No tendría yo más de seis o siete años cuando, estando de vacaciones en el pueblo de mi padre, se presentó en casa un guitarrista flamenco, al que llamaban "Campillo", que entre copita y copita de anís nos dio un concierto casero. Desde ese día empecé a dar el coñazo a mis padres con que quiero una guitarra, que la quiero, que yo la quiero... Eso fue en agosto y, a finales de septiembre, para mi cumpleaños, llegó una guitarra española: una Admira Sevilla y la matrícula para el conservatorio de música. Pobrecita mía... unos años después le caería un armario encima mientras hacíamos obras en casa y quedó la pobre hecha migas
En aquellos años -no sé si ahora aún es así- no se tocaba instrumento hasta llegar a cuarto curso de conservatorio, con lo cual había que empaparse de cuatro años de Solfeo y Teoría antes de que te enseñaran a tocar, y yo no podía esperar tanto. Así que, simultáneamente con las clases en el conservatorio, me apuntaron a un tipo que daba clases particulares en mi ciudad al que no llegué a conocer, porque el día que me presenté allí, un cartel en la puerta rezaba: "Clases suspendidas de forma indefinida por enfermedad del señor Oms", que así se llamaba el pobre hombre. Aquello parecía que no tenía futuro. Tenía ocho años y se truncaban todas mis aspiraciones guitarreras.
Entonces no había internet, ni cursos de guitarra -menos al alcance de un mocoso como yo- así que aquella guitarra acabó de adorno en un rincón hasta el año 1978, cuando ya tenía 13 años. Recuerdo el año por la portada de un disco que recogía los mejores éxitos de aquella temporada y que, entre sus hits incluía "Flor de Luna" o, lo que es lo mismo, "Moonflower" de Santana. ¡Yo quería tocar así! El primo de un amigo sabía tocar la guitarra y nos enseñó a afinar las cuerdas y los principales acordes. Me hice dibujos de cómo tenían que ir los dedos sobre el diapasón y venga a practicar en casa con la Admira. Pasé meses y meses en casa aprendiéndolos y, poco a poco, totalmente de oído, conseguí medio aprender a tocar Flor de Luna, pero aquello no sonaba como Santana ni a tiros, así que necesitaba una guitarra eléctrica. De nuevo el coñazo a mis padres, pero esa vez me costó bastante más y pasaron meses hasta que me compraron una guitarra de decimosexta mano (por lo menos)por la que pagaron 3000 pesetas de la época. Una Delfos Telecaster. Un engendro con cuerpo de telecaster y pala de Strato más dura que una piedra. Seguía sin sonar a Santana porque no tenía ampli, pero íbamos en el buen camino. Tardé casi un año en ahorrar para un amplificador, un Sinmarc de transistores, que hacía como un palmo de alto por medio de ancho, con un altavoz de seis pulgadas, que costó 15.000 pesetas de entonces, muchísimo dinero en aquellos años, pero ya sí sonaba "casi" a Santana; especialmente cuando le estrujaba el volumen a tope y distorsionaba. Más que distorsionar, aquel amplificador temblaba y se movía a saltitos, pero a esos volúmenes sólo podía trabajar cuando estaba solo en casa. "Neeeeneeeee, los vecinooooosss!!!".
El súmum llegó cuando descubrí en una tienda de electrónica un pedal Fuzz-Distortion que vendían a piezas, de la casa Sales Kit. La placa por un lado, los componentes por otro... Así que, gracias a la guitarra, aprendí a utilizar un soldador de estaño y a diferenciar una resistencia de un fideo y un circuito integrado de un bebé de cucaracha. Con aquello, para desgracia del vecindario, comprendí que el Smoke on the Water había que tocarlo, sí o sí, con el suficiente volumen como para que se acoplara la guitarra al ampli y salieran armónicos a punta pala. De eso hace más de treinta años.
Desde entonces, han pasado por mis manos unas cuantas guitarras y unos pocos amplis. Durante estos años, de forma intermitente, he tocado mucho, muchísimo, poco, casi nada durante por lo menos diez años, un poco más después y bastante más ahora.
En todos estos años, en los que la música ha aparecido intermitentemente en mi vida, lo mismo he tocado -como apuntaba por aquí arriba un socio- en un pub para 10 amiguetes (no es una forma de hablar, la primera vez que subí a un escenario sólo había 10 personas y todos eran amiguetes) o en un pabellón a reventar en los 80, rodeado de gente que luego se han hinchado -y alguno aún se hincha hoy- a vender discos, o antes en verbenas populares donde las abuelillas se hacían misto bailando La Bamba o Frenesí, o después en aquellos concursos multitudinarios en los que tranquilamente se podían juntar 20 bandas y en los que sólo con los amiguetes de los respectivos conjuntos se llenaba un teatro y hasta un campo de fútbol. Desde entonces y hasta hoy con mi bandita de versiones, cada vez que me toca subirme a un escenario se me retuercen las tripas. Eso sí, se me quita en el momento en el que, una vez arriba, le doy al Standby del ampli. Y allí soy feliz. Y ésa es la respuesta que podría haber dado a la pregunta que lanza el título de este hilo sin soltaros tamaña parrafada, pero son las tantas de la madrugada, ando desvelado y, como ya os podéis imaginar, el tema me motiva.
Toco la guitarra porque me hace feliz. Porque los ratillos que echamos en el local con los colegas sacando tal o cual tema y los que paso en casa repasando el repertorio son geniales, sólo superados por el día que hay bolo. Porque mientras toco la guitarra me suda el níspero el IPC, el IRPF, el Euríbor, las primas de riesgo y las putas agencias de calificación. Cuando enchufo mi guitarra me transpira el cilindro urinario el Rajoy, el Zapatero, la Merkel, el Sarkozy, el Rouco Varela, el Ratziger y las respectivas santas madres de todos.
La guitarra en mi vida es como mi familia o mis amigos. Es algo por lo que merece la pena levantarse temprano o acostarse tarde. Es algo que compensa con creces los malos momentos. Es algo que engaña hasta el dolor de muelas y sepulta los problemillas que insistimos en llamar problemas, e incluso mitiga, ni que sea por un momento, los efectos de los verdaderos problemas.
¿Qué os voy a contar a vosotros, amigos guitarristas, que no sepáis sobre qué supone para la vida de un guitarrista su guitarra?