La pérdida
Puede que un hipotético espectador o lector –tú, trozo de idiota–, haya terminado sintiendo una injustificable cercanía hacia mi persona. Es comprensible tras el bombardeo de frases hechas, menciones a sitios donde casi estuviste y citas de cosas que tú y yo sabemos. ¿Debería felicitarme por ello? ¿Por conseguir el qué de ti?, ¿tu atención primero, tu perdón después? Que te jodan. No me hace falta ni una cosa ni la otra. Así que antes de que empieces a sentir pena penita pena porque un idiota me apunta con un arma –de esto me ocuparé en seguida–, quiero que vuelvas conmigo a darle un vistazo al pasado. Queda alguna cosa que quiero explicarte, vamos juntos a ese momento de la historia en que el mundo que conocí en mi juventud, en mi primera forzada madurez, está colapsando.
Confirmado: El futuro hace tiempo ya que nos está cayendo encima. Hemos vivido quemando aditivos e ilusión como combustible hasta que ambos se acabaron y nos precipitamos al vacío que nos espera allá abajo. He sido más afortunado que los demás, no he cabalgado hasta la tumba, ni hasta Carabanchel a lomos de un corcel desbocado y mi precoz tacañería me ha proporcionado un cierto colchón económico. En este último verano –que nadie sabe que lo es– hay trabajo y yo lo aprovecho. Giro por la península, montando y desmontando en un viaje sin fin. Hace mucho tiempo que no regreso a la ciudad que podía haber llamado casa y la capital nunca será un hogar para mí. Aunque llevo ya… ¡siete años!, rondando por aquí.
–Siete años, esa es la vida de un grupo, desde que comienza hasta que desaparece.
–No creo que se pueda contar así, que sea una cantidad tan fácil de medir.
–Los Stones llevan más tiempo.
–Llevan mucho más tiempo sin hacer un disco realmente bueno… o medianamente bueno y me da igual como me mires, es así y punto.
–La gente se quema.
–Su público abandona.
–Al final tienes que buscar un trabajo de verdad, no hay otra.
Esto último no sé si refiere a la hipotética banda de la que estamos hablando o a nosotros mismos –un grupo de tipos vestidos de negro que en el pasado hubiésemos sido llamados tramoyistas– encaramados a doce metros de altura, manipulando focos que siempre parecen un poco más pesados de lo que sería seguro manejar a esta altura. Estamos aquí, sentados como grajos, porque como siempre hay prisa y es más rápido subir aquí arriba, al puente, que hacer descender la parrilla entera a nivel de tierra para ajustar el peine. Solo es cuestión de tiempo que alguien acabe estrellándose allí abajo. Hace tiempo que pienso en ello, pero continúo un poco más.
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que este mundo –el del espectáculo– no es demasiado agradable, es una extraña mezcla de ilusiones perdidas, infántilismo y estallidos de euforia. Si continúo es porque, aunque solo soy un bufón en esta corte, al menos tengo un papel; todo lo demás me asusta. No sé si es verdad o mentira, pero suena bien, desde mi torre ilumino el mundo de allá abajo –no, esto no me gusta–. Quizá solo sea un bufón en esta corte, pero al menos conozco mi papel.
–Jefe, ¿Gordo? Despierta.
–Estoy despierto.
–Una mierda estás despierto. En cuanto te pones a tatarear tu mente se pira a otro lugar.
Es verdad, no puedo negarlo. Quizás sea un bufón en esta corte... Suena a ¿Dylan?, ¿qué Dylan? No es lo suficiente surrealista para muchos Bob’s, se entiende demasiado. Voz de pegamento y arena, parece mentira, pero funciona. No sé si alegrarme o santiguarme, pero es lo que es. Fantaseo con vivir en una comedia musical, una zarzuela eléctrica, una ópera rock. Ser consciente de la letra y la música de la vida en una canción, fumarme la vida, dejar detrás mío un rock... ¡Mierda! Hoy mis pensamientos flotan. Acabaré desparramándome.
Puede que ahora mismo, pero no desde el punto más alto de un escenario sino desde la moto. He tomado demasiado deprisa la calle de la derecha, nada solo una pizca, pero he sentido el sabor de la velocidad. Con la motocicleta un poco más inclinada de lo habitual miro hacia la acera, con una parte de mi mente –con esa parte que está colocada y que últimamente parece estar siempre al mando– esperando una multitud rugiente que aplauda mi hazaña –para que veas como estoy de ido, de solo y hambriento de aplausos, de miradas de reconocimiento–. La acera es ancha, hay mucha gente entrando, saliendo, esperando frente a lo que me parece un ambulatorio, un centro asistencial, algo así. Hace muy poco traje a un chaval de la cuadrilla a que se mirase lo que resultó ser una distensión, ni siquiera lo recuerdo bien, solo como una oportunidad de escaquearme un rato del montaje y cambiarlo por la comodidad de un taxi y una sala de espera. Todas esas gentes que pueblan el chaflán me ignoran a mí y mis hazañas motociclistas –¡joder!, de entrada, no existen–. Todas menos una cara que me mira con reconocimiento y una tristeza inmensa. Es Teresa. Su cara ha perdido toda la carne y con ella el gesto de eterna esperanza y alegría.
Hace mucho que no sé de ella. Aquella fiesta de cumpleaños fue la última fiesta de cumpleaños. No hace falta que me explique nada, no necesito conocer ningún detalle. Este Madrid, este país, el mundo, está poblado de rostros como el suyo, nadie hace nada, solo miran hacia otro lado y aprietan más el bolso, el monedero contra el cuerpo. Enderezo la motocicleta y consigo meterla entre dos coches aparcados treinta, cuarenta metros después y la dejo aparcada sobre la acera entre otras muchas, cuelgo el casco de la cadena y retrocedo hacia la esquina buscando su rostro sobre un cuerpo largo como una caña, pero ya no está en la acera. Miro arriba y abajo, al frente, detrás mío, al cielo, no miro en mis bolsillos porque es imposible.
No quiero rendirme así que entro en el hospital, casa de socorro, lo que coño sea y vago como alma en pena por las plantas, por los pasillos y las salas de esperas ignorado por todos, ignorándome a mí mismo. Hasta que me canso y me siento en una silla vacía frente a una puerta con un rotulo que pone dermatología cinco. Es entonces cuando me pregunto qué hago aquí, qué espero, qué papel me quiero otorgar en esta tragedia. Recuerdo cuando era niño y le rezaba a Dios pidiéndole que me pusiera en la situación en que yo fuera necesario, decisivo, heroico y pudiese purgar de una tacada, el precio, el castigo de ser yo. La puerta dermatológica cinco se abre y una mujer, que podría ser un médico por su atuendo y la tablilla que lleva en la mano, me interpela:
–¿Felipe Spada, Joaquín? ¿Es Usted?
–No, no lo soy –me veo obligado a contestar.
–¿Cuál es su nombre?
Y mientras ella mira el papel sujeto a la tablilla buscando en la lista quién le falta, además del tal Joaquín, yo intento recordar cuál es mi nombre y por qué renuncié con tanta facilidad a él a cambio del de Gordo, que es ligeramente denigrante en esta sociedad en que vivo. No tengo ninguna respuesta que no se pueda usar como letra de una canción.
–Perdí mi nombre. Voy a buscarlo.
