Atestado
Como el viaje en autobús me parece eterno creo que es buen momento para intentar cerrar, o casi, el relato de mi pasado. ¿En dónde estaba? Sí: fui el último en ver con vida a la estrella, todo el mundo lo sabe, sobre todo yo. Esperaba un interrogatorio policial en el que sin duda me derrumbaría. Lo estaba esperando, lo deseaba. Tenía remordimientos. ¡Joder, sí, remordimientos!
Dejé morir a un hombre, un hijoputa en mi opinión. ¿Pero eso le hacía menos persona? Y ¿por qué lo hice? ¿Por una canción? ¿Por una mujer? Me parecía demasiado fácil culparle a él de la desgracia de ella, habiéndome llenado yo los bolsillos con la desgracia de otros. Además, ¿tan falta de criterio la consideraba? ¿Incapaz de tomar sus propias decisiones? Eso sería verla solo como una muñeca, una muñeca que tenía otro niño, al que culpé cuando se rompió.
Cuando creí que se rompió, igual está en su casa, recuperada, pensando en sus años en Madrid como un exceso a olvidar. Remordimientos. Envidia, estoy lleno de envidia, de resquemor, solo soy una fachada, una fachada ante mí mismo: Gordo es fácil de contentar, solo necesita un guiño de cuando en cuando. Mentira, Gordo lo quiere todo. Toda vuestra atención. De eso se trata de atención, de teneros pendientes de mí. No sé cómo hacerlo, me falta algo que otros tienen o solo tengo un poco. Javier me lo robó dos, tres, veces. Luego pensaba que ya no necesitaba robarlo, que podía comprarlo con el suelto que encontrase en los bolsillos, o conseguirlo a cambio de dejar que me sentase a su lado; como fue al principio. Creo que al final de este viaje circular, él continuaba siendo el mismo, pero yo ya no.
También tengo remordimientos por no haberlo hecho con mis propias manos. Soy un cobarde. Ni siquiera miraba cuando le dejé morir. El cabrito lo hizo dulcemente, no fue consciente de que a la fin no se salió con la suya, que todas sus marrullerías le pasaron factura. Si lo hubiera sido, sí me hubiera pedido ayuda, ¿qué hubiera hecho? Hiciera lo que hiciera sé que no sería lo correcto.
La policía me dedica tres minutos. Contesto la verdad a sus preguntas, pero estas no son las adecuadas. No hay misterio que resolver. Solo un tipo que ha reventado por la mezcla de las pastillas que se tomó para dormir en un vuelo transatlántico, otras pocas para ponerse a tono antes del curro y unas clenchas para relajarse después. La presión ha acabado con el artista. Tenía veintisiete años, la edad mágica. Hacen camisetas con su efigie junto a la de Hendrix, Joplin, Morrison. Me siento profundamente insultado cuando la prensa lo beatifica, ahora ya es el Artista con mayúsculas, una letra jota solitaria nunca significará ya otra cosa que no sea su nombre. Al menos hasta la próxima temporada.
No quiero ir a trabajar, lo que es fácil porque nadie me llama, todo el mundo ha decidido que es bueno que viva mi luto en soledad. Porque vuelvo a ser famoso y todo el mundo cree conocerme. Todos alardean de saber de siempre de mi relación con Jota y comprenden lo afectado que estoy. Sobre todo Púas.
–Dime como lo hiciste. Es igual no quiero saberlo, te pagaré una copa igual.
–Tienes un sentido de humor macabro.
–No tengo sentido de humor; pero sé una cosa graciosa. ¿Sabes cuántos bolos tenía firmados el Gran Jota ya de cara al verano? No puedes saberlo. Te lo diré: treinta y cinco.
Eso son muchos bolos para tener firmados en diciembre, no quiero ni imaginar de cuanta pasta estamos hablando, Javier tenía un caché, ya era carne de especial de Navidad. Púas continúa hablando, casi le puedo oír salivar.
–Nuestro amigo Baltazar Armada, ¿recuerdas al viejo marica? Considera que la banda de Javier, la banda original, podría optar fácil a un pedazo de ese pastel. ¿Me sigues o hace falta que te dibuje un plano?
En realidad, no, esa misma semana comenzamos ensayos y promoción, la cabeza visible es Púas, yo seré una figura enorme, silenciosa que asiente y sonríe en las entrevistas y aporrea la Casino en el medio plano del escenario cuando no se une a las voces. Debuta la formación en el concierto homenaje, en el que todos los músicos de su generación dan testimonio de cuanto le deben y cuanto les influyó. Cantamos a coro en el fin de fiesta frente a las cámaras de televisión. Estoy a punto de tener un ataque de histeria y ponerme a gritarles como coño les puede influir tanto un tipo que solo ha grabado dos LP, pero estoy seguro de que solo recibiría a cambio caras de extrañeza. La muerte ha dado profundidad al personaje, ha hecho su huella indeleble, al menos hasta el fin del verano.
Su última novia –aquella chica larga que se largó del camerino– visita todos los programas matinales de las nuevas teles privadas y llora en directo abriendo un camino infinito en la cultura televisiva nacional. También intenta cobrar los derechos alegando que se casaron en una ceremonia india en Guayaquil. Un hermano de Javier –el guardia civil, no recordaba que existía– refuta la legalidad del casamiento e intenta cobrar los derechos él. Su enfrentamiento en televisión la tarde de un jueves pone en vilo el país, huérfano de la liga de fútbol.
Tocamos. Intentamos recuperar a Parches, pero tras diez sobredosis y una detención, ha descubierto la religión y no hay quién le pare en chuminadas cuando lo que tiene entre manos es convertir a todo el planeta a una versión del cristianismo que no acabo de entender, pero para mí tiene mucho de circo. Bum Bum se apunta a la fiesta tan solvente como siempre. Arreglamos las canciones entre un tono y tono y medio más bajos y así, apoyados el uno en el otro, las conseguimos cantar con cuerpo. Completamos el número con mis viejos trucos –o los viejos trucos de Jota– de Neruda, Pau Casals... También tocamos La Bien Pagá, decimos a todo el mundo que era una de sus favoritas y que siempre hablaba de acabar de hacerle un arreglo. Todo el mundo nos cree. La familia y herederos de Antonio Molina nos creen.
Ladrón de Discos llega al número tres de las listas. Es poco más que una maqueta, pero el productor hace un buen trabajo y sobre la guitarra y la voz –descarnada y sobria– sube el volumen de la batería brutalmente. La pinchan como tema de cierre en aquellas discotecas donde antes ponían Canción de amor desesperada. La gente se emociona. Yo no sé qué sentir.
En realidad no siento nada que pueda considerar correcto, no me siento embargado por el gozo de haberme librado para siempre de alguien a quien consideraba despreciable, ni me siento culpable de ¿denegación de auxilio?, no parezco sentir nada, solo me preocupa no perder el ritmo, no reencontrar mis carencias con el instrumento. El uno de octubre, damos nuestro último concierto – grabación en directo, montones de invitados...– podríamos hacer cien más, pero Púas tiene ofertas, se está cansando de ser el segundón de un muerto, él y Baltazar se pasan el día parloteando sobre formar un nuevo grupo, un grupo que ofrezca algo nuevo respetando la herencia del artista.
