Por un lado tenemos a una burguesía que domina el mundo, guste o no, que maneja la economía y dicta las leyes para que esa economía sea lo que prime en la vida del ser humano.
¿Cómo sé siente alguien que es el que dicta las reglas y maneja los hilos siendo ninguneado por científicos?... Pues mal, muy mal.
A su servicio, los poderes públicos, de los que no quiero hablar porque la explicación es muy sencilla leyendo lo anterior.
Luego estamos todos los demás, que vivimos bajo las reglas que debemos seguir si no queremos tener más problemas. Se nos adoctrina y programa al antojo de los intereses del poder (público al servicio del privado) y tratamos de ser lo más felices posibles, en nuestro margen de pequeña libertad y toma de elecciones y decisiones en la vida.
¿Cómo sé siente toda esta gente cuando ve que su pequeño margen de escape a las obligaciones impuestas se desvanece? Todos nos sentimos mal, muy mal, y dependiendo de las ideas de cada uno le echa la culpa a su enemigo.
El enemigo de todos, siempre, debería ser el que nos perjudica a todos por igual, indistintamente de credo, raza, religión, ideología o economía: la muerte no deseada e inesperada. Y eso se deberá a dos cosas en estos tiempos tan difíciles: el virus y el hambre (y su conflictividad social derivada).
Ahí está la clave de todo, y por ahí vendrán (y vienen) todos los problemas. Los que primen la lucha contra un enemigo ante el otro.
Y ahí todos nos equivocamos por desgracia y sin solución, porque es una elección muy difícil.
Ahí está la clave para el futuro de la humanidad, encontrar el equilibrio entre la ley de jungla o el buenismo temerario.
Tiempos duros para todos, que merecen más unidad en lo básico y menos confrontación inútil que no soluciona nada.