La doctora –o enfermera, o secretaria-recepcionista, o alucinación– me ve marcharme sin la menor sorpresa, vuelve a echar un vistazo a la sala vacía y cierra despacio la puerta y se prepara para volver a casa, mientras yo regreso a la calle, a mi motocicleta y con ella a casa, al trabajo, pero podría ser ir a cualquier otro sitio, porque siento que ya solo me queda dejar pasar el tiempo. Y cada día abro los ojos y encuentro el mismo mañana esperándome, porque el tiempo, mi tiempo se ha detenido, y aunque no sé por qué espero, en la semioscuridad del backstage a que comience el espectáculo principal del que soy servidor y esclavo. Espero, espero, espero la señal. Y esta llega.
–Estoy muy contento de estar aquí otra vez con vosotros –Afirma Jota.
El público ruge. Bueno, más o menos. Este público es muy modosito, ha conseguido en un concurso las entradas para asistir a la grabación del especial de navidad –que se graba a principios de diciembre–. El realizador no quiere ningún error y ha instalado rótulos luminosos a ambos lados del escenario que se iluminan demandando aplausos o silencio cuando él considera que es necesario. Singularmente la música es en directo. Es un show televisivo de calidad. Las celebridades interpretan sus éxitos y novedades acompañados por la orquesta de la cadena. Solo lo mejor para nuestro querido público, sea cual sea este y su estado etílico en el momento que se produzca la primera emisión. Hay que pensar que al día siguiente durante la plácida tarde volverá a ser emitido y tendrá también una gran audiencia, una audiencia con más espíritu crítico. Las filmaciones irán a parar al archivo como documento gráfico de quienes éramos y quienes quisimos y no pudimos ser.
No he seguido la carrera de Javier, su paso por las Américas más que de refilón. El éxito masivo le continúa resultando esquivo. Es bocado para paladar exigente, invitado de lujo en grabaciones de otros, opinador consultado sobre todo. Ha tenido un número uno, brutal, excesivo, pero no interpretado por él, sino por un tipo que nunca había versionado a nadie que no fueran poetas fallecidos, preferentemente fusilados. Cuando uno de los popes eternos, incuestionables y combativos de eso que se da a llamar la canción de autor canta una tonada tuya sin duda ya tiene la suficiente legitimidad para proclamar:
–Quisiera verme como un poeta eléctrico.
Escuchar otra vez por su boca una de mis frases, mis elucubraciones, no aumenta mi antipatía hacia él, esta es tan grande que cubre todo el horizonte de acontecimientos de nuestra imposible y lejana relación. Le escucho soltando perlas de sabiduría, no sé cuánto es realmente fruto de su ingenio y cuanto es mal traído de otros. Hay una voz en el fondo de mi tarro que me dice que no importa, porque ¿no es toda obra artística la evolución de otra? Si sorprendo una frase, un giro en una conversación en el metro, si robo un sentimiento que no es mío y lo llevo a una canción, ¿no es un plagio también? ¿Es la mirada del artista la que crea el arte? Se acepta así. Es el artista el que con su mirada transforma una taza de WC en un bibelot. Otra voz en mi cabeza me dice que el tipo que dijo que su mirada era capaz de hacer eso sabía muy poco de fontanería, si no no vería algo en lo que no hay. La mirada del artista es ignorante.
–¡Gordo! Todavía ruedas por el mundo.
Me giro. La estrella en persona ha detenido su camino entre los camerinos y el escenario para dirigirse a mí, para tenderme la mano, por un segundo dudo entre aceptarla o golpearle con el rollo de cable XLR, enfundado en aislante de primerísima calidad, grueso y negro, que llevo en la mano, pero a estas alturas ya sabes que recurro a la violencia solo irreflexivamente y ante provocaciones más primarias, infantiles. Si me da tiempo a pensar no levanto los brazos.
–Solo me dejo llevar.
Le digo mientras acepto su mano. Su cara dibuja una gran sonrisa que me parece irónica, desagradable, mientras agita mi mano arriba y abajo. Va acompañado de una reducida guardia: una chica de producción, un tipo de traje sin corbata que pide y pide y una chica más, esta alta y de ojos enormes, que no puede evitar mirar alrededor fascinada. Examino a Javier, mientras ejecuta para este reducido grupo su número de soy consciente de mis raíces, no olvido de donde vengo y ni el tiempo, ni la fama, ni la pasta, ni vuestra adoración podrá cambiar esto. Es un número bastante largo. Por debajo, en la retroscena de nuestra conversación, de su monólogo, hay como siempre un desafío, una venganza, un deseo de ponerme en mi sitio, que será el que él decida.
–Conozco a Gordo desde el principio. ¿No es así Gordo?
–Desde el puto Big Bang.
–Así es.
Cuenta anécdotas estúpidas y falsas sobre ello, desafiándome con la mirada y una sonrisa cruel de dientes apretados a que le contradiga, pero yo solo asiento y sonrío mientras mis manos recogen más y más cable. Miro a la muchacha, no se parece nada a Teresa y a la vez es exactamente ella. Como si fueran hermanas, una sonrisa como toda defensa ante el mundo. Sonrisa que se hace más falsa y más grande cuando dejo demasiado tiempo mi mirada en la suya. La chica de producción interrumpe suavemente la conversación, Javier acaba el chiste, me vuelve a saludar y sigue su camino. Yo continúo recogiendo cable. Me siento vacío, mis manos han perdido toda la fuerza, son algo flácido al final de mis brazos. No quiero engañarme: todo ha sido nada. Escogí un camino que llevaba a ninguna parte, tengo el corazón encogido. Intento poner en frases lo que siento, dar palabras a mi desconsuelo. Solo me salen frases que podrían ser versos, versos que podrían ser canciones. Canciones que nadie escuchará nunca. ¿Hay alguien más que se sienta así? ¿Tú también estás buscando respuestas en los surcos de los discos? No está mal, un poco antigualla, pronto ya solo tendrán discos los snobs.
La música llega desde el escenario, se detiene. Hay un problema de iluminación y tengo que mover la cuadrilla en una dirección y luego en otra. Un foco es sustituido, una línea tiene que ser desplegada hacia el grupo electrógeno de respaldo, un ruidoso armatoste aparcado en el exterior del estudio, lejos del insonorizado ambiente interior. Yo mismo me cargo al hombro el cable y cojo el pesado balastro con una mano alimentando mi leyenda y de paso huyendo un rato del plató hacia el exterior.
Miro el cielo, hace días que está así, tan cansado y aburrido como yo, incapaz de decidirse entre llover o dejar pasar el sol. Envidio a Javier, le envidio profundamente; ha conseguido, está consiguiendo, aquello que se proponía, recibiendo todas esas dosis de atención y reconocimiento que yo siempre he deseado, que me he negado a aceptar que deseaba.
Quizá ya solo me quede asumir que no hay nada de esto para mí, que no lo merecía o sí, pero no importa, porque la vida no es justa, ni siquiera larga o comprensible, que debo conformarme con lo que tengo, olvidar mi pretensión de ser un creador, conformarme con ser un espectador, conformarme con ser nada. Enciendo un petardo que llevo apagado en el bolsillo y le doy un par de caladas ansiosas, aprovechando la soledad del patio. Decido no pensar más en ello, dejar de sentir pena de mí mismo, al fin y al cabo, estoy vivo, tengo un dinero, soy un jefecillo de esta movida, la obra de millones de músicos se perdió antes de la mía. ¡Joder!, antes no había discos.