–¿Y cómo hacemos eso? –pregunto.
–No es nada que tengamos que hacer, es solo lo que tenemos que decir –me dice Baltazar Armada con cara de profunda compasión por mi tontería congénita.
–Gordo, -me ilustra Púas- nosotros nos limitamos a hacer música y esperamos que al público les recuerde a Jota. ¡Qué mierda!, Javier sonaba a nosotros. Hasta que se les pase la dèria, todo lo que hagamos lo van a comparar siempre con Javier.
Siempre bajo la sombra de Jota. Siempre.
Mis últimos quince minutos, los más intensos, son de los que te llevan más alto, hasta donde te encuentras escondida a la decepción.
Es allí, en ese último escenario, el día que considero he tocado mejor en mi vida, mientras estoy ejecutando lo que es el cierre de la actuación, los últimos distorsionados compases de mi arreglo del Cant dels ocells, que comienzo a sentir vibrar al público, resonando con cada fraseo, diez mil cuerpos, diez mil corazones unidos a mí por el tañido de una nota, un contacto como no lo había sentido nunca, como no creo posible poder volver a sentirlo. Por eso intento mantener hasta el infinito el sustain de la última nota, porque es la línea que me une con la audiencia y no quiero romperla, y ¡lo estoy consiguiendo!
Cuando como cada pase, con el fade de esta última nota, tras de mí se ilumina la pantalla y la diapositiva gigantesca del busto de Javier sonríe a la platea y así, solo con su imagen, consigue que el público me olvide, que arranque a aplaudir, que mi momento cumbre se transforme en solo su introducción...entonces siento un silbido en las orejas y la mandíbula se me cierra con un chasquido. Miro la fotografía, Javier, ¿cuánto de ese aplauso me pertenece? ¿Cuánto tenía que haber sido dirigido a mí y él se lo ha llevado?, ¿estaré siempre a tu sombra?... Púas se da cuenta que me he ido; se pone a aporrear la guitarra furioso, eso me hace reaccionar, son los primeros acordes de Bésame, pero desnudos de ritmo, solo una sucesión de corcheas. Se acerca a mí, me grita en el oído:
–¡Acabemos con esto!
Estoy de acuerdo, ataco yo también la progresión y después junto al resto del grupo nos embarcamos en un crescendo casi cacofónico acompañados por los gritos del público que se pone a corear ¡Jota! ¡Jota! El cambio de la luz sobre el escenario me dice que la diapositiva ha cambiado, me vuelvo a mirarla, aunque la conozco perfectamente; ahora en ella Javier camina por un sendero, solo se ha girado un momento para mirarnos y alzar la mano en saludo de despedida. Es una foto preciosa, la de un tipo estupendo que se fue en la flor de la vida. ¿Realmente la gente se traga esta mierda? Miro a Púas quiero comentárselo, pero en cuanto su mirada se encuentra con la mía levanta la mano derecha y comienza a plegar uno a uno los dedos, cinco, cuatro, convencido de haber conseguido mi atención mira hacia la mesa, una pequeña isla de luces rojas y verdes, allí en la oscuridad y continúa haciéndolo, tres, dos, uno, cero.
Muteo mi guitarra, la imagen de Javier se apaga junto a todas las luces y los aullidos del público parecen retirarse y volver aumentados como una ola que rompe contra una playa pedregosa. La luz lo invade todo, una luz plana y blanca, la misma para el escenario que para la platea. Dos muchachitas lloran frente a mí en primera fila. Javier se ríe de mí desde sus camisetas. Comprendo que se ría, era un idiota con suerte, mucha suerte, solo tenía dos discos grandes, dos discos llenos de préstamos forzosos, el tercero podía haber sido un bluff perfectamente y con su forma de vida insostenible, podía haberse ido por el váter de la historia del pop. Pero ahora, ¡ahora es un mito!; yo lo he transformado en un mito. Me descuelgo la guitarra y la lanzo al público.
–Ya he tenido bastante.
Le digo a Púas en el mismo escenario, él no contesta, no sé interpretar su gesto, me abraza, nos estrechamos la mano. Las luces y los gritos resuenan en mi cabeza, según llego al hotel hago los bártulos, renuncio al fin de fiesta y sin avisar a nadie me vuelvo a Barcelona y desaparezco. Así de simple. ¿Cómo lo hago?, compro por cuatro chavos mi piso en un barrio insalubre en la periferia y busco trabajo en cualquier cosa que me permita conservar mis ahorros y hablar lo menos posible con la gente; lo consigo.
Durante un par de años la guitarra –la buena, la que tiré al público era el muleto– se queda dentro del estuche, hasta que un día vuelve a salir y se encuentra con un Gordo que continúa sin coger el teléfono, evita mirarse en lo espejos y le falta poco para aullarle a la Luna. Cuando al final lo hago vuelvo a tener una guitarra en la mano y nadie le da importancia. Pasan los años, se podría decir que soy olvidado. ¿Pero en realidad llegué a ser conocido? Porque ¿quién soy yo?, ¿un mote?, ¿el amigo de Jota? De año en año, sin proponérmelo, me sale un bolo, los cuatro nostálgicos del público me piden canciones de Jota, ya te imaginas las que les doy, ¿a quién aplauden al final? ¿Son importantes quince minutos?
Pierdo un empleo, consigo otro, fumo hierba, planto hierba, vuelvo a fumar, escribo canciones, olvido el mundo, ignoro tendencias –durante años no he tenido ni antena en la TV, ¿no te lo había explicado–. Llega internet y conozco tipos a los que les compro guitarras o me las compran. Me molestan los pocos que creen saber quién soy y se comportan de manera agradable conmigo. Los que son fríos y altivos deseo matarlos, lisa y llanamente. Noto como un nudo de violencia no resuelta crece en mi interior. Luego resulta que le pasa a todo el mundo, se llama vida.
Escribo canciones. Escribir canciones no tiene un significado moral, no te hacen mejor persona, ni peor. Charles Manson escribía canciones. He escuchado las maquetas, son tan buenas o tan malas como las de cualquier otro; son un buen punto de partida, hay que reconocérselo al feo hijo de puta. Alguna, que me parece bastante buena, creo que la vendió a Brian Wilson o algún otro de los Beach Boys.
Un domingo por la mañana un tipo llama a mi puerta, primero quiere salvar mi alma, cuando le convenzo que es imposible intenta venderme la revista de su secta, en la que se relata con pelos y señales su labor de rehabilitación de drogadictos. Me pilla tonto y se la compro para sacármelo de encima. Dos días después le echo un vistazo y descubro una fotografía del fundador del chiringo rodeado de sus fieles más fieles. Reconozco a Parches, más gordo, más sonriente; más viejo, buscando redención y un puesto en el consejo de administración.
Ojalá yo creyera que es posible... no sé qué, algo. Más tarde, años que no significan más que un punto y seguido en un folio, Púas entra con las fotos de una guitarra y un par de comas después una chica duerme hecha un ovillo en mi vieja cama de hierro, amor imposible número… no sabría decir. Me duele el brazo, me duele el brazo horrores, este ir arriba y abajo, estos días no me ha ido nada bien, en realidad nada parece irle bien, pronto no seré capaz de sacarme los mocos sin ayuda.
