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Je, je... típico: la cuerda frotada era mucho más de señoritas, y la pulsada y rasgueada de barberos, tabernarios y tunantes goliardescos rondadores.
Esto me recuerda a una anécdota, ya que estamos históricos:
A finales del siglo XVIII empezó a tomar mucha fuerza la guitarra en Inglaterra; era ya un instrumento bien desarrollado que hacía tiempo había sustituido a la vihuela en el ámbito popular y estaba ganando su pugna con el laúd en el ámbito culto en toda Europa. La corte inglesa —como todas— estaba nutrida de compositores italianos muy afectos a la guitarra, que en este país conoció un desarrollo propio: la denominada «guitarra inglesa», instrumento influido asimismo por la popular citola o
cittern (fue uno de los primeros instrumentos con clavijero de tornillos; a su vez daría la actual «guitarra portuguesa», la de los fados, llevaba a Portugal por ingleses exportadores de vino de Oporto).
El afán imitativo de lo cortesano por parte de las clases privilegiadas provocó que éstas empezaran a adoptar la moda de las guitarras, española e inglesa; sobre todo su componente femenino en sustitución del clave, que como instrumento de teclado se consideraba apropiado para la compostura que debían guardar las
miladys. Tanto fue así, que empezaron a quebrar varios talleres de fabricacón de claves, otrora prósperos por su adinerada clientela.
Al ver peligrar su pudiente negocio, un reputado constructor de claves, Jacob Kirckman (Kirchmann, Kirkman; alsaciano establecido en Londres desde 1730), adoptó una genial y retorcida resolución comercial, lo que hoy llamaríamos una estrategia de marketing, que no pudo ser más pragmática y taimada: se hizo con un buen número de guitarras inglesas baratas y se dedicó a repartirlas regalándolas por los barrios humildes a orillas del Támesis en tabernas, prostíbulos y otras ocupaciones desarrolladas a pie de calle, ofreciendo además a sus agasajadas —tenderas, floristas, prostitutas...— clases gratuitas de introducción al instrumento y algunos acordes para acompañarse cantando.
Cuando las
miladys finas empezaron a ver desde sus carrozas como su instrumento de moda se extendía a pie de barrio popular y que incluso las mujeres de reputación evidente lo tañían con cierta destreza (recordemos que lo de tocar en la calle sólo empezó a decaer en el siglo XIX, y que uno de los modos en que algunas prostitutas atraían cllientela era cantando), el astuto constructor de claves pronto recuperó la adhesión de su clientela femenina de origen elevado —o con pretensiones de aparentarlo.