Estoy ciego. Guay. La mota hace milagros.
Puede que el día no esté muy claro, pero siempre lo estará más que tras las bambalinas cuando ya se ha alzado el peine. Dentro del estudio me guio por la música, allí al frente, suena algo que me resulta conocido. Todo te puede resultar conocido, siempre se te cuela un cuarta–quinta–tónica o tónica–relativa menor. Todo puede resultar nuevo cuando combinas dos cosas sencillas. Me detengo. Definitivamente reconozco lo que escucho. Mierda, lo ha vuelto a hacer. Eso que rasguea es Ladrón de Discos, no hay duda, el arreglo orquestal es más elaborado, ¡qué coño! nunca tuvo arreglo más que en mi cabeza, pero lo es... ¡Calla, escucha!
Ha cambiado la letra, ¿es mejor canción?, no demasiado. La tercera estrofa es toda suya. Es blandengue, como todas sus mierdas. Nunca llegué a la tercera estrofa. Ladrón de Discos todavía dormita en mi libreta, esperando su momento. Mi libreta, mis libretas, un ejército alineado en su cajón, en casa. No creo que Javier sepa donde vivo, ni que le interese. Nunca ha aparecido por uno de mis bolos, desde, ¡joder! BB todavía estaba vivo y Ladrón de Discos no existía más que como un recuerdo infantil.
Estoy furioso, todo lo desvalido que me sentía antes se ha transformado en otra cosa. Tengo ganas de subir al escenario, coger a Javier de la pechera, zarandearlo, gritarle delante de todo el mundo, avergonzarlo por sus sisas continuas, exigiéndole que devuelva todo lo que no es suyo. Que me devuelva mis versos, la sonrisa de Teresa; la dignidad de su madre, mi jodido JCM800, la batería de Parches... todas esas cosas que sé que se ha llevado y todas las otras que no lo sé, pero seguro. Que todos vean su ser primordial y luego arrojarlo al foso de la orquesta.
Quedaría como un imbécil. Le aman. Les ciegan sus poses, el eco de sus supuestas vivencias reflejadas en sus canciones. El público ha decidido amar a Javier o al menos darle el beneficio de la duda. Respiro, intento apaciguar mi furia, asfixiarla, cada día es más difícil controlarla, sé que al final explotará contra alguien, si no que contra mí mismo.
–Gordo, ¿no hay luz en los camerinos? –me pregunta uno de los edecanes del realizador.
–¿Eso debería preocuparme?
–Ya sé que no, pero envía alguien a echar un vistazo, por favor, no encuentro a nadie de mantenimiento. Así producción dejará de calentarme la cabeza.
Es un buen tipo, yo también lo soy, le digo que ya me ocupo, tengo la cuadrilla distribuida y decido hacerlo yo mismo, huir de la primera línea. ¿Cuánto tiempo llevo haciéndolo? Los camerinos se abren a lado y lado de un pasillo de plafones. Se escuchan risas nerviosas y alguna interjección. Maquillaje retoca a un showman vasco de voz gruesa en el diminuto hall, donde normalmente los intérpretes, mientras esperan, beben agua mineral y observan en un televisor el desarrollo del show. Enciendo mi frontal y recorro el pasillo siguiendo con el delgado rayo de luz el recorrido de los cables que reposan en bandejas que cuelgan del techo. No tengo ni idea de cómo es la instalación, pero no debe tener ningún secreto, en alguna parte encontraré un diferencial, un magneto, que habrá saltado. El fondo del pasillo tuerce a la izquierda y se transforma en un cul-de-sac que se ha utilizado como almacén informal de lo que no sé describir más que como basura. Jodida basura amontonada que me tengo que entretener en retirar hasta conseguir acceder a un gran cuadro eléctrico protegido por una cubierta transparente. En el centro localizo una hilera de interruptores, tras su propia cubierta, que sobresale sobre el conjunto, hay dos descansando en su posición inferior, los levanto y con un clic la luz vuelve. Un murmullo de alivio recorre el pasillo antes de transformarse en un suspiro de decepción cuando con un clac vuelven a saltar y la oscuridad gana la batalla. Sobre el resalte de la caja de interruptores hay unos cuantos fusibles huérfanos, me imagino porque están aquí. Desenrosco los instalados –noto en mis manos que están calientes, casi queman– y los cambio antes de volver a armar los interruptores. La luz regresa seguida de un silencio expectante y a continuación de un tímido, humorístico, breve aplauso y la llegada de un tipo de mantenimiento que me da las gracias y se ofrece a recolocar todos los trastos que he movido. Acepto encantado y es cuando me doy cuenta el efecto sedante que han tenido los aplausos en mí.
Mientras regreso a mi puesto pienso en que ya no deseo matar cruelmente a Javier, el gran Jota, me conformo con castrarlo lentamente, con una cuchara. La ocurrencia me hace sonreír, hasta que la sonrisa se hiela en mi cara –sé que es una frase hecha, no se me ocurriría ponerla en una canción, pero es exactamente lo que me pasa, se queda allí, como dibujada bajo mi nariz, muerta como un bacalao seco– cuando veo salir de uno de los camerinos a Javier detrás de la joven larga, que intuyo ha decidido marcharse y poner fin a lo que sin duda es una discusión. Él intenta sujetarla por el brazo, pero ella se gira e intenta fulminarlo de una mirada, no sé si lo consigue, pero el gesto de Jota no es un intento demasiado serio de retenerla, así que ella se suelta con facilidad y desaparece por el pasillo. Javier se gira, dejando tras de él algo que me suena a un curioso cóctel de sorpresa y desagrado y un segundo antes de entrar en el camerino me descubre.
–Gordo, Gordo... Tienes el puto poder de estropearme las novias.
–No sé qué coño quieres decir.
–¿No lo sabes? Apareces con tu cara llena de granos y todas se ponen protectoras contigo.
–¿Protectoras? Bueno es saberlo. ¿Esta también? No la conozco, no creo haber hablado con ella nunca.
–Ya lo sé, bobo. Me prometí no dejarte acerca nunca más a ninguna.
–Bueno, lo has conseguido. Nos vemos luego.
Continuo mi camino, pero el corredor es estrecho, él no se mueve del centro y el resultado es que no hay suficiente espacio para que yo pase sin arrollarlo. Javier tiene las pupilas como cabezas de alfiler y eso en sus ojos azul topacio producen un efecto perturbador. Se siente muy bien, muy confiado. Parece un niño dispuesto a torturar una lagartija, un niño que te dice: mira, voy a ignorar su cola y a cortarle una de sus patitas. Cree que se está quitando una careta, lo hace porque su yo real me desagrada y él bebe, se alimenta de mi desagrado; no sé por qué se molesta en apartarla, yo hace mucho que sé verle sin ella.
–¿Qué te ha parecido la actuación? –pregunta.
–No la he seguido. Tenía trabajo, ya ves: impedir que peluquería les sacase un ojo a los clientes con las tijeras.
–Eres muy ocurrente, siempre lo has sido. Lástima que como músico... bueno creo que ya sabes lo que pienso sobre ti como músico. ¿No?
–No es ningún secreto, más o menos lo que yo pienso de ti como persona: limitado.
