Después de cenar unos bocadillos, nos enfundábamos el atuendo -pantalones blancos y camisa celeste- en algún rincón concedido por quien pagara, y a tocar hasta que el cansancio de la audiencia despejara el lugar. Fuera el calor feroz de Albacete en agosto o el frío inmisericorde de Teruel en febrero, nuestra orquesta salía al escenario a la hora prevista y cumplía.
Y si costaba montar a las ocho de la tarde para probar sonido, ni os cuento lo de desmontar a las cuatro de la mañana, molidos por cinco horas de concierto.
Yo era un rockero con futuro difuso y una hija a la que sacar adelante; combinaba malos trabajos y sueldos cortos: hacía lo que podía. No estoy seguro de cuánto me pagaban por bolo, pero debían de ser unas 3000 pesetas -¿unos 18 Euros?- por diez horas fuera de casa.
Peor lo tenían los jornaleros que iban a la naranja, tirando de cazalla a las siete de la mañana. Y por aquel entonces, eran todos españoles.