Como siempre, llegamos al Auditorio con tiempo suficiente. Aparcamos en el propio garaje del recinto, que además era gratis y en un pis pas, ya estábamos en la entrada.
Esta vez teníamos asientos en la fila seis, butacas 21 a 27. El Auditorio Alfredo Kraus estaba repleto. Creo que colgaron el famoso no hay billetes. La visión del escenario, esta vez, no fue tan perfecta como con Madeleine Peyroux.
El concierto arrancó con sólo 10 minutos de retraso, después de que Al Dimeola entrara en el escenario y nos presentara a la banda con la que se acompañaba: Gumbi Ortiz a la percusión, Víctor Miranda al bajo, Meter Kaszas a la batería y Peo Alfonsi a la guitarra clásica. (Un nombre el de este guitarrista, bastante sonoro y muy poco apropiado en España)
De entrada me sorprendió que tanto Al, como su guitarrista, viniesen armados con guitarras españolas y desde el primer tema ya noté un importante regusto español, que, en mi opinión, estuvo presente a lo largo de todo el concierto.
No tuve una buena visión ni del batería, ni del percusionista, ni del bajista, que quedaban justo de perfil a mí, solapando el primero a los otros dos.
Sólo Al y Alfonsi quedaban en mi campo de visión con perfecta nitidez. Dimeola tenía su guitarra conectada –según he leído en internet- a un micrófono de condensación de la marca alemana Schoeps y piezo eléctrico con pastillas RMC.
El norteamericano de ascendencia italiana, presentaba World Sinfonía, un título algo pretencioso en mi opinión, para ser su primer disco acústico–como comentó en el propio concierto-, que sonaba tanto a tangos como a un flamenco, que me recordó desde el principio a Paco de Lucía. Rasgueos secos y potentes, rápidos y cortantes, acentuaban ese marcado carácter latino e hispano, que el percusionista Gumbi Ortiz se encargaba de rematar, con un preciso manejo del cajón flamenco sobre el que estaba sentado.
Desde el principio el despliegue técnico fue asombroso, más que sobresaliente. El dominio del yanqui de la guitarra era impresionante, de un virtuosismo fuera de cualquier duda, se notaba además que había muchas horas de ensayo detrás y muy buena compenetración con el otro guitarrista, el italiano Peo Alfonsi: la precisión de los rasgueos a dúo, fue espectacular, matemática, más propia de un complejo software musical para ordenador. Es verdad que el italiano no tuvo ni un minuto de lucimiento personal, limitándose durante todo el concierto al papel de guitarra acompañante, de un Al Dimeola que recorría con la mano izquierda el mástil de su guitarra –una Hermanos Conde- a una velocidad de vértigo, llegando a los últimos trastes, obteniendo allí un tono limpio, puro y que manejaba la púa con la derecha con una contundencia que arrancaba de las cuerdas sonidos duros, intensos y poderosos. Me dio la impresión que Al no utilizaba muchos efectos. La guitarra española sonaba limpia o con algo de delay y quizás el único efecto distinto que utilizó, recordaba al sonido que sacan los negritos que tocan bidones, a modo de tambores, cuando desembarcas de un crucero turístico en cualquier isla del Caribe que no sea Cuba. Vamos, que a mí, aquel efecto me sonaba a calipso y a piña colada tropical.
Los temas fueron cayendo uno tras otros, consiguiendo el aplauso enfervorizado del público que abarrotaba el Auditorio.
Noté que Al no concedía espacio, ni libertad alguna a ningún miembro de su banda. Me dio la sensación que estaban allí para ejecutar un trabajo de acompañamiento por el que se les pagaba un precio y punto final. La estrella era Al Dimeola y nadie más podía salirse de un guión, que el norteamericano había establecido con rigidez espartana. Sólo Gumbi Ortiz, que como comentó el propio Dimeola, había trabajado con él a lo largo de los últimos veinte años, tuvo ocasión de marcarse un solo de percusión que estuvo muy bien, pero nadie más dispuso de ese privilegio. Ni el batería, ni el bajista, ni, como decía más arriba, el guitarrista Alfonsi, que me dejó un poco con las ganas de verlo explayarse, fuera del encorsetamiento al que lo sometía Dimeola.
Ya digo, un concierto intimista, preciosista, rayando en lo barroco, de elevado y marcado carácter técnico, con temas largos, con distintas cadencias, tempos y ritmos, y que hicieron que me resultase difícil entenderlos, seguirlos, sentir su calor, su alma y que en definitiva, no me transmitieron nada en absoluto; no me arrancaron ni un bravo y ni siquiera un silbido de admiración. En algunas ocasiones tuve que hacer esfuerzos para que no se me cerrasen los ojos y en otras quise cerrarlos para aprovechar y echar una cabezadita, pero reconozco que me dio vergüenza. ¡Qué lejos está Al Dimeola de la poesía y del sentimiento que destilan Madeleine Peyroux o Tuck y Patti en sus directos!
Total, que me temo que debe ser culpa mía, “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”, que nunca escuché a Al Dimeola con profusión, porque cuando terminó el concierto, el Auditorio se vino abajo de aplausos, -debo estar muy equivocado en mi crítica- con todo el público puesto en pie. Yo….pues también me puse de pie, pero desde luego, cuando salió a hacer los bises, rogué al Padre Zeus y a todos los dioses del Olimpo que no fueran más de dos.