–Limitado. Ves eso es a lo que me refiero, tienes una habilidad con las palabras, para deshacer el nudo de una estrofa. Púas te idolatra, al final puede que tenga que darle su parte de razón. Hablando de partes –hace un gesto hacia la puerta del camerino– ¿quieres pasar a mi despacho? Podemos hablar de negocios, quizás hasta de… ¿pagos atrasados?
Me estoy volviendo a cabrear, en una forma diferente, no es una explosión de furia, es más como una cazuela que comienza a hervir en el fuego. Un agua que comienza a poblarse de solitarias burbujas gruesas que parecen ojos de pez.
–Así que ¿hablamos?
Acepto, detesto a Javier, pero de un tiempo a esta parte he descubierto que también detesto los focos, los cables, los andamios, las torres y todas las mierdas imprescindibles que llevan adelante el espectáculo y el cabrón ha hablado de dinero.
El camerino de Javier es pequeño y con ese aire de provisionalidad que tienen todos los camerinos, aun así, el que tenga un camerino individual cuando solo está aquí para grabar tres temas dice mucho del nivel que se le supone en el show business. No está lleno de ramos de flores, agentes de prensa y maquilladores personales, pero todo llegará. Javier se sienta en el sillón principal y me invita a hacerlo en un banco junto a la puerta. Nos quedamos mirando un segundo sin hablarnos. Levanta una revista situada estratégicamente y descubre una funda de CD donde descansan dos líneas de un polvo amarillento.
–Esta mierda es sensacional. ¿Quieres?
Niego con un gesto de la cabeza, él con un mohín de disgusto, aspira una de las rallas con un trozo de pajita de refresco, cierra los ojos e inclina la cabeza hacia atrás. Se queda así unos segundos, que se alargan hasta medio minuto. Ahora es él que parece una funda vacía, el resto de un hombre. Reacciona y continua la conversación como si nunca se hubiese interrumpido.
–Tú te lo pierdes... Ladrón de Discos, sabes yo también robé unos cuantos en mis tiempos. Sí, es un buen tema. Nunca se me hubiera ocurrido como argumento, claro debe ser porque nunca me pillaron.
–¿Solo robaste discos? ¿Ninguna otra cosa?
–Tampoco me pillaron.
Sonríe. En su sonrisa está todo el desprecio que siente hacia todos los idiotas, como yo, que se dejaron robar o coger.
–De todas maneras, Ladrón es una buena canción, tenías el germen de una buena canción.
–¿Cómo te hiciste con ella, Javier? ¿Entraste de noche por una ventana en mi casa?
–No tengo ni idea en que cuchitril vives, ni donde está. Fue Teresa, ¿sabes? ¿Recuerdas, la fiesta de cumpleaños? Tú escondido en un rincón lamiéndote las heridas. Eres un exhibicionista de tu frustración. Te sentaste en la cama donde ella durmió muchas veces de pequeña y te pusiste a maullar esperando que alguien te hiciera caso. En algún momento saliste a conseguir otra copa y ella simplemente le dio al play de su viejo radiocasete. Grabó veinticinco minutos del buen viejo Gordo unplugged. Estuvo quince días dándome la vara con lo brillante que eras y todo lo que debía hacer por ti, puso tantas veces la puta cinta que al final le pillé el rollo, siempre te acabo pillando el rollo. Teresa, joder, nunca entendió nada de este negocio, nunca entendió nada de sí misma, nunca…
Javier parece recordar algo que se le escapa, los ojos se le cierran, se obliga a despabilarse.
–… una mierda cojonuda. ¿Seguro que no quieres una poca?
–No seguro, tú ya has terminado, yo he de desmontar.
–Pringado.
Parece pensárselo un momento, mira a todas partes y a ninguna, sonríe y se inclina sobre el CD y sorbe la otra raya con rapidez, luego chupa con esmero el dedo que usa para limpiar los restos.
–...una mierda cojonuda.
Es la pura imagen de la felicidad, si la felicidad tiene que ver con la palidez y la laxitud. Cierra los ojos y se queda roque un largo minuto antes de continuar hablando ajeno a la desconexión.
–Gordo, no toda tu mierda es aprovechable, pero hay cosas que están bien. ¿No te lo he dicho? Puedo pagarte por ellas, comprártelas. Pierdes los derechos, los royalties claro, pero pillas una pasta, seguro. El mismo trato que con Púas. Sois mis muchachos, empezamos juntos, ¿no? Pondré tu nombre al lado del mío en los créditos, en Ladrón de Discos. En la cinta hay dos más que... podríamos... trabajar.
Continúa hablando, dejo de escucharle. Mi nombre al lado del de Javier en los créditos, eso me abriría algunas puertas. Pagar, ha hablado de pagar y soy un puto avaro codicioso, todo el mundo lo dice, hasta yo he acabado creyendo que recoger pasta porque no tienes una casa a la que regresar es ser codicioso. Dejo también de observar a Javier y me miro a mí mismo en el espejo, que cubre la pared tras él. Nunca me he gustado, físicamente hablando, creo que tendría un problema psicológico si con esa pinta que veo reflejada allí al fondo, rodeado de bombillas mates, me gustara. Que no me guste no significa que me odie, me desprecie o no me respete. Vale, he tenido que aceptar que con esta pinta nunca voy a ser una estrella, un cabeza de cartel, los tipos con mi cara nunca lo son en este negocio. No tengo tampoco la firmeza o la elasticidad de espíritu para ser un actor de carácter. Podría dar la pega como secundario y dejar que me pelaran en el segundo acto. A Púas no le ha ido tan mal, ha estado en América, respetuosamente un poco al lado, un poco más atrás. ¿Yo sabría estar ahí? Ser el secundario cómico de Javier, cuya voz se vuelve más pastosa y hace más paradas mientras parece buscar la palabra adecuada. Es igual no le escucho, pienso en Teresa, grabando mis canciones, a escondidas, intercediendo por mí ante el altar de Baal.
Pobre chiquilla, no sé si no entendía nada de este negocio, pero desde luego no entendía nada de Javier. ¿Por qué pienso en ella en pasado? Porque está muerta me contesta una voz interior. Porque él la mató. ¿Por qué dices eso? ¿Cómo lo sabes? Qué sabes de las mujeres, del amor, de las parejas.... Tu única guía es el comportamiento de los galanes en el cine. En mi imaginación disfrazado de John Wayne –¿recuerdas aquel chaleco de piel de vaca?– le sujeto de la pechera y lo levanto en vivo, acerco mi cara a la suya y le escupo más que hablo con mi voz más gruesa: eres malvado, Javier, rompiste una cosa hermosa solo por ver como se rompía. Eres malvado, Javier, no protegiste a la dama, la arrastraste a tu camino oscuro. Un camino oscuro del que yo no pocas veces me he ocupado del avituallamiento.
–¡Joder! Qué globo.
Javier se desliza por la silla y queda desarticulado en el suelo. Sufre dos, tres arcadas e intenta expulsar, vomito y bilis, pero tiene la cabeza en una posición que no ayuda. Dejo de mirarle, pienso en su propuesta, en las ventajas e inconvenientes que tendría para mi carrera, –sí, mi carrera; mi vida; mi yo–, mientras, miro el reloj en la pared y veo la aguja de los minutos avanzar lentamente. Quince minutos después, sin tomar ninguna decisión, salgo del camerino.
