Extraido del diario CLARÍN DE BUENOS AIRES ARGENTINA.
El milagro de estas dos fotos prohibió la entrada a fotografos profecionales y amenazó con irse a cada flash que venía del público. Al final, juntó sus manos y agradeció los fervorosos aplausos.
Keith Jarrett en el Colón. De la atención a la tensión
Crítica. El pianista improvisó el martes Exigió un silencio total para inspirarse, se quejó del instrumento y de las toses. Sin embargo, hubo relámpagos de genialidad.
El comienzo no pudo ser menos prometedor. A las 20.45 Keith Jarrett salió al escenario del Colón y fue ovacionado por una sala llena. El músico retribuyó del modo habitual, juntando sus manos como en rezo, pero al cabo de unos segundos volvió a abrirlas, señaló hacia arriba con el índice derecho como alguien que acaba de percatarse de un olvido y se retiró del escenario.
Tal vez fue a buscar agua, pensó uno, pero no: el músico había visto un flash. La oficina de prensa del Teatro reiteró entonces con mayor énfasis el comunicado que había dirigido al público antes de la función, solicitando no tomar fotos o realizar grabaciones. El ambiente era irrespirable. Jarrett reapareció e hizo una breve improvisación atonal y espesamente expresionista, que desde luego no careció de interés, terminado lo cual se dirigió al micrófono para expresar que ésa era la música que le salía en una situación de malestar, cuando no se respetaban sus condiciones.
Luego siguió con una sucesión de formas breves más amables, hasta que en la cuarta interrumpió a los diez segundos y se empezó a quejar del piano. “Han gastado millones de dólares en arreglar este Teatro, pero no ha invertido en un buen piano”, fue más menos lo que farfulló sin levantarse del taburete, frase que el sentido común “progre” celebró insensatamente, con risas nerviosas y sin ningún discernimiento. A las 21.30 Jarrett abandonó el escenario. Al principio no se sabía si el músico había dado por concluida la jornada, aunque una comunicación de Prensa tranquilizó al anunciar un intervalo de 15 minutos.
Todo parecía indicar que los problemas de Jarrett provenían del mismo Jarrett. En ese mismo piano habían tocado Barenboim y Argerich, e incluso el más maniáticamente purista de todos los pianistas clásicos, Andras Schiff (el año pasado, en el mismo Abono Bicentenario que ahora acaba de abrir Jarrett). Tal vez el músico pretendiese un sonido más brillante, tal vez sintió que el telón de fondo lo apagaba, pero es más probable que estuviese disgustado con sus propias ideas musicales, que no fueron particularmente memorables hasta la sexta intervención, una de esas increíbles melodías suyas en tres tiempos, tan rurales y sublimes como sólo Jarrett puede tocar e imaginar.
Algo ocurrió en el intervalo. Imposible saber qué, pero lo cierto es que en la segunda parte hubo un cambio radical. Jarrett no dispersó su energía en perseguir fotógrafos y despotricar contra el instrumento. Se concentró en la música; tal vez simplemente entró en calor. Se mantuvo en la forma breve de tres o cuatro minutos; canciones, básicamente, pero también (en la segunda improvisación de la segunda parte) una maravillosa evocación del be bop. Cautivó por la belleza de las ideas y por el puro sonido; el vilipendiado piano recobró de pronto todo su color.
Esas formas abreviadas -a años luz de las improvisaciones graduales y autodescriptivas de los ‘70- son cápsulas líricas. Si se exceptúa el tema bop (sobre la armonía de otro bop), no tocó standards , a pesar de que casi todas las piezas de la segunda mitad se oyeron como standards ; bellísimos standards que Jarrett crea en el tiempo real de la ejecución. Aunque no conservan la forma o las proporciones de la canción tradicional; son como unas meditaciones líricas que de pronto se interrumpen o se extinguen muy rápidamente; pequeñas formas abiertas, sobre la base del folcore norteamericano.
La segunda parte compensó de sobra los padecimientos iniciales, aunque Jarrett no se privó de una recapitulación psicológica y antes de abandonar definitivamente el escenario tomó el micrófono para un retar a un último fotógrafo furtivo y despacharse contra Youtube. Pero antes de eso ya había tocado su último bis de mala gana: el mismo blues del disco París Concert , sólo que abreviado y terminado un poco a los ponchazos.
Si de los conciertos de Jarrett generalmente salen discos, uno no puede dejar de preguntarse cómo sería el Colón Concert o el Buenos Aires Concert . Habría unos 40 o 50 minutos de música muy buena, no más que eso. No sería un testimonio de “plenitud”, precisamente, y es imposible establecer cómo ha jugado el contexto local en todo esto.
