inalcanzable para mí de chavalín; debería comprarme uno. Toco una canción que habla de eso y después Ladrón de Discos y también Llegas Tarde y una vez más me convenzo de que son buenas, sí que lo son, son auténticas, sufridas, luchadas y bla bla bla y que no me importan que desparezcan en el aire, porque ¿no es ese el fin de todas las canciones? Entonces vuelvo a ir a mear, regreso y vuelvo a tocar, durante un rato más, pero ya no estoy solo porque el estupor comienza a pasársele a la gente y claro, es la fiesta de la chorba de un músico y hay unos cuantos de estos impresentables y nos pasamos la guitarra y cantamos chorradas y vuelvo a casa pensando que ha sido una fiesta estupenda y que no tengo que hacer caso al encogimiento continuo que siento en el pecho.
Mientras los científicos siguen jugando te contaré una cosa, un episodio, que, aunque no lo parezca, después tiene cierta importancia.
Si algo saco de esto parece que va a ser un nuevo mote: Gordon. Vale, es muy parecido al de siempre, pero aun así es una excepción. Intenté que otros se me pegaran, pero fue imposible. Probé con el Buda de Malasaña, nada, ya estaba cogido, qué decepción. ¿Qué tal el Gólem de Fuencarral? ¿La Masa de Entrevías? ¿El Kraken de la Vaguada? Imposible, todos lo motes chulos me acababan resbalando y Mister Teflón tampoco estaba libre. Al final solo me quedo Gordo, el eterno y fiel Gordo.
No es bueno tener siempre el mismo mote, al final siempre llega a los oídos de los malos y normalmente con él tienen suficiente para empezar. Después si se enteran de que Gordo no se mueve por mariconadas y que dicen que conoce gente, se motivan y no queremos que se motiven.
Yo soy el Gordo, estoy ahí, metido en medio de todo, desde ya hace años, casi desde el principio. ¿Cuándo fue el principio? Si me preguntas te diría que toda esta sobreexposición mediática empezó con un entierro. Sí, el del batería de no sé quién. Con el entierro no, cojones, con el concierto que juntó a todos los novísimos aquellos con los periodistas con columnas que rellenar. No estaba, pero me lo contaron de primera mano. A todo le descubro una cierta simetría, también a esta movida que empezó con un entierro y acabará con uno, o con un mogollón, con el mío si no ando con ojo.
Últimamente la gente tiene la mala costumbre de morirse –a nadie parece importarle, se juegan cosas más importantes delante y en la retroscena, solo a los propios muertos o a lo mejor ni a estos–. La diva suprema opina que en este negocio –sí, negocio, hace mucho que nadie lo ve como una forma de arte, quién así lo asegura miente– lo más fácil es diñarla estrellándote con un automóvil en alguna carretera perdida, entre dos fiestas mayores. Está muy equivocada, yo lo que creo que lo que se está cargando a la juventud de este país es mezclar Rohypnol y Heroína. Como puedo conseguirte ambos, ¿en qué me convierte esto?
Juventud hedonista y malcriada, suburbial y desesperanzada, solitaria y egoísta. Se escucha que por el Norte es el mismo gobierno central el que introduce el polvo, con el maléfico propósito de desmovilizar a la juventud de las luchas sociales, sindicales y nacionales. Sería fantástico que así fuera, significaría que el gobierno al menos tiene planes y la decisión para llevarlos adelante. A mí no me hacen falta teorías conspiratorias, si algo se puede explicar por la estupidez de los implicados... seguro que esta es la causa.
Las calles de todas las ciudades se llenan de zombis; jóvenes sucios y subalimentados que piden limosna, roban o ambas cosas, solo pendientes de la próxima dosis de felicidad hidrofílica, opiácea, instantánea. Es lo que tiene la felicidad sintética: es alcanzable, real. La otra nadie puede asegurar que exista.
–¿Qué se cuenta por ahí, Gordo? –me dice cualquiera.
Una cuenta atrás, eso es lo que se cuenta. Alguien te saluda hoy y mañana te enteras de que está muerto. Hay un floreciente mercado de la rehabilitación con proveedores laicos y religiosos, estatales y privados, científicos y esotéricos.
–Exageras, Gordo.