Puede que un hipotético espectador o lector –tú, trozo de idiota–, haya terminado sintiendo una injustificable cercanía hacia mi persona. Es comprensible tras el bombardeo de frases hechas, menciones a sitios donde casi estuviste y citas de cosas que tú y yo sabemos. ¿Debería felicitarme por ello? ¿Por conseguir el qué de ti?, ¿tu atención primero, tu perdón después? Que te jodan. No me hace falta ni una cosa ni la otra. Así que antes de que empieces a sentir pena penita pena porque un idiota me apunta con un arma –de esto me ocuparé en seguida–, quiero que vuelvas conmigo a darle un vistazo al pasado. Queda alguna cosa que quiero explicarte, vamos juntos a ese momento de la historia en que el mundo que conocí en mi juventud, en mi primera forzada madurez, está colapsando.
Confirmado: El futuro hace tiempo ya que nos está cayendo encima. Hemos vivido quemando aditivos e ilusión como combustible hasta que ambos se acabaron y nos precipitamos al vacío que nos espera allá abajo. He sido más afortunado que los demás, no he cabalgado hasta la tumba, ni hasta Carabanchel a lomos de un corcel desbocado y mi precoz tacañería me ha proporcionado un cierto colchón económico. En este último verano –que nadie sabe que lo es– hay trabajo y yo lo aprovecho. Giro por la península, montando y desmontando en un viaje sin fin. Hace mucho tiempo que no regreso a la ciudad que podía haber llamado casa y la capital nunca será un hogar para mí. Aunque llevo ya… ¡siete años!, rondando por aquí.
–Siete años, esa es la vida de un grupo, desde que comienza hasta que desaparece.
–No creo que se pueda contar así, que sea una cantidad tan fácil de medir.
–Los Stones llevan más tiempo.
–Llevan mucho más tiempo sin hacer un disco realmente bueno… o medianamente bueno y me da igual como me mires, es así y punto.
–La gente se quema.
–Su público abandona.
–Al final tienes que buscar un trabajo de verdad, no hay otra.
Esto último no sé si refiere a la hipotética banda de la que estamos hablando o a nosotros mismos –un grupo de tipos vestidos de negro que en el pasado hubiésemos sido llamados tramoyistas– encaramados a doce metros de altura, manipulando focos que siempre parecen un poco más pesados de lo que sería seguro manejar a esta altura. Estamos aquí, sentados como grajos, porque como siempre hay prisa y es más rápido subir aquí arriba, al puente, que hacer descender la parrilla entera a nivel de tierra para ajustar el peine. Solo es cuestión de tiempo que alguien acabe estrellándose allí abajo. Hace tiempo que pienso en ello, pero continúo un poco más.
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que este mundo –el del espectáculo– no es demasiado agradable, es una extraña mezcla de ilusiones perdidas, infántilismo y estallidos de euforia. Si continúo es porque, aunque solo soy un bufón en esta corte, al menos tengo un papel; todo lo demás me asusta. No sé si es verdad o mentira, pero suena bien, desde mi torre ilumino el mundo de allá abajo –no, esto no me gusta–. Quizá solo sea un bufón en esta corte, pero al menos conozco mi papel.
–Jefe, ¿Gordo? Despierta.
–Estoy despierto.
–Una mierda estás despierto. En cuanto te pones a tatarear tu mente se pira a otro lugar.
Es verdad, no puedo negarlo. Quizás sea un bufón en esta corte... Suena a ¿Dylan?, ¿qué Dylan? No es lo suficiente surrealista para muchos Bob’s, se entiende demasiado. Voz de pegamento y arena, parece mentira, pero funciona. No sé si alegrarme o santiguarme, pero es lo que es. Fantaseo con vivir en una comedia musical, una zarzuela eléctrica, una ópera rock. Ser consciente de la letra y la música de la vida en una canción, fumarme la vida, dejar detrás mío un rock... ¡Mierda! Hoy mis pensamientos flotan. Acabaré desparramándome.
Puede que ahora mismo, pero no desde el punto más alto de un escenario sino desde la moto. He tomado demasiado deprisa la calle de la derecha, nada solo una pizca, pero he sentido el sabor de la velocidad. Con la motocicleta un poco más inclinada de lo habitual miro hacia la acera, con una parte de mi mente –con esa parte que está colocada y que últimamente parece estar siempre al mando– esperando una multitud rugiente que aplauda mi hazaña –para que veas como estoy de ido, de solo y hambriento de aplausos, de miradas de reconocimiento–. La acera es ancha, hay mucha gente entrando, saliendo, esperando frente a lo que me parece un ambulatorio, un centro asistencial, algo así. Hace muy poco traje a un chaval de la cuadrilla a que se mirase lo que resultó ser una distensión, ni siquiera lo recuerdo bien, solo como una oportunidad de escaquearme un rato del montaje y cambiarlo por la comodidad de un taxi y una sala de espera. Todas esas gentes que pueblan el chaflán me ignoran a mí y mis hazañas motociclistas –¡joder!, de entrada, no existen–. Todas menos una cara que me mira con reconocimiento y una tristeza inmensa. Es Teresa. Su cara ha perdido toda la carne y con ella el gesto de eterna esperanza y alegría.
Hace mucho que no sé de ella. Aquella fiesta de cumpleaños fue la última fiesta de cumpleaños. No hace falta que me explique nada, no necesito conocer ningún detalle. Este Madrid, este país, el mundo, está poblado de rostros como el suyo, nadie hace nada, solo miran hacia otro lado y aprietan más el bolso, el monedero contra el cuerpo. Enderezo la motocicleta y consigo meterla entre dos coches aparcados treinta, cuarenta metros después y la dejo aparcada sobre la acera entre otras muchas, cuelgo el casco de la cadena y retrocedo hacia la esquina buscando su rostro sobre un cuerpo largo como una caña, pero ya no está en la acera. Miro arriba y abajo, al frente, detrás mío, al cielo, no miro en mis bolsillos porque es imposible.
No quiero rendirme así que entro en el hospital, casa de socorro, lo que coño sea y vago como alma en pena por las plantas, por los pasillos y las salas de esperas ignorado por todos, ignorándome a mí mismo. Hasta que me canso y me siento en una silla vacía frente a una puerta con un rotulo que pone dermatología cinco. Es entonces cuando me pregunto qué hago aquí, qué espero, qué papel me quiero otorgar en esta tragedia. Recuerdo cuando era niño y le rezaba a Dios pidiéndole que me pusiera en la situación en que yo fuera necesario, decisivo, heroico y pudiese purgar de una tacada, el precio, el castigo de ser yo. La puerta dermatológica cinco se abre y una mujer, que podría ser un médico por su atuendo y la tablilla que lleva en la mano, me interpela:
–¿Felipe Spada, Joaquín? ¿Es Usted?
–No, no lo soy –me veo obligado a contestar.
–¿Cuál es su nombre?
Y mientras ella mira el papel sujeto a la tablilla buscando en la lista quién le falta, además del tal Joaquín, yo intento recordar cuál es mi nombre y por qué renuncié con tanta facilidad a él a cambio del de Gordo, que es ligeramente denigrante en esta sociedad en que vivo. No tengo ninguna respuesta que no se pueda usar como letra de una canción.
–Perdí mi nombre. Voy a buscarlo.