Mi teléfono suena lo cojo rápidamente, no quiero que Natacha se despierte, quiero prolongar el momento lo máximo posible.
–Gordo, ¿cómo va?
–¿Púas? Te vi en la tele.
–¿Cómo estuve?
–Arrollador.
–Eso me han dicho. Mi agente dice que me conseguirá bolos, si quiero.
–¿No quieres?
–No tengo banda, no tengo voz.
–Nunca tuviste demasiada.
–Siempre tuve más que tú.
–Por poco.
–Quizás, entre los dos hacemos un cantante regular.
–Lo acepto.
–¿Natacha?
–Aquí en la cama.
–¿Te la has tirado? No jodas.
–Solo duerme.
–Mejor, así no tendré que matarte.
–¿Con la ayuda de tu marido, cuando vuelva de la legión?
–Más o menos. ¿Qué tal el viaje?
–Cansado. ¿Quieres pasarte y te enseño las fotos? ¿Tienes tiempo? ¿Estás libre?
–Como un pájaro.
–Que es la segunda cosa que él más quería ser. ¿No te has preguntado nunca cual era la primera?
–No, lo sé. El jodido eunuco de la china, como justo castigo por la muerte de mamá.
–Puede.
–Te veo en un par de horas.
Cuelgo, miro a través de la puerta y enmarcados por los barrotes de la cama los ojos de Natacha me observan.
–¿Titojorge? ¿Púas?
–Sí, está libre. Siempre cae de pie. Es hasta más estrella que antes.
Calla parece que va a decir algo, se lo piensa, bosteza y se va al lavabo con su maleta, media hora después sale vestida de bailadora flamenca del espacio y se sienta en la única silla mientras vuelve a observar de manera apreciativa la desnudez de mi vivienda.
–La verdad es que no está mal, es chic y todo, no sé con qué compararlo, quizá con la Fortaleza de la Soledad de Superman. ¿Tienes una capa roja en alguna parte? Deberías tener al menos otra silla; ¿tienes miedo de que alguien se siente y luego no se quiera ir? –calla, parece sorprendida de lo que acaba de decir, entonces me lo canturrea– Deberías tener al menos otra silla. ¿Tienes miedo de que alguien se siente y luego no se quiera ir?
Y entonces le contesto, le doy no exactamente otro par de versos, sino solo el andamiaje, la idea y según sale por mi boca descubro que de ahí puede salir algo, porque el sentimiento es real.
–Podría ser: Tengo miedo a ver una silla vacía esperando a nadie
–¿Por qué nunca nadie va a venir?
–No lo sé, es tu canción. Lo de la chica sentada en la única silla de una habitación es una imagen chula, tiene fuerza, al menos para mí. No hagas que haya entrado por la ventana del lavabo, ya está cogido.
Parece pensárselo, entender lo que acabo de decirle, la felicito, yo no es que lo tenga muy claro.
–Un tipo que solo tiene una silla porque tiene miedo de estar solo; ¿es muy rebuscado?
–Sí. No si pasa bajo un cielo de papel celofán.
–Me lo imaginaba. ¿Tienes algo para beber? ¿Un zumo?, ¿horchata?; horchata sería genial.
–Sí que tengo horchata. Me hago la horchata yo mismo, es una cosa que me tomo muy en serio.
–No jodas, ¿sabes hacer horchata? ¿Cómo se hace la horchata?
Se lo explico. Bebemos horchata. La alaba. Le digo que no está muy buena. Que ya tiene tres días, uno más y fermenta. Ella chasquea la lengua.
–Podíamos probar a hacer cerveza de horchata... ¿Tienes nombre? Además de Gordo, digo.
–Creo que tengo uno por algún cajón.
–Gordo no te pega. Gordon sí, suena más a… ti, creo.
Lo que suena es el timbre de la puerta, por mí lo dejaría sonar para siempre y continuaría hablando con ella, escuchando esa forma deshilachada que tiene de hablar cuando está relajada. Por un momento pienso si no será el pasma de la pistola, rollo clímax final pero la vida no es tan predecible.
Es Púas exactamente dos horas después de nuestra conversación, parece que la puntualidad continúa siendo una de sus aptitudes. Entra por la puerta y los dos nos lo quedamos mirando como si fuera la primera vez que lo vemos en nuestra vida. El principio de sonrisa que tenía en la cara muere rápidamente.
–No me digáis que la cárcel me ha cambiado, porque es mentira. He estado en hoteles peores.
El chiste no consigue hacernos gracia, yo tampoco le doy una réplica ingeniosa y eso acaba de confundirle, es como se le ve: confundido.
–¿Algún problema? Decidme que no, ya tengo bastantes, no necesito más.
–Nosotros tampoco queremos más complicaciones, solo nos gustaría saber hasta qué punto estas complicaciones nos las podías haber evitado.
–¿Nos? ¿Ahora ya sois un gran equipo? ¿Por qué no me sorprende? Gordo siempre ha sido un gran pegamento. Lo suyo son los equipos. Mangonear en la sombra al equipo, ¿no? Ahora explícame tus complicaciones y veremos si tengo algo para ti.
–¿Conocías a Ramoncito?
–¿Conocer? ¿Qué significa conocer? ¿Si me he sentado al lado de él en un espectáculo? ¿Si sé que nada en pasta? ¿Si me he partido el último peta con él en la trasera de una furgoneta? ¿Es eso lo que preguntas? Pues las respuestas son: sí, creo que sí, y no, pero todo esto ya lo sabias, ¿no?
–Tengo la sospecha que nos has utilizado.
–Continuaré ignorando la mierda del nosotros, Gordo. Y sí, te he utilizado por un cinco por ciento. ¿No estabas de acuerdo? ¿Quieres renegociar tu porcentaje? Creí que estabas de acuerdo con él, vale has tenido que currar dos días más, pero es que estaba ocupado. No sé si lo recuerdas, pero estaba en la cárcel, en el trullo y… deja ya de mirarme así. Siempre me has acojonado y más cuando te pones a mirar a la peña como si te debieran algo. No te debo nada, capullo, te he hecho ganar pasta otras veces y ahora volveré a hacerlo. Te he presentado a una cantante, te he dado una comisión... No quiero que me quieras, no quiero quererte, creo. Concentrémonos en acabar la movida, en la pasta. Fíjate que digo la pasta, no mi pasta.
Natacha se pone a reír, ya comienza a no extrañarme, casi espero con ansiedad la perla de sabiduría que provoca su risa.
–Es más o menos lo que tú les has dicho a Rafael, invocar a los altos, a los antiguos, los que nos sobrevuelan, a los que están detrás de nosotros y humildemente representamos.…
–¿Quién es Rafael? -pregunta Púas con cara de aún más desconcierto.
Natacha da un traguito de horchata se limpia los labios con los dedos y se endereza en la silla antes de hablar.
–El jefe de la guardia de Ramón, el que contrató a los policías a los que aquí Gordon zurró un poquito. Fue encantador, allí enorme defendiendo mi honor. Es un hacha haciendo amigos, tampoco fue su culpa, él estaba colaborando para que quedase claro que lo de la bomba dentro la guitarra era una paranoia. Yo desde luego me pongo de su parte, aunque no nos hubiesen seguido por media España después. ¿Tú qué crees, buscaban venganza, la pasta o un poco de cada? Titojorge, ¿sabías en la que nos estábamos metiendo?