¿Exagero? Eso es porque tú no ves los fajos de billetes, estos grandes billetes de la época, atados con gomas, dentro del recinto construido bajo una baldosa en mi cutre habitación. Ni los otros enterrados en agujeros de las Guillerías, dentro de latas a más de cuatrocientos kilómetros de aquí.
–¿Estás libre Gordo?
No siempre, trabajo mucho. Cargo y descargo, trepo por torres cada vez más altas, más inmensas, con focos igual de intimidatorios y doy luz y sonido a espectáculos cada vez más elaborados, más organizados, más predecibles. Me sorprendo observando a los clones de los clones de propuestas anteriores, con todas sus aristas limadas y empujados por el ano del gran público. ¿No queríais esto? Tomad, tomad, tengo más. Lo que era alternativo ahora es generalista. No me importa, nunca me pareció excepcional, aunque ¿qué importa mi opinión?
Los locales cierran, no hay sitios donde tocar, se endurecen los requisitos de seguridad, la burocracia, las reordenanzas urbanísticas municipales, intentan –y consiguen– expulsar los pequeños escenarios de sus enclavamientos originales hacia extrarradios industriales subpoblados, donde solo se puede llegar en coche y están construidos en el terreno del cuñado de alguien. ¿O eso pasó antes? ¿Quizá después? No pongas esa cara, hemos sido deglutidos por el sistema, ya solo somos mierda seca, un subproducto de la hostelería, de la industria del entretenimiento.
Bum Bum se larga sin despedirse, creo que ha vuelto al Norte, perseguido por fantasmas reales o imaginarios. Bam Bam amanece muerto, no quiero hablar sobre ello; ¿era mi amigo? Su habitación estuvo años puerta con puerta con la mía. Le oía. No déjalo, no importa, no quiero pensar en ello, todavía.
En la televisión todo esto no pasa. En ella el país se moderniza a pasos agigantados, se estandariza, se normaliza y todos se sienten muy orgullosos. Todo el esfuerzo invertido en superar errores del pasado ha fosilizado en un autismo hacia el presente. Como mi propio autismo hacia la consecuencia de mis actos.
Toco la guitarra, escribo canciones, fusiono estrofas que viven solitarias en páginas diferentes de mi cuaderno, veo como intercambian sus versos y como se vuelven a separar, creo que hay una veintena, poco más, en una libreta de hojas sin pautar. Escritos a lápiz los versos se borran con el roce de las hojas. Eso me gusta, es como la misma música que acaba esfumándose en el aire. Mis versos y yo avanzamos por las hojas, siempre hacia adelante. Hay pequeños agujeros de borde oscuro en el papel que escribo ¿por qué? Siempre tengo un petardo en la boca y no soy muy cuidadoso a la hora de deshacer la resina de hachís y voy derramando pequeñas piedras incandescentes en todas direcciones, como el volcán más pequeño del mundo. Pedazos ardientes que cuando caen el papel lo traspasan, igual que a mis camisetas, las sabanas,... Todo lo que me rodea vive en permanente peligro de incendio. Un día me duermo con un peta en la mano, me hago un gran quemazo en el cuello y de paso le pego fuego a la cama. Lo ignoro, solo es una cicatriz más.
Sueño que tengo el alma llena de pequeños agujeritos por donde se me escapa la vida en forma de esperanzas rotas. Me despierto furioso y comienzo una larga lista de palabras y lugares comunes que prohibiré incluir en las canciones, el hipotético día que sea nombrado dictador supremo de la música pop. La encabeza esperanzas rotas.
–¿Cómo estás?
Reconozco su voz al instante, ella nunca me llama Gordo, me resulta extraño es como tener una identidad diferente, una que guardo solo para ella, en un ropero cojo que hay en un rincón de mi mente.
–Estupendamente –miento– me alegro de oír tu voz. ¿Cómo va la vida en el firmamento?, con las otras estrellas, ¿se entiende lo que digo? ¿Es muy rebuscado?
–Se entiende. ¿Qué estás escribiendo?
–¿Cómo sabes lo que estoy haciendo?
–Te pones pedante con un lápiz en la mano.
–A veces me asustas. Mentira, siempre me asustas.
–Eso seguro que es de una canción, esas frases las sueltas para ver si funcionan.