La doctora –o enfermera, o secretaria-recepcionista, o alucinación– me ve marcharme sin la menor sorpresa, vuelve a echar un vistazo a la sala vacía y cierra despacio la puerta y se prepara para volver a casa, mientras yo regreso a la calle, a mi motocicleta y con ella a casa, al trabajo, pero podría ser ir a cualquier otro sitio, porque siento que ya solo me queda dejar pasar el tiempo. Y cada día abro los ojos y encuentro el mismo mañana esperándome, porque el tiempo, mi tiempo se ha detenido, y aunque no sé por qué espero, en la semioscuridad del backstage a que comience el espectáculo principal del que soy servidor y esclavo. Espero, espero, espero la señal. Y esta llega.
–Estoy muy contento de estar aquí otra vez con vosotros –Afirma Jota.
El público ruge. Bueno, más o menos. Este público es muy modosito, ha conseguido en un concurso las entradas para asistir a la grabación del especial de navidad –que se graba a principios de diciembre–. El realizador no quiere ningún error y ha instalado rótulos luminosos a ambos lados del escenario que se iluminan demandando aplausos o silencio cuando él considera que es necesario. Singularmente la música es en directo. Es un show televisivo de calidad. Las celebridades interpretan sus éxitos y novedades acompañados por la orquesta de la cadena. Solo lo mejor para nuestro querido público, sea cual sea este y su estado etílico en el momento que se produzca la primera emisión. Hay que pensar que al día siguiente durante la plácida tarde volverá a ser emitido y tendrá también una gran audiencia, una audiencia con más espíritu crítico. Las filmaciones irán a parar al archivo como documento gráfico de quienes éramos y quienes quisimos y no pudimos ser.
No he seguido la carrera de Javier, su paso por las Américas más que de refilón. El éxito masivo le continúa resultando esquivo. Es bocado para paladar exigente, invitado de lujo en grabaciones de otros, opinador consultado sobre todo. Ha tenido un número uno, brutal, excesivo, pero no interpretado por él, sino por un tipo que nunca había versionado a nadie que no fueran poetas fallecidos, preferentemente fusilados. Cuando uno de los popes eternos, incuestionables y combativos de eso que se da a llamar la canción de autor canta una tonada tuya sin duda ya tiene la suficiente legitimidad para proclamar:
–Quisiera verme como un poeta eléctrico.
Escuchar otra vez por su boca una de mis frases, mis elucubraciones, no aumenta mi antipatía hacia él, esta es tan grande que cubre todo el horizonte de acontecimientos de nuestra imposible y lejana relación. Le escucho soltando perlas de sabiduría, no sé cuánto es realmente fruto de su ingenio y cuanto es mal traído de otros. Hay una voz en el fondo de mi tarro que me dice que no importa, porque ¿no es toda obra artística la evolución de otra? Si sorprendo una frase, un giro en una conversación en el metro, si robo un sentimiento que no es mío y lo llevo a una canción, ¿no es un plagio también? ¿Es la mirada del artista la que crea el arte? Se acepta así. Es el artista el que con su mirada transforma una taza de WC en un bibelot. Otra voz en mi cabeza me dice que el tipo que dijo que su mirada era capaz de hacer eso sabía muy poco de fontanería, si no no vería algo en lo que no hay. La mirada del artista es ignorante.
–¡Gordo! Todavía ruedas por el mundo.
Me giro. La estrella en persona ha detenido su camino entre los camerinos y el escenario para dirigirse a mí, para tenderme la mano, por un segundo dudo entre aceptarla o golpearle con el rollo de cable XLR, enfundado en aislante de primerísima calidad, grueso y negro, que llevo en la mano, pero a estas alturas ya sabes que recurro a la violencia solo irreflexivamente y ante provocaciones más primarias, infantiles. Si me da tiempo a pensar no levanto los brazos.
–Solo me dejo llevar.
Le digo mientras acepto su mano. Su cara dibuja una gran sonrisa que me parece irónica, desagradable, mientras agita mi mano arriba y abajo. Va acompañado de una reducida guardia: una chica de producción, un tipo de traje sin corbata que pide y pide y una chica más, esta alta y de ojos enormes, que no puede evitar mirar alrededor fascinada. Examino a Javier, mientras ejecuta para este reducido grupo su número de soy consciente de mis raíces, no olvido de donde vengo y ni el tiempo, ni la fama, ni la pasta, ni vuestra adoración podrá cambiar esto. Es un número bastante largo. Por debajo, en la retroscena de nuestra conversación, de su monólogo, hay como siempre un desafío, una venganza, un deseo de ponerme en mi sitio, que será el que él decida.
–Conozco a Gordo desde el principio. ¿No es así Gordo?
–Desde el puto Big Bang.
–Así es.
Cuenta anécdotas estúpidas y falsas sobre ello, desafiándome con la mirada y una sonrisa cruel de dientes apretados a que le contradiga, pero yo solo asiento y sonrío mientras mis manos recogen más y más cable. Miro a la muchacha, no se parece nada a Teresa y a la vez es exactamente ella. Como si fueran hermanas, una sonrisa como toda defensa ante el mundo. Sonrisa que se hace más falsa y más grande cuando dejo demasiado tiempo mi mirada en la suya. La chica de producción interrumpe suavemente la conversación, Javier acaba el chiste, me vuelve a saludar y sigue su camino. Yo continúo recogiendo cable. Me siento vacío, mis manos han perdido toda la fuerza, son algo flácido al final de mis brazos. No quiero engañarme: todo ha sido nada. Escogí un camino que llevaba a ninguna parte, tengo el corazón encogido. Intento poner en frases lo que siento, dar palabras a mi desconsuelo. Solo me salen frases que podrían ser versos, versos que podrían ser canciones. Canciones que nadie escuchará nunca. ¿Hay alguien más que se sienta así? ¿Tú también estás buscando respuestas en los surcos de los discos? No está mal, un poco antigualla, pronto ya solo tendrán discos los snobs.
La música llega desde el escenario, se detiene. Hay un problema de iluminación y tengo que mover la cuadrilla en una dirección y luego en otra. Un foco es sustituido, una línea tiene que ser desplegada hacia el grupo electrógeno de respaldo, un ruidoso armatoste aparcado en el exterior del estudio, lejos del insonorizado ambiente interior. Yo mismo me cargo al hombro el cable y cojo el pesado balastro con una mano alimentando mi leyenda y de paso huyendo un rato del plató hacia el exterior.
Miro el cielo, hace días que está así, tan cansado y aburrido como yo, incapaz de decidirse entre llover o dejar pasar el sol. Envidio a Javier, le envidio profundamente; ha conseguido, está consiguiendo, aquello que se proponía, recibiendo todas esas dosis de atención y reconocimiento que yo siempre he deseado, que me he negado a aceptar que deseaba.
Quizá ya solo me quede asumir que no hay nada de esto para mí, que no lo merecía o sí, pero no importa, porque la vida no es justa, ni siquiera larga o comprensible, que debo conformarme con lo que tengo, olvidar mi pretensión de ser un creador, conformarme con ser un espectador, conformarme con ser nada. Enciendo un petardo que llevo apagado en el bolsillo y le doy un par de caladas ansiosas, aprovechando la soledad del patio. Decido no pensar más en ello, dejar de sentir pena de mí mismo, al fin y al cabo, estoy vivo, tengo un dinero, soy un jefecillo de esta movida, la obra de millones de músicos se perdió antes de la mía. ¡Joder!, antes no había discos.