Púas parece no encontrar bastante aire en la habitación, se lleva las manos a la cabeza y se derrumba más que se sienta en el brazo de mi sofá, cosa que me jode bastante y a la vez me hace olvidarme de todas las demás cuentas que pueda tener contra él.
–Siéntate bien, vas a joderle el brazo.
–Lo siento. Niña Isabel: a ti nadie te metió en nada, te bastas y te sobras tú sola para meterte en líos y si no los inventas, pero por favor ilumíname, ¿qué papel te he otorgado yo en esta comedia? Además del de ruiseñor para las baladas de aquí mi ex–amigo Gordo.
Ella calla, yo callo. En algún rincón de mi mente he querido creer que Natacha era una especie de gran distracción. Que Púas pensaba que Ramoncito perdería de vista la guitarra y los dos millones de pavos en cuanto ella apareciera por la puerta. Este pensamiento ahora que aflora a las capas superiores de mi mente comienza a parecerme demasiado rebuscado, hasta para Púas –aunque conmigo funcionó–. En su cara se refleja algo que puede pasar por comprensión, esto me enfurece y todo. Parece un tío afectuoso dispuesto a aceptar cualquier explicación por encontrarnos con los morros llenos de chocolate.
–¿Púas, es buena la guitarra? –pregunto, no sé por qué.
–¿Qué significa buena, Gordo? Además, cómo coño voy a saberlo. Nadie lo sabe. Cuando Ramoncito hizo la oferta de dos punto tres kilos, creía que me lo iba a hacer encima. Ni en sueños lo hubiese pensado nunca.
–¿Púas es buena la guitarra?
–Te lo repito no lo sé. Si alguien intenta rastrear el origen acabará en una casa de protección oficial en Liverpool, hogar de un tipo que curró de pipa durante los años dorados y de camello hasta que la palmó. ¿No te deja un regusto a algo conocido? Dejó un desván lleno de cosas interesantes, aunque esta era la más interesante de todas.
–¿Por qué me metiste en esto?
–¿Por qué? Te lo dije: tengo demasiados ojos encima. ¡Dios!, cuando apareciste con el teléfono, con los videos, de Ramoncito, flipé. Aquello no podía ser verdad, pero lo era.
–Tengo la sensación de haber sido parte de algún de tus rollos, un rollo que podía haber acabado fatal.
–Gordo sobrestimas mi capacidad, no soy un jodido supervillano. ¡Ah! Mierda. Basta. No me estoy disculpando. No estoy dando putas explicaciones. Tienes manía persecutoria... o algo peor. No todo el mundo quiere joderte, en realidad les resultas indiferente igual que yo o ella.
–Yo no resulto indiferente. –interviene ofendida Natacha.
–Prueba a taparte el culo y luego hablaremos. ¿Gordo, vendes o no vendes guitarras? ¿Estás o no estás relacionado? ¿Eres o no el tipo adecuado para la puta tarea? ¿De qué coño me estáis acusando?... ¡Oh, Mierda! ¿Qué pregunto?, policías, bombas, pistolas y persecuciones. Un fin de semana de muerte. Lo entiendo. ¿Os explico el mío?... ¡Eh! Un momento, ¿no estaréis conchabados con el juez no–tengo–aspiraciones–políticas? Venga continuemos con la sesión de paranoia, esta ronda yo invito.
Y ahora sí parece desinflarse, del todo y yo con él. Así que me siento en el sofá a su lado y pienso que Púas es un cabrón, pero desde luego es mi cabrón. Natacha aparece por detrás y le acaricia el pelo y me parece que le da un beso sonoro e infantil en la coronilla y me siento celoso porque a mí no me da uno y me avergüenzo por ello.
–¿Te tomaste las pastillas? – le pregunta.
–Una mierda me tomé, no tenía ni calzoncillos para cambiarme, conseguí hablar con tu madre y lo primero que me preguntó es dónde te habías metido. ¿No hay nada para beber?
–Queda horchata.
–¿Horchata? ¡Acabo de salir de la cárcel!
–Horchata, y no me pienso tapar el culo.
–Ok. ¿Ramoncito, nuestro mutuo amigo, se queda la guitarra?
–Sí.
–Estupendo, necesito una buena noticia y tapar gastos y... ¿Cuándo se hace la entrega? ¿Habéis hablado del pago? ¿Necesito un jodido abogado panameño?
Me doy cuenta de que todo eso son preguntas lógicas que me tenía que haber hecho en algún momento y ni se me ocurrieron. No tengo ganas de confesárselo, acerco la bolsa y se la pongo a los pies.
–No –dice, después de observarla incrédulo.
–Sí. –digo yo.
–No.
–Sí.
Abre la bolsa y se queda mirando el dinero, saca uno de los paquetes al vacío y lo examina.
–Ni en sueños, ni en sueños. Volverme a explicar lo de los polis.
–Ya te lo he explicado, Titojorge: llegamos al hotel que era una cueva superchula, pero te aseguro que nosotros más; tenías que ver a Gordon: entramos por la puerta y los chicos que eran policías y Rafael se quedaron súper acojonados solo de verle. No sé por qué pensaban que la guitarra sería una bomba y nosotros asesinos, ¡mentira! Sí lo sé: porque arrastraban una vaina con el chico, ese otro que os dio el teléfono de Ramoncito, que está fatal, te lo juro nada más hay que verle y es una lástima porque en el fondo es un caballero y está arrepentido de lo que fuera, como Rafael…
Natacha habla, todo suena sencillo cuando sale de su boca, sencillo e increíble, pero en la bolsa a nuestros pies está la prueba palpable de que es real. Púas me está hablando.
–¿Qué? –contesto.
–¿Has apartado tu dinero y el del otro tipo?
Lo hago, bueno, lo hace Natacha, que calcula la cantidad de cabeza mientras sus manos manejan los billetes con la relajada eficacia de un croupier. Un rato después los acompaño hasta el coche mientras miro por encima del hombro discretamente, allí nos despedimos. Natacha me da un beso en los morros y pliega su largo cuerpo en el interior del coche. Púas me alarga la mano y yo se la estrecho flojamente, como es de educación entre los músicos.
–¿Qué te parece como frontwoman? – pregunta.
–Nació para eso.
–¿Le dejaste ver tu libreta?
–Le dejé ver todo lo que quiso...
–Que resultó ser menos de lo que…
–… Ella esperaba encontrar.
–Tienes que reírte más de ti mismo, Gordo. Y no solo en las canciones.
–Lárgate.
–Te llamo, coge el teléfono, igual le digo que sí a mi agente. ¡Qué huevos, tendré que decirle que sí!, ya no se puede vivir de los derechos de autor. Coge el teléfono.
–Ok.
Se largan. Regreso a casa, me parece vacía y silenciosa. Los vasos de horchata vacíos me parecen la cosa más triste del mundo. No han pasado tres minutos que mi vecina abre la puerta y se planta con los brazos en jarras en el salón.
–¿Te estas acostando con esa tía larga?
Parece muy enfadada y no comprendo por qué. Es entonces que me doy cuenta de que no me duele el brazo.