Es que el público a veces se pasa... de bueno
El milagro de estas dos fotos prohibió la entrada a fotografos profecionales y amenazó con irse a cada flash que venía del público. Al final, juntó sus manos y agradeció los fervorosos aplausos.
Keith Jarrett en el Colón. De la atención a la tensión
Crítica. El pianista improvisó el martes Exigió un silencio total para inspirarse, se quejó del instrumento y de las toses. Sin embargo, hubo relámpagos de genialidad.
El comienzo no pudo ser menos prometedor. A las 20.45 Keith Jarrett salió al escenario del Colón y fue ovacionado por una sala llena. El músico retribuyó del modo habitual, juntando sus manos como en rezo, pero al cabo de unos segundos volvió a abrirlas, señaló hacia arriba con el índice derecho como alguien que acaba de percatarse de un olvido y se retiró del escenario.
Tal vez fue a buscar agua, pensó uno, pero no: el músico había visto un flash. La oficina de prensa del Teatro reiteró entonces con mayor énfasis el comunicado que había dirigido al público antes de la función, solicitando no tomar fotos o realizar grabaciones. El ambiente era irrespirable. Jarrett reapareció e hizo una breve improvisación atonal y espesamente expresionista, que desde luego no careció de interés, terminado lo cual se dirigió al micrófono para expresar que ésa era la música que le salía en una situación de malestar, cuando no se respetaban sus condiciones.
Luego siguió con una sucesión de formas breves más amables, hasta que en la cuarta interrumpió a los diez segundos y se empezó a quejar del piano. “Han gastado millones de dólares en arreglar este Teatro, pero no ha invertido en un buen piano”, fue más menos lo que farfulló sin levantarse del taburete, frase que el sentido común “progre” celebró insensatamente, con risas nerviosas y sin ningún discernimiento. A las 21.30 Jarrett abandonó el escenario. Al principio no se sabía si el músico había dado por concluida la jornada, aunque una comunicación de Prensa tranquilizó al anunciar un intervalo de 15 minutos.
Todo parecía indicar que los problemas de Jarrett provenían del mismo Jarrett. En ese mismo piano habían tocado Barenboim y Argerich, e incluso el más maniáticamente purista de todos los pianistas clásicos, Andras Schiff (el año pasado, en el mismo Abono Bicentenario que ahora acaba de abrir Jarrett). Tal vez el músico pretendiese un sonido más brillante, tal vez sintió que el telón de fondo lo apagaba, pero es más probable que estuviese disgustado con sus propias ideas musicales, que no fueron particularmente memorables hasta la sexta intervención, una de esas increíbles melodías suyas en tres tiempos, tan rurales y sublimes como sólo Jarrett puede tocar e imaginar.
Algo ocurrió en el intervalo. Imposible saber qué, pero lo cierto es que en la segunda parte hubo un cambio radical. Jarrett no dispersó su energía en perseguir fotógrafos y despotricar contra el instrumento. Se concentró en la música; tal vez simplemente entró en calor. Se mantuvo en la forma breve de tres o cuatro minutos; canciones, básicamente, pero también (en la segunda improvisación de la segunda parte) una maravillosa evocación del be bop. Cautivó por la belleza de las ideas y por el puro sonido; el vilipendiado piano recobró de pronto todo su color.
Esas formas abreviadas -a años luz de las improvisaciones graduales y autodescriptivas de los ‘70- son cápsulas líricas. Si se exceptúa el tema bop (sobre la armonía de otro bop), no tocó standards , a pesar de que casi todas las piezas de la segunda mitad se oyeron como standards ; bellísimos standards que Jarrett crea en el tiempo real de la ejecución. Aunque no conservan la forma o las proporciones de la canción tradicional; son como unas meditaciones líricas que de pronto se interrumpen o se extinguen muy rápidamente; pequeñas formas abiertas, sobre la base del folcore norteamericano.
La segunda parte compensó de sobra los padecimientos iniciales, aunque Jarrett no se privó de una recapitulación psicológica y antes de abandonar definitivamente el escenario tomó el micrófono para un retar a un último fotógrafo furtivo y despacharse contra Youtube. Pero antes de eso ya había tocado su último bis de mala gana: el mismo blues del disco París Concert , sólo que abreviado y terminado un poco a los ponchazos.
Si de los conciertos de Jarrett generalmente salen discos, uno no puede dejar de preguntarse cómo sería el Colón Concert o el Buenos Aires Concert . Habría unos 40 o 50 minutos de música muy buena, no más que eso. No sería un testimonio de “plenitud”, precisamente, y es imposible establecer cómo ha jugado el contexto local en todo esto.
Es que el público a veces se pasa... de bueno