Estoy ciego. Guay. La mota hace milagros.
Puede que el día no esté muy claro, pero siempre lo estará más que tras las bambalinas cuando ya se ha alzado el peine. Dentro del estudio me guio por la música, allí al frente, suena algo que me resulta conocido. Todo te puede resultar conocido, siempre se te cuela un cuarta–quinta–tónica o tónica–relativa menor. Todo puede resultar nuevo cuando combinas dos cosas sencillas. Me detengo. Definitivamente reconozco lo que escucho. Mierda, lo ha vuelto a hacer. Eso que rasguea es Ladrón de Discos, no hay duda, el arreglo orquestal es más elaborado, ¡qué coño! nunca tuvo arreglo más que en mi cabeza, pero lo es... ¡Calla, escucha!
Ha cambiado la letra, ¿es mejor canción?, no demasiado. La tercera estrofa es toda suya. Es blandengue, como todas sus mierdas. Nunca llegué a la tercera estrofa. Ladrón de Discos todavía dormita en mi libreta, esperando su momento. Mi libreta, mis libretas, un ejército alineado en su cajón, en casa. No creo que Javier sepa donde vivo, ni que le interese. Nunca ha aparecido por uno de mis bolos, desde, ¡joder! BB todavía estaba vivo y Ladrón de Discos no existía más que como un recuerdo infantil.
Estoy furioso, todo lo desvalido que me sentía antes se ha transformado en otra cosa. Tengo ganas de subir al escenario, coger a Javier de la pechera, zarandearlo, gritarle delante de todo el mundo, avergonzarlo por sus sisas continuas, exigiéndole que devuelva todo lo que no es suyo. Que me devuelva mis versos, la sonrisa de Teresa; la dignidad de su madre, mi jodido JCM800, la batería de Parches... todas esas cosas que sé que se ha llevado y todas las otras que no lo sé, pero seguro. Que todos vean su ser primordial y luego arrojarlo al foso de la orquesta.
Quedaría como un imbécil. Le aman. Les ciegan sus poses, el eco de sus supuestas vivencias reflejadas en sus canciones. El público ha decidido amar a Javier o al menos darle el beneficio de la duda. Respiro, intento apaciguar mi furia, asfixiarla, cada día es más difícil controlarla, sé que al final explotará contra alguien, si no que contra mí mismo.
–Gordo, ¿no hay luz en los camerinos? –me pregunta uno de los edecanes del realizador.
–¿Eso debería preocuparme?
–Ya sé que no, pero envía alguien a echar un vistazo, por favor, no encuentro a nadie de mantenimiento. Así producción dejará de calentarme la cabeza.
Es un buen tipo, yo también lo soy, le digo que ya me ocupo, tengo la cuadrilla distribuida y decido hacerlo yo mismo, huir de la primera línea. ¿Cuánto tiempo llevo haciéndolo? Los camerinos se abren a lado y lado de un pasillo de plafones. Se escuchan risas nerviosas y alguna interjección. Maquillaje retoca a un showman vasco de voz gruesa en el diminuto hall, donde normalmente los intérpretes, mientras esperan, beben agua mineral y observan en un televisor el desarrollo del show. Enciendo mi frontal y recorro el pasillo siguiendo con el delgado rayo de luz el recorrido de los cables que reposan en bandejas que cuelgan del techo. No tengo ni idea de cómo es la instalación, pero no debe tener ningún secreto, en alguna parte encontraré un diferencial, un magneto, que habrá saltado. El fondo del pasillo tuerce a la izquierda y se transforma en un cul-de-sac que se ha utilizado como almacén informal de lo que no sé describir más que como basura. Jodida basura amontonada que me tengo que entretener en retirar hasta conseguir acceder a un gran cuadro eléctrico protegido por una cubierta transparente. En el centro localizo una hilera de interruptores, tras su propia cubierta, que sobresale sobre el conjunto, hay dos descansando en su posición inferior, los levanto y con un clic la luz vuelve. Un murmullo de alivio recorre el pasillo antes de transformarse en un suspiro de decepción cuando con un clac vuelven a saltar y la oscuridad gana la batalla. Sobre el resalte de la caja de interruptores hay unos cuantos fusibles huérfanos, me imagino porque están aquí. Desenrosco los instalados –noto en mis manos que están calientes, casi queman– y los cambio antes de volver a armar los interruptores. La luz regresa seguida de un silencio expectante y a continuación de un tímido, humorístico, breve aplauso y la llegada de un tipo de mantenimiento que me da las gracias y se ofrece a recolocar todos los trastos que he movido. Acepto encantado y es cuando me doy cuenta el efecto sedante que han tenido los aplausos en mí.
Mientras regreso a mi puesto pienso en que ya no deseo matar cruelmente a Javier, el gran Jota, me conformo con castrarlo lentamente, con una cuchara. La ocurrencia me hace sonreír, hasta que la sonrisa se hiela en mi cara –sé que es una frase hecha, no se me ocurriría ponerla en una canción, pero es exactamente lo que me pasa, se queda allí, como dibujada bajo mi nariz, muerta como un bacalao seco– cuando veo salir de uno de los camerinos a Javier detrás de la joven larga, que intuyo ha decidido marcharse y poner fin a lo que sin duda es una discusión. Él intenta sujetarla por el brazo, pero ella se gira e intenta fulminarlo de una mirada, no sé si lo consigue, pero el gesto de Jota no es un intento demasiado serio de retenerla, así que ella se suelta con facilidad y desaparece por el pasillo. Javier se gira, dejando tras de él algo que me suena a un curioso cóctel de sorpresa y desagrado y un segundo antes de entrar en el camerino me descubre.
–Gordo, Gordo... Tienes el puto poder de estropearme las novias.
–No sé qué coño quieres decir.
–¿No lo sabes? Apareces con tu cara llena de granos y todas se ponen protectoras contigo.
–¿Protectoras? Bueno es saberlo. ¿Esta también? No la conozco, no creo haber hablado con ella nunca.
–Ya lo sé, bobo. Me prometí no dejarte acerca nunca más a ninguna.
–Bueno, lo has conseguido. Nos vemos luego.
Continuo mi camino, pero el corredor es estrecho, él no se mueve del centro y el resultado es que no hay suficiente espacio para que yo pase sin arrollarlo. Javier tiene las pupilas como cabezas de alfiler y eso en sus ojos azul topacio producen un efecto perturbador. Se siente muy bien, muy confiado. Parece un niño dispuesto a torturar una lagartija, un niño que te dice: mira, voy a ignorar su cola y a cortarle una de sus patitas. Cree que se está quitando una careta, lo hace porque su yo real me desagrada y él bebe, se alimenta de mi desagrado; no sé por qué se molesta en apartarla, yo hace mucho que sé verle sin ella.
–¿Qué te ha parecido la actuación? –pregunta.
–No la he seguido. Tenía trabajo, ya ves: impedir que peluquería les sacase un ojo a los clientes con las tijeras.
–Eres muy ocurrente, siempre lo has sido. Lástima que como músico... bueno creo que ya sabes lo que pienso sobre ti como músico. ¿No?
–No es ningún secreto, más o menos lo que yo pienso de ti como persona: limitado.