Como el viaje en autobús me parece eterno creo que es buen momento para intentar cerrar, o casi, el relato de mi pasado. ¿En dónde estaba? Sí: fui el último en ver con vida a la estrella, todo el mundo lo sabe, sobre todo yo. Esperaba un interrogatorio policial en el que sin duda me derrumbaría. Lo estaba esperando, lo deseaba. Tenía remordimientos. ¡Joder, sí, remordimientos!
Dejé morir a un hombre, un hijoputa en mi opinión. ¿Pero eso le hacía menos persona? Y ¿por qué lo hice? ¿Por una canción? ¿Por una mujer? Me parecía demasiado fácil culparle a él de la desgracia de ella, habiéndome llenado yo los bolsillos con la desgracia de otros. Además, ¿tan falta de criterio la consideraba? ¿Incapaz de tomar sus propias decisiones? Eso sería verla solo como una muñeca, una muñeca que tenía otro niño, al que culpé cuando se rompió.
Cuando creí que se rompió, igual está en su casa, recuperada, pensando en sus años en Madrid como un exceso a olvidar. Remordimientos. Envidia, estoy lleno de envidia, de resquemor, solo soy una fachada, una fachada ante mí mismo: Gordo es fácil de contentar, solo necesita un guiño de cuando en cuando. Mentira, Gordo lo quiere todo. Toda vuestra atención. De eso se trata de atención, de teneros pendientes de mí. No sé cómo hacerlo, me falta algo que otros tienen o solo tengo un poco. Javier me lo robó dos, tres, veces. Luego pensaba que ya no necesitaba robarlo, que podía comprarlo con el suelto que encontrase en los bolsillos, o conseguirlo a cambio de dejar que me sentase a su lado; como fue al principio. Creo que al final de este viaje circular, él continuaba siendo el mismo, pero yo ya no.
También tengo remordimientos por no haberlo hecho con mis propias manos. Soy un cobarde. Ni siquiera miraba cuando le dejé morir. El cabrito lo hizo dulcemente, no fue consciente de que a la fin no se salió con la suya, que todas sus marrullerías le pasaron factura. Si lo hubiera sido, sí me hubiera pedido ayuda, ¿qué hubiera hecho? Hiciera lo que hiciera sé que no sería lo correcto.
La policía me dedica tres minutos. Contesto la verdad a sus preguntas, pero estas no son las adecuadas. No hay misterio que resolver. Solo un tipo que ha reventado por la mezcla de las pastillas que se tomó para dormir en un vuelo transatlántico, otras pocas para ponerse a tono antes del curro y unas clenchas para relajarse después. La presión ha acabado con el artista. Tenía veintisiete años, la edad mágica. Hacen camisetas con su efigie junto a la de Hendrix, Joplin, Morrison. Me siento profundamente insultado cuando la prensa lo beatifica, ahora ya es el Artista con mayúsculas, una letra jota solitaria nunca significará ya otra cosa que no sea su nombre. Al menos hasta la próxima temporada.
No quiero ir a trabajar, lo que es fácil porque nadie me llama, todo el mundo ha decidido que es bueno que viva mi luto en soledad. Porque vuelvo a ser famoso y todo el mundo cree conocerme. Todos alardean de saber de siempre de mi relación con Jota y comprenden lo afectado que estoy. Sobre todo Púas.
–Dime como lo hiciste. Es igual no quiero saberlo, te pagaré una copa igual.
–Tienes un sentido de humor macabro.
–No tengo sentido de humor; pero sé una cosa graciosa. ¿Sabes cuántos bolos tenía firmados el Gran Jota ya de cara al verano? No puedes saberlo. Te lo diré: treinta y cinco.
Eso son muchos bolos para tener firmados en diciembre, no quiero ni imaginar de cuanta pasta estamos hablando, Javier tenía un caché, ya era carne de especial de Navidad. Púas continúa hablando, casi le puedo oír salivar.
–Nuestro amigo Baltazar Armada, ¿recuerdas al viejo marica? Considera que la banda de Javier, la banda original, podría optar fácil a un pedazo de ese pastel. ¿Me sigues o hace falta que te dibuje un plano?
En realidad, no, esa misma semana comenzamos ensayos y promoción, la cabeza visible es Púas, yo seré una figura enorme, silenciosa que asiente y sonríe en las entrevistas y aporrea la Casino en el medio plano del escenario cuando no se une a las voces. Debuta la formación en el concierto homenaje, en el que todos los músicos de su generación dan testimonio de cuanto le deben y cuanto les influyó. Cantamos a coro en el fin de fiesta frente a las cámaras de televisión. Estoy a punto de tener un ataque de histeria y ponerme a gritarles como coño les puede influir tanto un tipo que solo ha grabado dos LP, pero estoy seguro de que solo recibiría a cambio caras de extrañeza. La muerte ha dado profundidad al personaje, ha hecho su huella indeleble, al menos hasta el fin del verano.
Su última novia –aquella chica larga que se largó del camerino– visita todos los programas matinales de las nuevas teles privadas y llora en directo abriendo un camino infinito en la cultura televisiva nacional. También intenta cobrar los derechos alegando que se casaron en una ceremonia india en Guayaquil. Un hermano de Javier –el guardia civil, no recordaba que existía– refuta la legalidad del casamiento e intenta cobrar los derechos él. Su enfrentamiento en televisión la tarde de un jueves pone en vilo el país, huérfano de la liga de fútbol.
Tocamos. Intentamos recuperar a Parches, pero tras diez sobredosis y una detención, ha descubierto la religión y no hay quién le pare en chuminadas cuando lo que tiene entre manos es convertir a todo el planeta a una versión del cristianismo que no acabo de entender, pero para mí tiene mucho de circo. Bum Bum se apunta a la fiesta tan solvente como siempre. Arreglamos las canciones entre un tono y tono y medio más bajos y así, apoyados el uno en el otro, las conseguimos cantar con cuerpo. Completamos el número con mis viejos trucos –o los viejos trucos de Jota– de Neruda, Pau Casals... También tocamos La Bien Pagá, decimos a todo el mundo que era una de sus favoritas y que siempre hablaba de acabar de hacerle un arreglo. Todo el mundo nos cree. La familia y herederos de Antonio Molina nos creen.
Ladrón de Discos llega al número tres de las listas. Es poco más que una maqueta, pero el productor hace un buen trabajo y sobre la guitarra y la voz –descarnada y sobria– sube el volumen de la batería brutalmente. La pinchan como tema de cierre en aquellas discotecas donde antes ponían Canción de amor desesperada. La gente se emociona. Yo no sé qué sentir.
En realidad no siento nada que pueda considerar correcto, no me siento embargado por el gozo de haberme librado para siempre de alguien a quien consideraba despreciable, ni me siento culpable de ¿denegación de auxilio?, no parezco sentir nada, solo me preocupa no perder el ritmo, no reencontrar mis carencias con el instrumento. El uno de octubre, damos nuestro último concierto – grabación en directo, montones de invitados...– podríamos hacer cien más, pero Púas tiene ofertas, se está cansando de ser el segundón de un muerto, él y Baltazar se pasan el día parloteando sobre formar un nuevo grupo, un grupo que ofrezca algo nuevo respetando la herencia del artista.