–¿Eso hago?
–Si fueras tú solo.…
La sombra de Javier es alargada. Se interpone entre nosotros si es que hubiera un nosotros que no lo hay. Hay un ellos, hay un yo.
–¿Cómo está Javier?
Me importa una mierda, pero claro es su pareja y considero de buen gusto preguntarlo. Soy un tipo educado, creo. La urbanidad siempre me ha costado poco.
–¡Oh! Es un genio... y tal, el resto de los mortales seguimos su estela, o lo intentamos. ¿Qué haces este finde?
–Trabajo.
–¿Tienes un bolo?
–El bolo lo tiene otro, yo monto... y tal; como dices tú.
–¡Qué mierda!
–Es un trabajo y Julio es un buen tipo.
–¿Julio? ¡Oh cielos que nivel!, ¿cómo es?
–Invisible. Solo le veo salir y entrar del camerino. Su padre, el Doctor, es simpático.
–Una vez coincidimos, tiene las manos muy largas.
–Joder con el abuelo.
–¿Crees que tus amigos de Miami podrán prescindir de ti un rato el Domingo por la tarde? Es mi cumpleaños, hacemos una pequeña soire.
–Es una palabra divertida, pero no sé qué significa.
–Significa... Fiesta. Tonto.
Ella continúa hablando, quién viene, quién va. A quién se espera, todo acompañado de muchos por favor, por favor. Me es imposible negarme, quizás sigo enamorado de ella, un poco, seguro, pero bueno, no es mi único amor imposible. Soy promiscuo en amores imposibles, bucólicos, platónicos,... Ya me entiendes, soy gordo. Gordo. El gran Gordo.
Acepto, claro. Lo haría, aunque solo fuera por ver la cara de desagrado del pequeño Jota. Hace mucho que cree que se ha librado de mí. Otros le abren y le cierran las puertas. Se mueve en otra esfera, está a punto de dar el salto definitivo, la América de habla hispana le está esperando, le susurra en los oídos su nuevo productor. Tiene calidad, solo le falta un poco de compromiso, que se traduzca en más dinero por parte de la compañía. Ésta es reticente, en el negocio no se vive solo de genio, hace falta un poco de disciplina, continuidad, Jota la tiene, pero para objetivos y causas que no coinciden necesariamente con los de la compañía.
Me chivan que está en una espiral descendente autodestructiva de la que solo remonta a golpes de inspiración. No sé si creerlo, la mentira y la envidia son miembros fundadores de nuestro gremio y mis espías voluntarios tienen el raro don de intuir mejor que uno mismo lo que te gustaría escuchar. No es ningún secreto que Javier y yo venimos del mismo sitio y él va camino del número uno y yo... bueno, yo dirigir cuadrillas de tipos que montan escenarios no es lo mismo. Idiotas, huelen mi aversión, pero equivocan las causas. Creo. Hasta a mí me sueno pedante.
Llega el domingo y del fondo del armario rescato un traje a rallas adecuadamente apedazado y ensanchado con trozos de tapicería damasquinada y una camisa color crema de cuello y puños enormes. Me examino en el espejo tengo una facha imponente, parezco el cochero de Napoleón intentando aparcar en Waterloo. Recuerdo a los catorce años, ver mi cara reflejada en el espejo de un ascensor y decidir no volver a mirarme nunca más en uno. Pobre muchacho. ¿Sentir pena de uno mismo se puede considerar un hobby?
Voy retrasado, intento coger un taxi, pero ninguno de los dos ante los que alzo la mano se detiene. A la mierda, cojo un autobús y cruzo la ciudad de punta a punta, mirando las caras que suben y bajan en las paradas, sintiéndome de una raza diferente.
El piso es enorme, creo que pertenece a la familia de Teresa y que residen en él por algún convenio temporal del que no conozco los detalles. Javier se ufana de sus orígenes humildes a poco que le des la oportunidad. Yo sé que hay diferentes grados de humildad, o creía que lo sabía. Todo lo que creía saber sobre el mundo, sobre la música, sobre el trabajo, se me ha ido desdibujando, desapareciendo. Me estoy volviendo, al fin, un adulto y se está produciendo en mí un proceso inverso al que esperaba, no adquiero con la edad más comprensión de las cosas, sino que estas se vuelven más confusas, más complejas. Todo tiene su contrario que se presenta simultáneamente. ¿Siente toda esta gente que sonríe con copas en las manos lo mismo? Seguramente, si fuman la misma cantidad de hierba que yo.
