No soy profesional, simplemente soy un guitarrista de dormitorio, lo peor, el lumpen de la guitarra. Y quizás ni siquiera eso. Mis instrumentos preferidos son los de viento, pero nunca me puse. No me obsesiona el tono, porque cuando escucho los conciertos de Brandeburgo, el Lohengrin de Wagner o Duke Ellington con su Big Band, percibo una maquinaria perfecta con una riqueza tímbrica increíble. Cuando solo buscas el tono, pierdes la oportunidad de buscar esa riqueza. Un sonido delgado puede ser igual de expresivo y llegar tan lejos como una guitarra rompiendo válvulas todo el día. Hace mucho que dejé de ser un mitómano; para mí, el virtuosismo inalcanzable de Vai es igual de difícil que el discurso sinceramente barroco de Jim Hall, la potencia de Salayer o la delicada habilidad de Melody Gardot para pulsar el acorde preciso. Hace tiempo que dejé de querer tocar lo que tocan otros para escuchar lo que tienen que decir. Simplemente me gusta escuchar a quien toca, quien quiere tocar y quien quiere expresarse musicalmente. Me gusta proporcionar la base para que el otro hable, ya sea dejándolo respirar o agregando un acorde diferente para realzar su interpretación.
El gas también se me pasó hace mucho tiempo. ¿Por qué? No lo sé. Simplemente se fue, e incluso comienzo a despreciarlo. Hoy en día, me molesta ver a amigos de 50 años con 30 años cogiendo una guitarra, que se compran una R9 pero que no pueden tocar una escala mayor en todo el mástil para tocar con otros y que lo primero que hacen en una jam es tocar el mismo manido riff de los Zeppelin para justificarlo y encima te ponen cara de modernos porque eso es rock, y no esa mierda vieja de Charlie Parker que escucho. Tío, los Zeppelin hace 60 años que empezaron. ¿Son estos los mismos que, si pudieran, conducirían un Maserati SUV solo para destacar en el tráfico del lunes por la mañana? Tengo algunas guitarras que superan con creces mi poder adquisitivo y otras que medias-bajas. Sinceramente, ya no me importa. Con que estén bien afinadas y quintadas, y los trastes no raspen, vale. Lo que realmente me importa es dominar algún día algo del discurso musical desde mi infinita mediocridad. Últimamente me encuentro tocando en cualquier lugar con una Squier Strato y una Cuvave Baby, con auriculares. Vale, suena bien, no molesta, no pesa nada y puedes llevarlo a cualquier lugar. Esa puta partitura de Coltrane que siempre está en el bolsillo de la funda y que nunca terminaré de tocar con sus tempos perfectos... esa sí que me consume. Y me maravilla ver las partituras estilo RealBook y cómo los grandes estructuraron armónicamente esas catedrales, donde los acordes están dispuestos de manera precisa, no solo en el compás, sino en la estructura global. Y a toda esa gente que improvisa, da igual en un disco o en el Retiro, que es capaz de obligarte a atender a su melodía ... esos agraciados por el superpoder del flautista de Hamelin.
Cuando me toca improvisar, tartamudeo mucho con la guitarra, me equivoco, intento levantarme, reviso mi discurso, trastabillo nuevamente, otra vez esa coletilla que nunca quiero hacer y la memoria muscular saca de nuevo... Pero, bueno, tampoco soy un gran orador al hablar. Y no hay tanta gente que lo sea. Seguiré tocando hasta que muera, a ver si mejoro. Ese día ya no podre hacerlo.
Pero lo que realmente me fascina hoy en día, y que siempre hago mal, es ese momento en que Miles Davis, como un sacerdote de la música, entra en una especie de trance antes de pulsar la primera nota de crear el espacio sonoro con su trompeta. Davis pensaba y pensaba antes de empezar, y no es para menos. Ese momento es en el que decides si la nota será larga, si la repetirás, si arpegiarás, si saltarás a su séptima o simplemente dejarás un largo silencio, lo que sea. Esa nota es la primera pincelada que define el aire con el que seguirás tocando y como interaccionaras contigo y con el resto en los próximos minutos.
En mi caso, pienso en los dos primeros compases, intento tocar lo que tengo en la cabeza y sigo como puedo de manera muy intuitiva, aunque generalmente sé dónde estoy. Después, nunca estoy contento con esa primera nota: o la toqué demasiado fuerte o demasiado larga o demasiado corta, o la atropellan las que vienen después, etc. Parece condicionar todo.
¿Cómo afrontáis esa primera nota al improvisar? ¿Cómo estructuráis mentalmente vuestro discurso al improvisar? ¿Sois intuitivos o muy racionales al tocar? ¿Le dan tanta importancia a esos primeros compases?