–¿Y cómo hacemos eso? –pregunto.
–No es nada que tengamos que hacer, es solo lo que tenemos que decir –me dice Baltazar Armada con cara de profunda compasión por mi tontería congénita.
–Gordo, -me ilustra Púas- nosotros nos limitamos a hacer música y esperamos que al público les recuerde a Jota. ¡Qué mierda!, Javier sonaba a nosotros. Hasta que se les pase la dèria, todo lo que hagamos lo van a comparar siempre con Javier.
Siempre bajo la sombra de Jota. Siempre.
Mis últimos quince minutos, los más intensos, son de los que te llevan más alto, hasta donde te encuentras escondida a la decepción.
Es allí, en ese último escenario, el día que considero he tocado mejor en mi vida, mientras estoy ejecutando lo que es el cierre de la actuación, los últimos distorsionados compases de mi arreglo del Cant dels ocells, que comienzo a sentir vibrar al público, resonando con cada fraseo, diez mil cuerpos, diez mil corazones unidos a mí por el tañido de una nota, un contacto como no lo había sentido nunca, como no creo posible poder volver a sentirlo. Por eso intento mantener hasta el infinito el sustain de la última nota, porque es la línea que me une con la audiencia y no quiero romperla, y ¡lo estoy consiguiendo!
Cuando como cada pase, con el fade de esta última nota, tras de mí se ilumina la pantalla y la diapositiva gigantesca del busto de Javier sonríe a la platea y así, solo con su imagen, consigue que el público me olvide, que arranque a aplaudir, que mi momento cumbre se transforme en solo su introducción...entonces siento un silbido en las orejas y la mandíbula se me cierra con un chasquido. Miro la fotografía, Javier, ¿cuánto de ese aplauso me pertenece? ¿Cuánto tenía que haber sido dirigido a mí y él se lo ha llevado?, ¿estaré siempre a tu sombra?... Púas se da cuenta que me he ido; se pone a aporrear la guitarra furioso, eso me hace reaccionar, son los primeros acordes de Bésame, pero desnudos de ritmo, solo una sucesión de corcheas. Se acerca a mí, me grita en el oído:
–¡Acabemos con esto!
Estoy de acuerdo, ataco yo también la progresión y después junto al resto del grupo nos embarcamos en un crescendo casi cacofónico acompañados por los gritos del público que se pone a corear ¡Jota! ¡Jota! El cambio de la luz sobre el escenario me dice que la diapositiva ha cambiado, me vuelvo a mirarla, aunque la conozco perfectamente; ahora en ella Javier camina por un sendero, solo se ha girado un momento para mirarnos y alzar la mano en saludo de despedida. Es una foto preciosa, la de un tipo estupendo que se fue en la flor de la vida. ¿Realmente la gente se traga esta mierda? Miro a Púas quiero comentárselo, pero en cuanto su mirada se encuentra con la mía levanta la mano derecha y comienza a plegar uno a uno los dedos, cinco, cuatro, convencido de haber conseguido mi atención mira hacia la mesa, una pequeña isla de luces rojas y verdes, allí en la oscuridad y continúa haciéndolo, tres, dos, uno, cero.
Muteo mi guitarra, la imagen de Javier se apaga junto a todas las luces y los aullidos del público parecen retirarse y volver aumentados como una ola que rompe contra una playa pedregosa. La luz lo invade todo, una luz plana y blanca, la misma para el escenario que para la platea. Dos muchachitas lloran frente a mí en primera fila. Javier se ríe de mí desde sus camisetas. Comprendo que se ría, era un idiota con suerte, mucha suerte, solo tenía dos discos grandes, dos discos llenos de préstamos forzosos, el tercero podía haber sido un bluff perfectamente y con su forma de vida insostenible, podía haberse ido por el váter de la historia del pop. Pero ahora, ¡ahora es un mito!; yo lo he transformado en un mito. Me descuelgo la guitarra y la lanzo al público.
–Ya he tenido bastante.
Le digo a Púas en el mismo escenario, él no contesta, no sé interpretar su gesto, me abraza, nos estrechamos la mano. Las luces y los gritos resuenan en mi cabeza, según llego al hotel hago los bártulos, renuncio al fin de fiesta y sin avisar a nadie me vuelvo a Barcelona y desaparezco. Así de simple. ¿Cómo lo hago?, compro por cuatro chavos mi piso en un barrio insalubre en la periferia y busco trabajo en cualquier cosa que me permita conservar mis ahorros y hablar lo menos posible con la gente; lo consigo.
Durante un par de años la guitarra –la buena, la que tiré al público era el muleto– se queda dentro del estuche, hasta que un día vuelve a salir y se encuentra con un Gordo que continúa sin coger el teléfono, evita mirarse en lo espejos y le falta poco para aullarle a la Luna. Cuando al final lo hago vuelvo a tener una guitarra en la mano y nadie le da importancia. Pasan los años, se podría decir que soy olvidado. ¿Pero en realidad llegué a ser conocido? Porque ¿quién soy yo?, ¿un mote?, ¿el amigo de Jota? De año en año, sin proponérmelo, me sale un bolo, los cuatro nostálgicos del público me piden canciones de Jota, ya te imaginas las que les doy, ¿a quién aplauden al final? ¿Son importantes quince minutos?
Pierdo un empleo, consigo otro, fumo hierba, planto hierba, vuelvo a fumar, escribo canciones, olvido el mundo, ignoro tendencias –durante años no he tenido ni antena en la TV, ¿no te lo había explicado–. Llega internet y conozco tipos a los que les compro guitarras o me las compran. Me molestan los pocos que creen saber quién soy y se comportan de manera agradable conmigo. Los que son fríos y altivos deseo matarlos, lisa y llanamente. Noto como un nudo de violencia no resuelta crece en mi interior. Luego resulta que le pasa a todo el mundo, se llama vida.
Escribo canciones. Escribir canciones no tiene un significado moral, no te hacen mejor persona, ni peor. Charles Manson escribía canciones. He escuchado las maquetas, son tan buenas o tan malas como las de cualquier otro; son un buen punto de partida, hay que reconocérselo al feo hijo de puta. Alguna, que me parece bastante buena, creo que la vendió a Brian Wilson o algún otro de los Beach Boys.
Un domingo por la mañana un tipo llama a mi puerta, primero quiere salvar mi alma, cuando le convenzo que es imposible intenta venderme la revista de su secta, en la que se relata con pelos y señales su labor de rehabilitación de drogadictos. Me pilla tonto y se la compro para sacármelo de encima. Dos días después le echo un vistazo y descubro una fotografía del fundador del chiringo rodeado de sus fieles más fieles. Reconozco a Parches, más gordo, más sonriente; más viejo, buscando redención y un puesto en el consejo de administración.
Ojalá yo creyera que es posible... no sé qué, algo. Más tarde, años que no significan más que un punto y seguido en un folio, Púas entra con las fotos de una guitarra y un par de comas después una chica duerme hecha un ovillo en mi vieja cama de hierro, amor imposible número… no sabría decir. Me duele el brazo, me duele el brazo horrores, este ir arriba y abajo, estos días no me ha ido nada bien, en realidad nada parece irle bien, pronto no seré capaz de sacarme los mocos sin ayuda.