Parches entra por la puerta y me guiña un ojo. Todavía tenemos trapis, muchos trapis, comunes. Desconfío de él, desconfío de todos, más de él que me es cercano, tiene una delgadez metálica, afilada, es una navaja con dos patas. Desde el rincón observo como cruza acompañado de uno de sus primos la sala con un aire furtivo y a la vez exhibicionista y como sin esfuerzo arrastra magnéticamente con él a unos cuantos individuos que solo consiguen cruzarle alguna palabra suelta. Sin duda su objetivo es el príncipe reinante, el consorte de la homenajeada. Los veo saludarse fríamente y desaparecer tras la puerta al fondo de la sala. Mientras, una canción desde el estéreo proclama la aceptación de la total individualidad, del solipsismo, el pensar solo en uno mismo; es triste y ardiente, suave y áspera, es una buena canción. Pienso en Parches, recuerdo el día en que murió el grupo, no consigo creer en su tibia familiaridad. Siempre ha sido un nota de convicciones tan estúpidas como intensas, creo que esconde profundos odios que ganan en intensidad con el tiempo, como algunos vinos ganan bouquet. ¿Lo crees exagerado? ¿Me domina la paranoia? Sí, pero míralo ahora que sale de la habitación y acepta ser abordado por otros; mira esa tensión automática, esos labios despectivos, su decisión de ignorar a todo el mundo, ese afán de prevalecer. Todavía le escuece la hostia, las hostias, que le metí por bocazas, él solo espera su momento. Que espere. Todavía tengo alguna más si no se fue bien servido.
Teresa me ve y me saluda alegre, pero en seguida ella también se ve atraída hacia los rincones donde la gente desaparece para reaparecer unos minutos después más lívidos, más brillantes y verborreicos mientras inconscientemente sus dedos parecen buscar insectos que corren por su cara, por sus cuellos. Alguien vomita contra la pared y provoca más gestos de resignación que de desagrado. ¿Cuánto de esto es mi obra?
Nada de lo que veo es un espectáculo nuevo, la droga ha ido invadiendo las bambalinas de mi mundo como una mancha de aceite que se expande sobre el agua. Lo gracioso es que la historia al principio tuvo hasta un sentido, era una protesta, un rechazo a lo anterior, un intentar demostrar que era posible caminar hasta el borde y que allí no te estuviese esperando uno de los demonios, de los monstruos, con los que nos habían estado asustando, controlando, desde niños; nos equivocamos pues: tras ese borde sí que habita un monstruo, tiene tu misma cara. Nadie parece preparado para reconocerlo, para intentar volver atrás, todos saltan alegremente al abismo. Parecen haber olvidado por qué se acercaron hasta ahí.
Huyo a otro cuarto. Me escondo, no quiero ser visto, sobre todo no quiero ver a Teresa. Siempre en mis fantasías ella es una princesa y yo un vagabundo. Yo continúo siéndolo, pero comienzo a no tener adjetivos para ella. Esto es un dormitorio infantil, libros de cuentos en las estanterías, peluches. Todo está en su sitio y a la vez parece abandonado, olvidado desde hace mucho tiempo. Me siento en la cama sobre un cobertor de colores apagados por el tiempo y me fumo mi enésimo petardo del día. En el rincón, entre el armario y la pared hay una guitarra. Reconozco el momento, una canción es siempre un sentimiento, ese es el germen de la que brota; después crece en cualquier dirección para reírse o volverse sobre sí misma, pero en el principio es el mismo encogimiento del corazón, la expansión del alma.
Que pedante, pero no sé otra manera de explicar esos momentos en que soy más que yo mismo sin dejar de serlo. Cojo la guitarra e intento explicarlo, no encuentro palabras, no importa, he de recordar lo que siento y ya saldrán luego. Una canción es la confirmación de que algo realmente pasó. Esto es bueno, debería apuntarlo antes de que lo olvide.