–Limitado. Ves eso es a lo que me refiero, tienes una habilidad con las palabras, para deshacer el nudo de una estrofa. Púas te idolatra, al final puede que tenga que darle su parte de razón. Hablando de partes –hace un gesto hacia la puerta del camerino– ¿quieres pasar a mi despacho? Podemos hablar de negocios, quizás hasta de… ¿pagos atrasados?
Me estoy volviendo a cabrear, en una forma diferente, no es una explosión de furia, es más como una cazuela que comienza a hervir en el fuego. Un agua que comienza a poblarse de solitarias burbujas gruesas que parecen ojos de pez.
–Así que ¿hablamos?
Acepto, detesto a Javier, pero de un tiempo a esta parte he descubierto que también detesto los focos, los cables, los andamios, las torres y todas las mierdas imprescindibles que llevan adelante el espectáculo y el cabrón ha hablado de dinero.
El camerino de Javier es pequeño y con ese aire de provisionalidad que tienen todos los camerinos, aun así, el que tenga un camerino individual cuando solo está aquí para grabar tres temas dice mucho del nivel que se le supone en el show business. No está lleno de ramos de flores, agentes de prensa y maquilladores personales, pero todo llegará. Javier se sienta en el sillón principal y me invita a hacerlo en un banco junto a la puerta. Nos quedamos mirando un segundo sin hablarnos. Levanta una revista situada estratégicamente y descubre una funda de CD donde descansan dos líneas de un polvo amarillento.
–Esta mierda es sensacional. ¿Quieres?
Niego con un gesto de la cabeza, él con un mohín de disgusto, aspira una de las rallas con un trozo de pajita de refresco, cierra los ojos e inclina la cabeza hacia atrás. Se queda así unos segundos, que se alargan hasta medio minuto. Ahora es él que parece una funda vacía, el resto de un hombre. Reacciona y continua la conversación como si nunca se hubiese interrumpido.
–Tú te lo pierdes... Ladrón de Discos, sabes yo también robé unos cuantos en mis tiempos. Sí, es un buen tema. Nunca se me hubiera ocurrido como argumento, claro debe ser porque nunca me pillaron.
–¿Solo robaste discos? ¿Ninguna otra cosa?
–Tampoco me pillaron.
Sonríe. En su sonrisa está todo el desprecio que siente hacia todos los idiotas, como yo, que se dejaron robar o coger.
–De todas maneras, Ladrón es una buena canción, tenías el germen de una buena canción.
–¿Cómo te hiciste con ella, Javier? ¿Entraste de noche por una ventana en mi casa?
–No tengo ni idea en que cuchitril vives, ni donde está. Fue Teresa, ¿sabes? ¿Recuerdas, la fiesta de cumpleaños? Tú escondido en un rincón lamiéndote las heridas. Eres un exhibicionista de tu frustración. Te sentaste en la cama donde ella durmió muchas veces de pequeña y te pusiste a maullar esperando que alguien te hiciera caso. En algún momento saliste a conseguir otra copa y ella simplemente le dio al play de su viejo radiocasete. Grabó veinticinco minutos del buen viejo Gordo unplugged. Estuvo quince días dándome la vara con lo brillante que eras y todo lo que debía hacer por ti, puso tantas veces la puta cinta que al final le pillé el rollo, siempre te acabo pillando el rollo. Teresa, joder, nunca entendió nada de este negocio, nunca entendió nada de sí misma, nunca…
Javier parece recordar algo que se le escapa, los ojos se le cierran, se obliga a despabilarse.
–… una mierda cojonuda. ¿Seguro que no quieres una poca?
–No seguro, tú ya has terminado, yo he de desmontar.
–Pringado.
Parece pensárselo un momento, mira a todas partes y a ninguna, sonríe y se inclina sobre el CD y sorbe la otra raya con rapidez, luego chupa con esmero el dedo que usa para limpiar los restos.
–...una mierda cojonuda.
Es la pura imagen de la felicidad, si la felicidad tiene que ver con la palidez y la laxitud. Cierra los ojos y se queda roque un largo minuto antes de continuar hablando ajeno a la desconexión.
–Gordo, no toda tu mierda es aprovechable, pero hay cosas que están bien. ¿No te lo he dicho? Puedo pagarte por ellas, comprártelas. Pierdes los derechos, los royalties claro, pero pillas una pasta, seguro. El mismo trato que con Púas. Sois mis muchachos, empezamos juntos, ¿no? Pondré tu nombre al lado del mío en los créditos, en Ladrón de Discos. En la cinta hay dos más que... podríamos... trabajar.
Continúa hablando, dejo de escucharle. Mi nombre al lado del de Javier en los créditos, eso me abriría algunas puertas. Pagar, ha hablado de pagar y soy un puto avaro codicioso, todo el mundo lo dice, hasta yo he acabado creyendo que recoger pasta porque no tienes una casa a la que regresar es ser codicioso. Dejo también de observar a Javier y me miro a mí mismo en el espejo, que cubre la pared tras él. Nunca me he gustado, físicamente hablando, creo que tendría un problema psicológico si con esa pinta que veo reflejada allí al fondo, rodeado de bombillas mates, me gustara. Que no me guste no significa que me odie, me desprecie o no me respete. Vale, he tenido que aceptar que con esta pinta nunca voy a ser una estrella, un cabeza de cartel, los tipos con mi cara nunca lo son en este negocio. No tengo tampoco la firmeza o la elasticidad de espíritu para ser un actor de carácter. Podría dar la pega como secundario y dejar que me pelaran en el segundo acto. A Púas no le ha ido tan mal, ha estado en América, respetuosamente un poco al lado, un poco más atrás. ¿Yo sabría estar ahí? Ser el secundario cómico de Javier, cuya voz se vuelve más pastosa y hace más paradas mientras parece buscar la palabra adecuada. Es igual no le escucho, pienso en Teresa, grabando mis canciones, a escondidas, intercediendo por mí ante el altar de Baal.
Pobre chiquilla, no sé si no entendía nada de este negocio, pero desde luego no entendía nada de Javier. ¿Por qué pienso en ella en pasado? Porque está muerta me contesta una voz interior. Porque él la mató. ¿Por qué dices eso? ¿Cómo lo sabes? Qué sabes de las mujeres, del amor, de las parejas.... Tu única guía es el comportamiento de los galanes en el cine. En mi imaginación disfrazado de John Wayne –¿recuerdas aquel chaleco de piel de vaca?– le sujeto de la pechera y lo levanto en vivo, acerco mi cara a la suya y le escupo más que hablo con mi voz más gruesa: eres malvado, Javier, rompiste una cosa hermosa solo por ver como se rompía. Eres malvado, Javier, no protegiste a la dama, la arrastraste a tu camino oscuro. Un camino oscuro del que yo no pocas veces me he ocupado del avituallamiento.
–¡Joder! Qué globo.
Javier se desliza por la silla y queda desarticulado en el suelo. Sufre dos, tres arcadas e intenta expulsar, vomito y bilis, pero tiene la cabeza en una posición que no ayuda. Dejo de mirarle, pienso en su propuesta, en las ventajas e inconvenientes que tendría para mi carrera, –sí, mi carrera; mi vida; mi yo–, mientras, miro el reloj en la pared y veo la aguja de los minutos avanzar lentamente. Quince minutos después, sin tomar ninguna decisión, salgo del camerino.