Mi teléfono suena lo cojo rápidamente, no quiero que Natacha se despierte, quiero prolongar el momento lo máximo posible.
–Gordo, ¿cómo va?
–¿Púas? Te vi en la tele.
–¿Cómo estuve?
–Arrollador.
–Eso me han dicho. Mi agente dice que me conseguirá bolos, si quiero.
–¿No quieres?
–No tengo banda, no tengo voz.
–Nunca tuviste demasiada.
–Siempre tuve más que tú.
–Por poco.
–Quizás, entre los dos hacemos un cantante regular.
–Lo acepto.
–¿Natacha?
–Aquí en la cama.
–¿Te la has tirado? No jodas.
–Solo duerme.
–Mejor, así no tendré que matarte.
–¿Con la ayuda de tu marido, cuando vuelva de la legión?
–Más o menos. ¿Qué tal el viaje?
–Cansado. ¿Quieres pasarte y te enseño las fotos? ¿Tienes tiempo? ¿Estás libre?
–Como un pájaro.
–Que es la segunda cosa que él más quería ser. ¿No te has preguntado nunca cual era la primera?
–No, lo sé. El jodido eunuco de la china, como justo castigo por la muerte de mamá.
–Puede.
–Te veo en un par de horas.
Cuelgo, miro a través de la puerta y enmarcados por los barrotes de la cama los ojos de Natacha me observan.
–¿Titojorge? ¿Púas?
–Sí, está libre. Siempre cae de pie. Es hasta más estrella que antes.
Calla parece que va a decir algo, se lo piensa, bosteza y se va al lavabo con su maleta, media hora después sale vestida de bailadora flamenca del espacio y se sienta en la única silla mientras vuelve a observar de manera apreciativa la desnudez de mi vivienda.
–La verdad es que no está mal, es chic y todo, no sé con qué compararlo, quizá con la Fortaleza de la Soledad de Superman. ¿Tienes una capa roja en alguna parte? Deberías tener al menos otra silla; ¿tienes miedo de que alguien se siente y luego no se quiera ir? –calla, parece sorprendida de lo que acaba de decir, entonces me lo canturrea– Deberías tener al menos otra silla. ¿Tienes miedo de que alguien se siente y luego no se quiera ir?
Y entonces le contesto, le doy no exactamente otro par de versos, sino solo el andamiaje, la idea y según sale por mi boca descubro que de ahí puede salir algo, porque el sentimiento es real.
–Podría ser: Tengo miedo a ver una silla vacía esperando a nadie
–¿Por qué nunca nadie va a venir?
–No lo sé, es tu canción. Lo de la chica sentada en la única silla de una habitación es una imagen chula, tiene fuerza, al menos para mí. No hagas que haya entrado por la ventana del lavabo, ya está cogido.
Parece pensárselo, entender lo que acabo de decirle, la felicito, yo no es que lo tenga muy claro.
–Un tipo que solo tiene una silla porque tiene miedo de estar solo; ¿es muy rebuscado?
–Sí. No si pasa bajo un cielo de papel celofán.
–Me lo imaginaba. ¿Tienes algo para beber? ¿Un zumo?, ¿horchata?; horchata sería genial.
–Sí que tengo horchata. Me hago la horchata yo mismo, es una cosa que me tomo muy en serio.
–No jodas, ¿sabes hacer horchata? ¿Cómo se hace la horchata?
Se lo explico. Bebemos horchata. La alaba. Le digo que no está muy buena. Que ya tiene tres días, uno más y fermenta. Ella chasquea la lengua.
–Podíamos probar a hacer cerveza de horchata... ¿Tienes nombre? Además de Gordo, digo.
–Creo que tengo uno por algún cajón.
–Gordo no te pega. Gordon sí, suena más a… ti, creo.
Lo que suena es el timbre de la puerta, por mí lo dejaría sonar para siempre y continuaría hablando con ella, escuchando esa forma deshilachada que tiene de hablar cuando está relajada. Por un momento pienso si no será el pasma de la pistola, rollo clímax final pero la vida no es tan predecible.
Es Púas exactamente dos horas después de nuestra conversación, parece que la puntualidad continúa siendo una de sus aptitudes. Entra por la puerta y los dos nos lo quedamos mirando como si fuera la primera vez que lo vemos en nuestra vida. El principio de sonrisa que tenía en la cara muere rápidamente.
–No me digáis que la cárcel me ha cambiado, porque es mentira. He estado en hoteles peores.
El chiste no consigue hacernos gracia, yo tampoco le doy una réplica ingeniosa y eso acaba de confundirle, es como se le ve: confundido.
–¿Algún problema? Decidme que no, ya tengo bastantes, no necesito más.
–Nosotros tampoco queremos más complicaciones, solo nos gustaría saber hasta qué punto estas complicaciones nos las podías haber evitado.
–¿Nos? ¿Ahora ya sois un gran equipo? ¿Por qué no me sorprende? Gordo siempre ha sido un gran pegamento. Lo suyo son los equipos. Mangonear en la sombra al equipo, ¿no? Ahora explícame tus complicaciones y veremos si tengo algo para ti.
–¿Conocías a Ramoncito?
–¿Conocer? ¿Qué significa conocer? ¿Si me he sentado al lado de él en un espectáculo? ¿Si sé que nada en pasta? ¿Si me he partido el último peta con él en la trasera de una furgoneta? ¿Es eso lo que preguntas? Pues las respuestas son: sí, creo que sí, y no, pero todo esto ya lo sabias, ¿no?
–Tengo la sospecha que nos has utilizado.
–Continuaré ignorando la mierda del nosotros, Gordo. Y sí, te he utilizado por un cinco por ciento. ¿No estabas de acuerdo? ¿Quieres renegociar tu porcentaje? Creí que estabas de acuerdo con él, vale has tenido que currar dos días más, pero es que estaba ocupado. No sé si lo recuerdas, pero estaba en la cárcel, en el trullo y… deja ya de mirarme así. Siempre me has acojonado y más cuando te pones a mirar a la peña como si te debieran algo. No te debo nada, capullo, te he hecho ganar pasta otras veces y ahora volveré a hacerlo. Te he presentado a una cantante, te he dado una comisión... No quiero que me quieras, no quiero quererte, creo. Concentrémonos en acabar la movida, en la pasta. Fíjate que digo la pasta, no mi pasta.
Natacha se pone a reír, ya comienza a no extrañarme, casi espero con ansiedad la perla de sabiduría que provoca su risa.
–Es más o menos lo que tú les has dicho a Rafael, invocar a los altos, a los antiguos, los que nos sobrevuelan, a los que están detrás de nosotros y humildemente representamos.…
–¿Quién es Rafael? -pregunta Púas con cara de aún más desconcierto.
Natacha da un traguito de horchata se limpia los labios con los dedos y se endereza en la silla antes de hablar.
–El jefe de la guardia de Ramón, el que contrató a los policías a los que aquí Gordon zurró un poquito. Fue encantador, allí enorme defendiendo mi honor. Es un hacha haciendo amigos, tampoco fue su culpa, él estaba colaborando para que quedase claro que lo de la bomba dentro la guitarra era una paranoia. Yo desde luego me pongo de su parte, aunque no nos hubiesen seguido por media España después. ¿Tú qué crees, buscaban venganza, la pasta o un poco de cada? Titojorge, ¿sabías en la que nos estábamos metiendo?
