La amargura de la flauta dulce
Sarita era mi profesora de música en edad escolar. Y sobre todo era una melófoba encubierta, aunque no consiguió el objetivo de que aborreciera la música. Y estuvo muy cerca de lograrlo cuando me hizo subir al escenario para interpretar a capella una versión del Danubio Azul, cuya letra ella misma había escrito.
“El Rin tu hermano menor es feliz”, escribía Sarita y cantaba yo, ignorando ambos -lo suyo era más grave- que el caudal de aquel río era probablemente el más sangriento de Europa: desde la frustrada expansión de Germania pretendida por los romanos hasta la hemorragia que supuso la II Guerra Mundial.
Sarita era feliz también. O tan feliz como el río, aunque la obsesión de inyectarle letras a las partituras hacían de ella una especie conspiradora. Le puso música a la 'Pequeña música nocturna' de Mozart. Decidió que al compositor austriaco le hubiera agradado el sabotaje coral del estribillo: “El nombre de María, que cinco letras tiene, el nombre de María, que cinco letras tiene”.
Seis letras tiene el nombre de Sarita. Y nueve tiene el nombre de la “Arlesiana”. Menciono la cifra porque Sarita también le puso letra a la obra de Bizet. Y no consigo olvidarla, por mucho que haya intentado eliminarla de mi memoria -“A poco vi, allá lejos de aquí....”- ni logró desenmascarar, pese a mis esfuerzos, al responsable escolar que introdujo la flauta dulce como vínculo parasitario entre la música y la educación.
Se ha demostrado que provoca con los niños una especie de síndrome de Pavlov. Escuchar el pitido predispone al tormento, nos pone a salivar. Y establece un malentendido de acuerdo con el cual la iniciación a la música clásica comienza desde la repulsa a la música clásica, divulgada por maestros como Sarita en una gran conspiración educativa que concierne igualmente a las demás manifestaciones artísticas.
De otro modo, no resultarían tan traumáticas las visitas a los museos. Concebidas tantas veces por los epígonos de Sarita o por Sarita misma. Que se adelantan al grupo de niños para leer antes que ellos el título del cuadro. Y recrearse así en una impostada erudición, por otro lado bastante propicia a las hipótesis temerarias.
Una de mis favoritas es el “Cristo” de Velázquez, cuya mejilla derecha aparece recubierta con la melena del Mesías. Sarita nos explicaba que la solución velazqueña obedecía a dos posibilidades. De la primera no me acuerdo. De la segunda acierto a evocar que Velázquez malogró la pintura in extremis y utilizó los cabellos de Cristo para ocultar el error.
Así se aprende arte en los colegios. Así vinculamos a los niños con la música, entregándoles una flauta para asesinarla (la música). Y convirtiendo a Sarita en un arquetipo pedagógico que inculca la música como una terapia de choque, de tal forma que las clases de la materia parecen un experimento de una novela de Anthony Burgess. Invirtiendo la moraleja del flautista de Hamelin. Qué poco dulce es la flauta dulce. Y que sobrecogimiento provoca descubrir que el “instrumento” -el artificio de tortura- todavía forma parte del equipaje de los muchachos camino de la escuela, malogrando tantas vocaciones e hiriendo los oídos.