Los sonidos de la fiesta me llegan amortiguados, pienso en como largarme con discreción, es fácil no creo que mi presencia o no –con Parches rondando por aquí– le importe demasiado a nadie. Puede que un poco a Teresa, no demasiado. Ella es tierna conmigo. ¿Cree tener algún tipo de deuda? No soy el traumatólogo que le redujo la fractura. ¿Su relación, su falta de relación conmigo, es una manera de fustigar a Javier? Ya estoy hecho a ese papel, me debe poner de vuelta y medía cuando no estoy delante. Mientras pienso mis dedos encuentran algo escondido entre el diapasón y las cuerdas, lo siguen, lo pierden, lo reencuentran y se les vuelve a escapar. Bufo y saco mi libreta del bolsillo y trabajosamente apunto acordes, calculo distancias en tonos y semitonos. Cambio la progresión de menor a mayor, luego vuelvo a la original... Lucho armado con lápiz, papel y tozudez contra todas esas cosas que un músico de verdad hace desfilar en su cabeza sin esfuerzo. Un músico de verdad, nunca lo seré, estoy convencido. No importa, hay un germen de melodía, mi pulgar ataca el bordón Pom Pom Pam... lo tengo. Espera, no lo aprietes, es como dicen que hay que sujetar una espada, como un pajarillo, no hay que apretar demasiado para no ahogarlo ni dejarlo tan suelto como para que escape volando. Vuelvo a tocar la progresión y un boceto de lo que puede ser un puente... Me siento absurdamente satisfecho, tanto que muchas veces es en este momento cuando lo dejo, abandono el instrumento sobre el soporte, convencido que cualquier repetición, cualquier prorroga solo conseguirá estropear el momento. Es mejor que la droga. Me gustaría poder compararlo con el sexo. Esto último es una broma magnífica y a la vez una realidad doliente. Río flojito y solitario y paso las páginas de mi cuaderno. Quisiera tocar está, repasar aquella, pero me estoy meando. Regreso a la fiesta, esta ha llegado al estado baboso, las luces amortiguadas ocultan nuestra bajeza. Todo el mundo es feliz, a todo el mundo se le cierran los ojos. Parches desde una altura imaginaria contempla su obra, nuestra obra y calcula los beneficios cuando se corra la voz.
He de salir de todo esto. Es la primera vez que lo pienso con todas las letras, no como un tensión en el estómago. Mientras orino veo manchas en los azulejos, cientos de diminutas gotas, un espray de sangre, la eyaculación de una jeringa, alguien se cree muy gracioso. Vuelvo a pensar en marcharme, pero el camino hasta la puerta me parece muy largo y me gustaba el dormitorio infantil con su guitarra española, sus pegatinas redondas pegadas sobre el diapasón. Regreso, doy un paseo por fuera del tono a ver cómo suena, mientras resigo las estanterías con la vista. No llego a poder leer los títulos en los estrechos lomos de colores, pero los reconozco como libros llenos de ilustraciones, impresos en papel muy satinado para hacerlos más fáciles de limpiar. Los peluches son asexuados, no hay ninguna muñeca, ni pistolas de juguete. Un monito de peluche y carita de plástico sonríe apoyado en un radiocasete rosa y azul. Más allá descubro un comediscos, un engendro con el que se pueden escuchar discos de 45rpm introduciéndolos a través de una ranura; el tope de la gama, junto a la bicicleta y las pistas de coches de carreras en juguetes para niños. Algo inalcanzable para mí de chavalín; debería comprarme uno. Toco una canción que habla de eso y después Ladrón de Discos y también Llegas Tarde y una vez más me convenzo de que son buenas, sí que lo son, son auténticas, sufridas, luchadas y bla bla bla y que no me importan que desparezcan en el aire, porque ¿no es ese el fin de todas las canciones? Entonces vuelvo a ir a mear, regreso y vuelvo a tocar, durante un rato más, pero ya no estoy solo porque el estupor comienza a pasársele a la gente y claro, es la fiesta de la chorba de un músico y hay unos cuantos de estos impresentables y nos pasamos la guitarra y cantamos chorradas y vuelvo a casa pensando que ha sido una fiesta estupenda y que no tengo que hacer caso al encogimiento continuo que siento en el pecho.