Púas parece no encontrar bastante aire en la habitación, se lleva las manos a la cabeza y se derrumba más que se sienta en el brazo de mi sofá, cosa que me jode bastante y a la vez me hace olvidarme de todas las demás cuentas que pueda tener contra él.
–Siéntate bien, vas a joderle el brazo.
–Lo siento. Niña Isabel: a ti nadie te metió en nada, te bastas y te sobras tú sola para meterte en líos y si no los inventas, pero por favor ilumíname, ¿qué papel te he otorgado yo en esta comedia? Además del de ruiseñor para las baladas de aquí mi ex–amigo Gordo.
Ella calla, yo callo. En algún rincón de mi mente he querido creer que Natacha era una especie de gran distracción. Que Púas pensaba que Ramoncito perdería de vista la guitarra y los dos millones de pavos en cuanto ella apareciera por la puerta. Este pensamiento ahora que aflora a las capas superiores de mi mente comienza a parecerme demasiado rebuscado, hasta para Púas –aunque conmigo funcionó–. En su cara se refleja algo que puede pasar por comprensión, esto me enfurece y todo. Parece un tío afectuoso dispuesto a aceptar cualquier explicación por encontrarnos con los morros llenos de chocolate.
–¿Púas, es buena la guitarra? –pregunto, no sé por qué.
–¿Qué significa buena, Gordo? Además, cómo coño voy a saberlo. Nadie lo sabe. Cuando Ramoncito hizo la oferta de dos punto tres kilos, creía que me lo iba a hacer encima. Ni en sueños lo hubiese pensado nunca.
–¿Púas es buena la guitarra?
–Te lo repito no lo sé. Si alguien intenta rastrear el origen acabará en una casa de protección oficial en Liverpool, hogar de un tipo que curró de pipa durante los años dorados y de camello hasta que la palmó. ¿No te deja un regusto a algo conocido? Dejó un desván lleno de cosas interesantes, aunque esta era la más interesante de todas.
–¿Por qué me metiste en esto?
–¿Por qué? Te lo dije: tengo demasiados ojos encima. ¡Dios!, cuando apareciste con el teléfono, con los videos, de Ramoncito, flipé. Aquello no podía ser verdad, pero lo era.
–Tengo la sensación de haber sido parte de algún de tus rollos, un rollo que podía haber acabado fatal.
–Gordo sobrestimas mi capacidad, no soy un jodido supervillano. ¡Ah! Mierda. Basta. No me estoy disculpando. No estoy dando putas explicaciones. Tienes manía persecutoria... o algo peor. No todo el mundo quiere joderte, en realidad les resultas indiferente igual que yo o ella.
–Yo no resulto indiferente. –interviene ofendida Natacha.
–Prueba a taparte el culo y luego hablaremos. ¿Gordo, vendes o no vendes guitarras? ¿Estás o no estás relacionado? ¿Eres o no el tipo adecuado para la puta tarea? ¿De qué coño me estáis acusando?... ¡Oh, Mierda! ¿Qué pregunto?, policías, bombas, pistolas y persecuciones. Un fin de semana de muerte. Lo entiendo. ¿Os explico el mío?... ¡Eh! Un momento, ¿no estaréis conchabados con el juez no–tengo–aspiraciones–políticas? Venga continuemos con la sesión de paranoia, esta ronda yo invito.
Y ahora sí parece desinflarse, del todo y yo con él. Así que me siento en el sofá a su lado y pienso que Púas es un cabrón, pero desde luego es mi cabrón. Natacha aparece por detrás y le acaricia el pelo y me parece que le da un beso sonoro e infantil en la coronilla y me siento celoso porque a mí no me da uno y me avergüenzo por ello.
–¿Te tomaste las pastillas? – le pregunta.
–Una mierda me tomé, no tenía ni calzoncillos para cambiarme, conseguí hablar con tu madre y lo primero que me preguntó es dónde te habías metido. ¿No hay nada para beber?
–Queda horchata.
–¿Horchata? ¡Acabo de salir de la cárcel!
–Horchata, y no me pienso tapar el culo.
–Ok. ¿Ramoncito, nuestro mutuo amigo, se queda la guitarra?
–Sí.
–Estupendo, necesito una buena noticia y tapar gastos y... ¿Cuándo se hace la entrega? ¿Habéis hablado del pago? ¿Necesito un jodido abogado panameño?
Me doy cuenta de que todo eso son preguntas lógicas que me tenía que haber hecho en algún momento y ni se me ocurrieron. No tengo ganas de confesárselo, acerco la bolsa y se la pongo a los pies.
–No –dice, después de observarla incrédulo.
–Sí. –digo yo.
–No.
–Sí.
Abre la bolsa y se queda mirando el dinero, saca uno de los paquetes al vacío y lo examina.
–Ni en sueños, ni en sueños. Volverme a explicar lo de los polis.
–Ya te lo he explicado, Titojorge: llegamos al hotel que era una cueva superchula, pero te aseguro que nosotros más; tenías que ver a Gordon: entramos por la puerta y los chicos que eran policías y Rafael se quedaron súper acojonados solo de verle. No sé por qué pensaban que la guitarra sería una bomba y nosotros asesinos, ¡mentira! Sí lo sé: porque arrastraban una vaina con el chico, ese otro que os dio el teléfono de Ramoncito, que está fatal, te lo juro nada más hay que verle y es una lástima porque en el fondo es un caballero y está arrepentido de lo que fuera, como Rafael…
Natacha habla, todo suena sencillo cuando sale de su boca, sencillo e increíble, pero en la bolsa a nuestros pies está la prueba palpable de que es real. Púas me está hablando.
–¿Qué? –contesto.
–¿Has apartado tu dinero y el del otro tipo?
Lo hago, bueno, lo hace Natacha, que calcula la cantidad de cabeza mientras sus manos manejan los billetes con la relajada eficacia de un croupier. Un rato después los acompaño hasta el coche mientras miro por encima del hombro discretamente, allí nos despedimos. Natacha me da un beso en los morros y pliega su largo cuerpo en el interior del coche. Púas me alarga la mano y yo se la estrecho flojamente, como es de educación entre los músicos.
–¿Qué te parece como frontwoman? – pregunta.
–Nació para eso.
–¿Le dejaste ver tu libreta?
–Le dejé ver todo lo que quiso...
–Que resultó ser menos de lo que…
–… Ella esperaba encontrar.
–Tienes que reírte más de ti mismo, Gordo. Y no solo en las canciones.
–Lárgate.
–Te llamo, coge el teléfono, igual le digo que sí a mi agente. ¡Qué huevos, tendré que decirle que sí!, ya no se puede vivir de los derechos de autor. Coge el teléfono.
–Ok.
Se largan. Regreso a casa, me parece vacía y silenciosa. Los vasos de horchata vacíos me parecen la cosa más triste del mundo. No han pasado tres minutos que mi vecina abre la puerta y se planta con los brazos en jarras en el salón.
–¿Te estas acostando con esa tía larga?
Parece muy enfadada y no comprendo por qué. Es entonces que me doy cuenta de que no me duele el brazo.